El presidente Vladímir Putin prometió hoy en Berlín esclarecer el asesinato de Ana Politkóvskaya tras una reunión con la canciller alemana Angela Merkel.
De hecho la muerte de Anna restó protagonismo a los temas económicos que debían centrar su vista oficial a Berlin.
"Asesino, asesino" fueron, las palabras de bienvenida con que las que fue recibido.
En la rueda de prensa conjunta que siguió a la reunión, la primera pregunta se refirió igualmente a la muerte de la periodista. Angela Merkel dijo que Putin se había comprometido ante ella al pleno esclarecimiento de "ese abominable asesinato". Merkel recordó que "la libertad de expresión forma parte de una sociedad democrática", y añadió que Politkóvskaya era "un símbolo de la significación de la libertad de prensa en Rusia". La pregunta se había dirigido en principio sólo a ella, pero Putin no pudo por menos que darse por aludido. "El asesinato de Politkóvskaya daña más al poder en Rusia y a Chechenia que las publicaciones críticas que escribió", señaló Putin, para añadir que los autores de este "crimen inaceptable" serán "perseguidos y castigados".
Putin admitió que Politkóvskaya había sido una periodista sumamente crítica con el poder establecido, pero aseguró que "el grado de su influencia era insignificante en la vida política" del país, pues sus escritos sólo tenían relevancia en un sector "reducido" de la sociedad. Recalcó que el "asesinato de esta mujer, de esta madre, se dirige contra nuestro país". No hubo, en cambio, respuesta al alegato en favor de la libertad de expresión pronunciado previamente por Merkel.
Dos textos sobre su asesinato
Un asesinato en Moscú/Nina Jrushcheva, profesora de asuntos internacionales en la New School University; autora de un libro de inminente publicación sobre Vladimir Nabokov
Tomado de LA VANGUARDIA, 10/10/2006
Es hora de poner fin a la ficción de que la dictadura del derecho de Putin hizo que la Rusia poscomunista fuera menos anárquica. El asesinato de Anna Politkovskaya, una de las mejores y más valientes periodistas de Rusia, una mujer que se atrevió a exponer los asesinatos brutales cometidos por las tropas rusas en Chechenia, es la prueba final de que el presidente Putin no hizo más que ofrecer una dictadura común y corriente, con el habitual desprecio de la ley.
Es oportuno que el mundo, particularmente Europa, tenga en cuenta esta aceptación. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania está elaborando una política sobre las relaciones ruso-alemanas que hará culto a la indiferencia frente a la ilegalidad de Putin. Pero la indiferencia se vuelve apaciguamiento cuando alienta a Putin a implementar su modalidad anárquica en la arena internacional, como en su actual campaña para asfixiar a la economía de Georgia.
El asesinato de Politkovskaya ha generado una sensación pavorosa de déjà vu:al igual que ¿ES INTELIGENTE consentir en silencio que se construya una Rusia que arraiga en su entorno una forma de diplomacia criminalizada? en el apogeo de la KGB, la gente simplemente desaparece en la Rusia de Putin. El asesinato de Politkovskaya es la tercera muerte con ribetes políticos en tres semanas. Enver Ziganshin, principal ingeniero de BP Rusia, fue asesinado con un arma de fuego en Irkutsk el 30 de septiembre. Andrei Kozlov, el vicegobernador del Banco Central de Rusia, que lideraba una campaña contra el fraude financiero, fue asesinado el 14 de septiembre.
El hecho de que el fiscal de Rusia, el general Yuri Chaika, se haya hecho cargo de la investigación del asesinato de Politkovskaya, como lo hizo con el homicidio de Kozlov, no genera esperanzas. De hecho, la participación del nivel más alto del Gobierno ruso es casi una garantía de que nunca se encontrará a los asesinos.
El asesinato de Politkovskaya es un augurio particularmente lúgubre si uno tiene en cuenta que era una crítica enérgica del presidente de Rusia. En sus artículos para uno de los pocos diarios independientes que quedan en Moscú, Novaya Gazeta,y en sus libros Putin´s Russia: Life in a failing democracy (La Rusia de Putin. La vida en una democracia en crisis) y A dirty war: A Russian reporter in Chechnya (Una guerra sucia. Una reportera rusa en Chechenia), Politkovskaya escribió sobre la disipación de las libertades, que es la marca de identificación de la presidencia de Putin. Como queda demostrado por el exilio de los ex empresarios mediáticos Boris Berezovsky y Vladimir Gusinky, y la encarcelación del magnate petrolero Mijail Jodorkovsky, tres destinos aguardan a los enemigos de Vladimir Putin: el exilio, la cárcel o la tumba.
No estoy acusando al Gobierno de Putin del asesinato a sueldo de Politkovskaya. Después de todo, como periodista de investigación enfureció a muchas personas, entre las que se encuentra, nada menos, que el actual primer ministro checheno, Ramzan Kadirov, a quien ella acusó de implementar una política de secuestros extorsivos. Pero el Gobierno debería haberse asegurado de que nada malo le pasara.
La Rusia de Putin ya ha perdido a doce periodistas prestigiosos, asesinados en los últimos seis años. Y ninguno de estos crímenes ha sido resuelto.
El periodo de seis años transcurrido desde que Putin llegó al Kremlin ha sido un tiempo de señales profundamente opuestas. Por un lado, el mundo ve a un líder joven y educado que promete modernizar Rusia. Por otro lado, el presidente observa en silencio mientras sus ex colegas en el servicio de seguridad FSB de Rusia (la ex KGB) no le ofrecen ninguna seguridad a los asesinados y lanzan una serie de causas de espionaje notorias contra periodistas, científicos y activistas ambientales. Entre estos neoespías figuran el periodista Gregori Pasko, el experto en control de armas Igor Sutyagin, el diplomático Valentin Moiseyev, el físico Valentin Danilov y otros. La influencia supuestamente civilizadora de ser un socio occidental - al presidir una cumbre del G-8 en San Petersburgo, por ejemplo- parece haberse disipado en la intriga del Kremlin de Putin. Rusia presenta una fachada de leyes e instituciones democráticas, pero detrás del decorado de cartón gobiernan las mismas bestias.
El peligro para el mundo es que la anarquía de Putin se está exportando. En todo el exterior cercano a Rusia, se está arraigando una forma de diplomacia criminalizada. Analicemos el intento de Putin de manipular fraudulentamente las elecciones presidenciales anteriores de Ucrania y los cargos criminales intermitentes presentados contra la líder de la oposición Yulia Timoshenko. Analicemos las regiones separatistas en Moldavia y Georgia, que sólo existen gracias al respaldo del Kremlin. Analicemos la manera en que el Kremlin intenta chantajear a sus vecinos amenazando con interrumpir su suministro de energía.
Todo policía sabe que cuando se ignora el comportamiento criminal, los criminales se vuelven más intrépidos. Es hora de que el mundo reconozca a Vladimir Putin por lo que es: un hombre que está retrotrayendo a Rusia a las sombras. De modo que el mundo hoy debe considerar la antigua máxima latina qui tacet consentere videtur - el silencio implica consentimiento- y preguntarse si es inteligente consentir en silencio la construcción que hace Putin de una superpotencia energética sin ley.
A Moscow Murder Story/Anne Applebaum
Tomado del THE WASHINGTON POST, 09/10/2006
She wasn’t charismatic, she didn’t fill lecture halls and she wasn’t much good at talk shows either. Nevertheless, at the time of her murder in Moscow Saturday, Anna Politkovskaya was at the pinnacle of her influence. One of the best-known journalists in Russia and one of the best-known Russian journalists in the world, she was proof — and more is always needed — that there is still nothing quite so powerful as the written word.
The subject of Politkovskaya’s writing was Russia itself, and in particular what she called Russia’s ” dirty war ” in Chechnya. Long after the rest of the international press corps had abandoned Chechnya — it was too dangerous for most of us, too complicated, too obscure — she kept telling heartbreaking Chechen stories: The Russian army colonel who pulled 89 elderly people from the ruins of Grozny but received no medals, or the Chechen schoolboy who was ill from the aftereffects of torture but could get no compensation. A hallmark of her books and articles was the laborious descriptions of how she tried, and invariably failed, to get explanations from hostile and evasive Russian authorities. At the same time, she had no patience for the fanatical fringe of the Chechen independence movement either.
Over the years Politkovskaya won scores of international prizes. At home she was threatened, arrested and once nearly poisoned by the same Russian authorities who refused to respond to her questions. The only official acknowledgment of her status was backhanded: In 2002, when Chechen rebels stormed a Moscow theater, she was called upon to help negotiate the release of hostages. She failed to keep them alive, and now she is dead too.
Politkovskaya was not, it is true, the first Russian journalist to be murdered in murky circumstances since 2000, when President Vladimir Putin came to power. Among the worst crimes — all, of course, unsolved — were the murders of two provincial journalists from the city of Togliatti, probably for investigating local mafia; of Paul Klebnikov , the American editor of Forbes magazine’s Russian edition, probably for knowing too much about Russia’s oligarchs; and of a Murmansk television reporter who was critical of local politicians.
Nevertheless, Politkovskaya’s murder marks a distinct turning point. There was no attempt to disguise the murder as a theft or an accident: Her assassin not only shot her in broad daylight, but he left her body in the elevator of her apartment building alongside the gun he used to kill her — standard practice for Moscow’s arrogant hit men. Nor can her murder be easily attributed to distant provincial authorities or the criminal mafia: Local businessmen had no motivation to kill her — but officials of the army, the police and even the Kremlin did. Whereas local thieves might have tried to cover their tracks, Politkovskaya’s assassin, like so many Russian assassins, did not seem to fear the law.
Nevertheless, Politkovskaya’s murder marks a distinct turning point. There was no attempt to disguise the murder as a theft or an accident: Her assassin not only shot her in broad daylight, but he left her body in the elevator of her apartment building alongside the gun he used to kill her — standard practice for Moscow’s arrogant hit men. Nor can her murder be easily attributed to distant provincial authorities or the criminal mafia: Local businessmen had no motivation to kill her — but officials of the army, the police and even the Kremlin did. Whereas local thieves might have tried to cover their tracks, Politkovskaya’s assassin, like so many Russian assassins, did not seem to fear the law.
Of course if this murder follows the usual pattern in Russia, no suspect will ever be found and no assassin will ever come to trial. But in the longer term, the criminal investigation isn’t what matters most. After all, whoever pulled the trigger — or paid someone to pay someone to pull the trigger — has already won a major victory. As Russian (and Eastern European) history well demonstrates, it isn’t always necessary to kill millions of people to frighten all the others: A few choice assassinations, in the right time and place, usually suffice. Since the arrest of oil magnate Mikhail Khodorkovsky in 2003, no other Russian oligarchs have attempted even to sound politically independent. After the assassination of Politkovskaya on Saturday, it’s hard to imagine many Russian journalists following in her footsteps to Grozny either.
çThere are jitters already: A few hours after news of Politkovskaya’s death became public, a worried friend sent me a link to an eerie Russian Web site that displays photographs of “enemies of the people” — all Russian journalists and human rights activists, some quite well known. Above the pictures is each person’s birth date and a blank space where, it is implied, the dates of their deaths will soon be marked. That sort of thing will make many, and probably most, Russians think twice before criticizing the Kremlin about anything.
And there is, at the moment, a lot to criticize. With crises brewing in Iran, Iraq and North Korea, few have had time to notice the recent escalation of the political dispute between Russia and Georgia, or to ponder the political consequences of Europe’s increasing reliance on Russian gas, or to worry much about minor matters such as the deterioration of press freedom in Russia. Critics of Anna Politkovskaya’s writing did complain, on occasion, that her gloom could be overbearing: She was one of those journalists who saw harbingers of catastrophe in every story. Still, it is hard for me not to write about her murder in the same foreboding tone that she herself would have used. It is so much like one of the stories she would have written herself.
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