Lo Inaceptable/Jean Daniel, director del Nouvel Observateur.
Tomado de EL PAÍS, 17/10/2006
Un profesor de filosofía publica un artículo en Le Figaro y, poco después, lo amenazan de muerte. De entrada, no quiero hablar del tema del artículo porque antes hay que denunciar a los autores de estas amenazas. Vivimos en un Estado de derecho en el que la libertad de expresión es fundamental y ésta tiene unos límites definidos por unas leyes a las que podemos recurrir. Cualquier muestra de debilidad en la defensa de este principio no hará más que incitar a los violentos a incrementar la presión y a tratar de ejercerla con eficacia.
Algunos de nosotros conocemos los efectos de las amenazas por la publicación de un artículo. Recordemos la guerra de Argelia, ahora que se habla tanto de ella. La familia y los amigos podían recibir amenazas. Ponían bombas en las casas. Teníamos que cambiar de dirección e incluso, a veces, en mi caso, de clínica porque temíamos que la OAS viniera a buscarnos. ¿Acaso no se trata de las mismas circunstancias? La situación actual del profesor amenazado es idéntica a la mía cuando era periodista.
Ahora, y sólo ahora, podemos decir que el artículo del profesor de filosofía Robert Redeker (publicado el pasado septiembre en Le Figaro) trata sobre el Islam y que en el título se pregunta “lo que debe hacer el mundo libre ante las intimidaciones de los islamistas”. ¿Qué debemos hacer? Sencillamente no dejarse intimidar. Recordar que esta intransigencia afecta, por supuesto, a cualquier religión. Decir que, en el país de Voltaire, hemos conquistado con gran esfuerzo el derecho a blasfemar. Recordar que en Holanda asesinaron a una cineasta por haber “ofendido al Islam”. Mostrar nuestra repulsa hacia las reacciones de los iraníes cuando se publicaron las viñetas danesas. Alegrarse de que el Papa Benedicto XVI no tuviera que pedir disculpas, aunque acertara al expresar su tristeza ante las reacciones que provocó.
Así que no sólo es recomendable hallar los medios más eficaces para luchar contra la violencia islamista sino que además es indispensable. Podemos y debemos preguntarnos si la mejor manera de frenar el islamismo es insultando al Islam. Podemos y debemos preguntarnos si es conveniente difamar al profeta Mahoma cuando queremos que los musulmanes den preferencia a aquellos mandatos del Corán que son más pacíficos y más acordes con nuestros valores.
Dirán que esto se hace diariamente con el cristianismo o el judaísmo. Crítico obstinado de los fundamentos de la religión judía, me considero autorizado a exigir lo mismo para el Islam. Aunque defienda un principio, también persigo un objetivo. Quiero conciliar la ética de la convicción con la de la responsabilidad. Y no veo qué se puede esperar de la provocación intencionada, del ataque frontal y de la desconfianza absoluta que se expresan en el artículo de Robert Redeker.
¿Qué debemos hacer, una vez más, para defendernos de las “intimidaciones de los islamistas”? Pues bien, de entrada, no olvidar que esta pregunta se la hacen millones de musulmanes en todo el mundo, sobre todo desde la revolución islámica de Jomeini. No nos cansaremos nunca de repetir que los musulmanes son las primeras víctimas del islamismo fanático. Poblaciones afables y pacíficas, hospitalarias y atentas, se ven obligadas a padecer los estragos de una violencia devastadora que, además, no duda en profanar lo más sagrado que poseen. Si aceptamos este hecho, habrá que admitir que estos millones de musulmanes son aliados naturales de nuestras concepciones de la crítica y de la libertad.
También habrá que admitir que hay que hacer todo lo posible para ayudar en su lucha a estos aliados naturales. Podemos conseguirlo, por ejemplo, recordando la vida de un profeta, Mahoma, que pasa de una espiritualidad mística a una estrategia guerrera. Maxime Rodinson, citado inoportunamente en el artículo de Le Figaro, lo convierte en una mezcla de Jesús y de Carlomagno: “Mahoma era un hombre complejo y a la vez contradictorio. Amaba el placer pero se entregaba a la vida ascética. Fue con frecuencia compasivo, aunque a veces cruel. Era un creyente devorado por el amor, aunque temeroso de su dios, y un político dispuesto a comprometerse. (…) Fue sosegado y nervioso, valiente y cobarde, lleno de doblez y sincero, conciliador y muy vengativo, orgulloso y modesto, casto y voluptuoso (…) pero había en él una fuerza que lo convertiría, ayudado por las circunstancias, en uno de los pocos hombres que han cambiado el mundo”.
Todos los musulmanes son muy conscientes de los problemas que entraña valorar los preceptos del Islam. Las reacciones que despierta el amplio margen de libertad de Occidente en sus comentarios sobre el Islam son insignificantes si las comparamos con lo que ocurre entre musulmanes en el mundo árabe y musulmán. Y en modo alguno son las piscinas mixtas ni los rostros de las mujeres liberadas del velo lo que influye cuando los musulmanes ofenden el carácter sagrado del primer día del Ramadán con atentados suicidas que provocan en Irak la muerte de 35 musulmanes chiíes al tiempo que dos mezquitas son profanadas. En los enfrentamientos entre musulmanes, durante la guerra de Irán e Irak, durante la guerra civil de Argelia, en Afganistán y en Pakistán ha habido centenares de miles de muertos sin que se haya levantado ninguna voz para llamar a la paz. Decirles a los musulmanes sus verdades implica subrayar que parecen más sensibles a las agresiones que proceden de los occidentales que a las atrocidades que se infligen a ellos mismos.
Hablo aquí de “los musulmanes”, pero me equivoco. En realidad son innumerables, diferentes, contradictorios y están divididos. Por cierto, hay que decir que han sido los intelectuales musulmanes quienes nos han incitado con más ahínco a no ceder ante los sectarios y los fanáticos. Lamentan que no les demos la palabra y que, con frecuencia, sean los más fanáticos quienes se expresen en la pantalla del televisor bajo la máscara de la apertura y de la conciliación. Los intelectuales a los que me refiero sencillamente creen que no les facilitan la tarea cuando, por una parte, se dan muestras de debilidad retirando una opera de Mozart como ha ocurrido en Berlín y que, por otra, se incurre en la irresponsabilidad de no imponer un intercambio de ideas que desplace al odio en una época en la que hay que “convivir con el Islam”. No dejemos que Tariq Ramadan dé lecciones a Robert Redeker, compañero con el que, una vez más, nos solidarizamos.
Traducción de Martí Sampons
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