5 sept 2011

Macabra caligrafía

Jesús Silva-Herzog Márquez / Macabra caligrafía
Reforma, 5 septiembre 2011).- Veo en la pantalla las imágenes. Los coches se acercan al lugar elegido, entran al casino cargando enormes tambos de gasolina. Caminan velozmente. Tienen prisa. Unos cuantos segundos después, regresan a sus coches y se alejan de un lugar al que pronto cubre el humo. Las figuras que capta la cámara no son claras pero la imaginación completa el cuadro. Tras recibir la encomienda de prenderle fuego a un negocio, los hombres cumplen la orden puntualmente. Seguramente no iban con el encargo de asesinar. Supongo que su misión era enviar una señal. Hablar con el incendio, castigar con llamas a quien había incumplido con los extorsionadores. Decirle a todos los que están
atrapados en su red de miedo que con ellos no se juega. Quienes prendieron fuego al lugar sabían que había gente dentro y seguramente anticipaban que algunos quedarían atrapados y morirían. No creo que ésa haya sido la intención. La muerte no era lo importante. El propósito era el aviso. La muerte de los otros fue simplemente la macabra caligrafía de un mensaje. Los criminales nos dejan su recado escribiendo con cadáveres.
¿Qué pasa por la cabeza de un hombre que cumple una instrucción para provocarle la muerte a otros? ¿Qué figuras invaden su imaginación? ¿Cómo puede mover, paso a paso, las palancas de esa mecánica asesina? Llenar los tambos de combustible, cargar su peso oneroso, regarlo por el piso de un lugar habitado, prender con el dedo la chispa del encendedor, lanzarlo a la humedad inflamable. ¿Escucha las voces de la gente o tapa el contacto con la voz? ¿Ve los ojos de esa mujer joven que unos segundos después será devorada por las llamas? ¿Intercambia alguna palabra con las víctimas inminentes? Imagino que la atrocidad requiere un encierro, una desconexión radical, la desactivación de los resortes elementales. Matar a decenas como si fuera un acto trivial. Actos despegados de su consecuencia: transportar líquidos, vaciarlos, prender un cerillo, arrojarlo. Salir del lugar e informar al jefe. Cumplir órdenes.
A Albert Camus le horrorizaba la aparición del crimen filosófico. La doctrina transformada en justificación del asesinato: el amor abstracto a la humanidad futura se convertía en fundamento moral de los terroristas. El otro dejaba de ser persona en su imaginación para convertirse en el símbolo odioso de la opresión. Mientras el ejecutor se acercaba a la nuca de su blanco, lograba borrar de su imaginación que ese hombre podría ser padre de dos niños, sería hijo, tendría amigos. No pensaría que había desayunado por la mañana y que seguramente tenía a alguien a quien ver por la tarde. Era simplemente un emblema del invasor, del déspota, del abusivo. Para eliminarlo tenía que arrebatarle primero humanidad en su imaginación.
Nuestros sicarios no están intoxicados de una idea radical. No buscan la liberación de un pueblo oprimido, ni la venganza de una raza explotada. Tampoco cumplen con las instrucciones de la divinidad. No son terroristas que busquen la rendición del gobierno: son mensajeros de la intimidación. Egresados emblemáticos de nuestro sistema educativo, alumnos de la impunidad, pueden entregar una carta con la misma emoción con la que activan una bomba. ¿Hay alguien que pueda explicar el mecanismo que los lleva nulificar las cuerdas elementales de la conciencia? Existe en nuestro tiempo una propensión a tachar de irrelevante, arcaica, ingenua la reflexión moral. Todo ha de canalizarse por la tubería de los estímulos y los castigos. El vocabulario de la política pública como el lenguaje exclusivo de la discusión común. No tenemos por qué desconocer que vivimos una profunda crisis moral que no puede más que agravarse. No hemos padecido, como los noruegos hace unas semanas, el embate de un loco, el ataque furioso de un fanático que de pronto descarga su ira contra una escuela. Lo nuestro es drama moral y social. Miles de jóvenes, tan jóvenes que podrían ser niños, han hecho del crimen su vida. No niego que el Estado tiene hacer lo suyo, que la ley tiene que encontrar su fuerza y su cauce, que los mecanismos de la justicia deben abrirse paso entre la violencia. Pero también tenemos que registrar el hecho de que miles de jóvenes mexicanos de hoy están dispuestos a vivir una vida corta donde la complicidad de la violencia es su único albergue. ¿No debemos hablar de eso también?
Hace 50 años, la filósofa Hannah Arendt, al ver que un genocida al servicio del régimen nazi era, en realidad, un burócrata ordinario, acuñó una frase que provocaría escándalo. Habló entonces de la "banalidad del mal". Eso veía en un hombre que no era un monstruo con cuernos y ojos de fuego. El genocida capturado y sometido a juicio era un burócrata aburrido que simplemente cumplía órdenes. Acataba instrucciones superiores sin hacerse cargo que la consecuencia de su lealtad administrativa era la muerte de miles. Ésa era la conclusión de Arendt:
el mal triunfa cuando es capaz de eliminar en los otros la capacidad de pensar, de evaluar, de ponderar moralmente sus acciones. Esa cancelación del pensamiento se extiende entre nosotros. Una crisis de Estado es, inevitablemente, una crisis moral.

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Twitter: @jshm00

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