16 feb 2013

La renuncia de un Pontífice/Rafael Navarro-Valls


La renuncia de un Pontífice/Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Canónico y autor de ‘Entre el Vaticano y la Casa Blanca’
El Mundo | 12 de febrero de 2013

La renuncia de Benedicto XVI es, desde luego, una novedad mediática de primera magnitud . Debo confesar, no obstante, que a mí no me ha sorprendido en exceso. En primer lugar, el propio papa Ratzinger había declarado no hace mucho a un periodista alemán que entendía como derecho –y a veces deber- que el Papa dimitiera cuando piense que no se encuentra capaz física, mental o espiritualmente para desarrollar sus obligaciones. Es cierto que, en buena medida, condicionaba esa posible renuncia a que no hubiera una situación tan excepcional que fuera interpretada como una «huida» ante una «situación difícil». Tal vez eso hubiera pasado si la renuncia se hubiera dado en pleno vatileaks o cuando explotaron los casos de paidofilia. No es el caso. Benedicto XVI ha elegido un momento tranquilo de su pontificado. Siempre, claro está, que existan momentos de sosiego en un cargo que es el mayor centro de poder espiritual de la tierra. La segunda razón es que Benedicto XVI es el quinto Papa de mayor edad en el cargo en toda la historia de la Iglesia. De ahí que haya ponderado – según sus palabras, «en la presencia de Dios»- que era el momento de dejar paso a alguien más joven y con mayores reservas físicas para asumir el enorme peso del pontificado.

Para los juristas la renuncia de Benedicto XVI es una novedad de facto pero no de iure. Quiero decir que históricamente los casos de renuncia al pontificado han sido escasos. En realidad, desde mi punto de vista, probablemente solo uno: Celestino V. Los otros supuestos que suelen aducirse -estoy de acuerdo con Piotr Majer- son de carácter legendario, de renuncias forzadas, o bien de personas con dudosa condición papal (antipapas). El caso de Celestino V es distinto y creador de un precedente legal que ha seguido vigente hasta ahora. Tal vez por eso convenga detenerse en él, pues aclara el carácter perfectamente ajustado a derecho de la renuncia de Benedicto XVI. Sintetizando mucho, Pedro Angelari de Morrone fue elegido Papa en julio de 1294. Estaba tan ajeno a esta elección de los cardenales, que estos tuvieron que trepar hasta una cumbre de los montes Abruzzos para transmitirle la noticia. Conviene advertir que Pedro era monje y vivía en soledad en una ermita desde hacía cincuenta años. El susto y la sorpresa de Morrone debieron ser mayúsculos: de ahí que solo con mucha dificultad pudo ser convencido. Celestino V -que este nombre eligió- era piadoso, dócil, lleno de buena voluntad…»pero no tonto». Pronto se dio cuenta de que el cargo superaba a sus cualidades. En diciembre de 1294 leyó una bula de renuncia y murió dos años más tarde. Fue canonizado en 1313.
Su renuncia fue acompañada de polémica acerca de la facultad de un Papa para dimitir. El debate fue zanjado por su sucesor Bonifacio VIII que, en una famosa decretal -una disposición legal eclesiástica-, justificó la renuncia de su predecesor siempre que lo hubiera hecho libremente. Esta decisión históricamente fue aceptada como precedente legal, de modo que el canon 332 & 2 del vigente Código de Derecho Canónico dispone : «Si aconteciere que el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie». Repárese que la norma no expresa causa alguna que el Papa deba aducir para renunciar. En teoría, por tanto, sería válida una renuncia sin expresión de motivos. Ya se entiende que eso no sería bien comprendido. Por ello Benedicto XVI ha manifestado que «he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino», añadiendo que «mi vigor ha disminuido de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».
Por lo demás, en su decisión claramente han concurrido las dos circunstancias que el Derecho canónico exige para la validez de la renuncia: libertad y manifestación formal de la decisión. Lo primero, pues la libertad de renuncia no aparece limitada por circunstancia alguna que disminuya el pleno juicio del Pontífice ni viciada por miedo grave, dolo o violencia física. La segunda, ya que la manifestación de su voluntad ha sido clara e inequívoca. Así, pues, el 28 de febrero Benedicto XVI pasará a ser un Papa emérito (por la novedad suena raro, pero así es), con algunas peculiaridades que, en este foro no estrictamente técnico, hago gracia al sufrido lector.
Probablemente de mayor interés son algunas situaciones que han atraído enseguida la atención de los medios. Por ejemplo, ¿qué pasará con la convivencia de dos Papas, el que sea elegido y el emérito? Mi impresión es que no pasará nada. Si comparamos la situación del depositario del mayor espiritual de la tierra (Vaticano) con el depositario del máximo poder político (Casa Blanca), la convivencia entre dos presidentes USA (el emérito y el efectivo) raramente ha producido especiales problemas. En el caso de Benedicto XVI es proverbial su prudencia que, unida a su excepcional inteligencia, evitará cualquier interferencia en el gobierno de la Iglesia. Piénsese que, con su renuncia, cuando sea efectiva, el Papa perderá todo su poder primacial. Además, como observa la doctrina jurídica, una vez que sea firme la renuncia, el Papa no puede ya revocarla ni recuperar la potestad que antes tenía. Esto es, no puede ser un potencial competidor, más o menos difícil.
La segunda cuestión es qué pasará a partir de las 20.00 horas del 28 de febrero. La contestación está contenida en la norma que regula el proceso de elección de un nuevo Papa. En ella (Constitución Universi Dominici gregis) se prevé que la situación de Sede vacante se produce no solamente con la muerte del Papa sino también con su renuncia, es decir, cuando «por cualquier causa o razón quede vacante la Sede Romana». A partir, pues, del día 28 se dispara el mecanismo de sucesión y elección de un nuevo Papa .
Durante este período y hasta la nueva elección, la dirección de la Iglesia está confiada al Colegio de cardenales, pero sin los poderes que tendrá el futuro Papa elegido. Es decir, y por ejemplo, los cardenales no pueden modificar ninguna de las leyes dictadas por el Papa emérito. Cesan en el ejercicio de sus cargos todos los Jefes de los Dicasterios de la Iglesia (algo así como los ministerios en sede civil) y todos sus miembros. Existen algunas excepciones: el cardenal Camarlengo, el Penitenciario Mayor (alguien tiene que poder levantar las sanciones graves reservadas a la Santa Sede) , el cardenal Vicario General de la diócesis de Roma, el sustituto de la Secretaria de Estado y los nuncios.
Hasta entonces, conviene cautelarse ante los calculadores que entran en el juego de la lotería papal o comienzan a intentar tejer la tela de araña que entienden rodea al cónclave. Lo cual -ya lo dije en otra ocasión- no significa prescindir de la experiencia de anteriores elecciones y de las lecciones de la Historia pues la intervención del Espíritu Santo en la elección del obispo de Roma se opera a través de complejos mecanismos en los que se entrecruzan las virtudes y las pasiones humanas. En todo caso, la decisión de Benedicto XVI es digna de respeto y honra a uno de los Papas de mayor peso intelectual que ha tenido la Iglesia católica.

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