16 feb 2013

La renuncia de Benedicto XVI/ Juan Manuel de Prada


La renuncia de Benedicto XVI/ Juan Manuel de Prada, escritor
ABC |12 de febrero de 2013

 Señalaba Gustave Thibon que, cuando las instituciones son fuertes e inamovibles, están por encima de las personas que las representan, a las que sostienen; en nuestra época, caracterizada por el debilitamiento de las instituciones, muchas veces son las personas las que sostienen las instituciones. Dante, por ejemplo, pudo permitirse el lujo de incluir en el elenco de condenados al «che fece per viltade il gran rifiuto», refiriéndose tal vez a Celestino V, que renunció a la tiara pontificia (y que, sin embargo, luego sería elevado a los altares), sin que por ello se menoscabara el prestigio del papado. Hoy, a diferencia de lo que ocurría en tiempos de Dante, tiende a encumbrarse a las personas que encarnan el papado, a veces con fervorín idolátrico; pero tales excesos ditirámbicos –tan vacuos– ocurren mientras los enemigos de la Iglesia se emplean mucho más eficazmente en desprestigiar la institución.

La renuncia de un Papa es un hecho de extrema gravedad y un motivo de profunda preocupación para los católicos conscientes; y quien diga lo contrario miente. El derecho canónico contempla este supuesto; y se sabe, por ejemplo, que algunos Papas de los últimos siglos contemplaron tal posibilidad: así, por ejemplo, Pío XII, que llegó a redactar un documento ológrafo con la orden de publicar su renuncia si Hitler llegaba a consumar su secuestro, para asegurar la libertad de la Iglesia; y algo semejante hizo Pío VII, cuando más apretaba Napoleón.
Pero la renuncia de Benedicto XVI reviste circunstancias muy distintas; y también muy llamativas, después de que gran parte del pontificado de Juan Pablo II transcurriera entre el griterío farisaico del mundo, que reclamaba su renuncia, ante las muestras de deterioro físico causadas por los años y las dentelladas feroces de la enfermedad. Resulta, sin embargo, innegable que aquella resistencia heroica de Juan Pablo II en el timón de la barca de Pedro tuvo efectos negativos para el gobierno de la Iglesia, confiado a personas que no siempre actuaron con la diligencia debida. Probablemente, Benedicto XVI no quería que los últimos años de su pontificado, ante un previsible decaimiento paulatino de su fortaleza física, quedas e n marcados por el desgobierno de la Iglesia; sospechamos que las tribulaciones vividas con los escándalos causados por los casos de pederastia o por el robo de papeles confidenciales en los mismísimos Palacios Apostólicos han sido determinantes en esta decisión excepcional.
Escribo estas palabras consternado; si dijese lo contrario, estaría mintiendo a mis lectores. Creo en la naturaleza sobrenatural del ministerio petrino; creo que el Papa goza de una asistencia de la gracia divina única y especialísima, como vicario de Cristo en la tierra; y creo que la voluntad personal de un Papa declina ante la misión que le ha sido asignada. Así lo defendí durante muchos años, en decenas de artículos que escribí alabando la heroicidad de Juan Pablo II, cuando desde diversas instancias mundanas se reclamaba su renuncia. Como el propio Benedicto XVI proclamaba en el Ángelus del 10 de febrero de 2013, apenas un día antes de sorprendernos con este anuncio, «la experiencia de Pedro, ciertamente singular, es también representativa de la llamada de todos los apóstoles del Evangelio, que no debe nunca desalentarse en anunciar a Cristo a todos los hombres, hasta los confines del mundo. (…) El hombre no es autor de su propia vocación, sino que da respuesta a la propuesta divina; y la debilidad humana no debe tener miedo si Dios llama».
La renuncia de Benedicto XVI no podemos interpretarla, sin embargo, como una muestra de miedo o debilidad. Si ha decidido renunciar no es porque así lo quiera su voluntad, sino porque se ha visto incapaz de sobrellevar la misión que le fue asignada y considera que el bien de la Iglesia así lo exige. No olvidemos que las instituciones no las sostienen las personas; y tampoco que a la Iglesia, institución de origen divino, le ha sido asegurada la asistencia del Espíritu Santo hasta el fin de los tiempos.

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