La
soterrada y peligrosa cobardía/Luis del Val, escritor.
ABC
|2 de octubre de 2014
Uno
de los recuerdos más dolorosos que conservo de mis primeras experiencias
laborales fue asistir, con una evidente falta de coraje, a un acoso laboral
perpetrado sobre una compañera de trabajo. En aquel tiempo yo hacía prácticas
en una emisora de radio, de cuyo nombre no quiero acordarme, como lo que hoy
llamaríamos «becario», pero que entonces significaba trabajar sin cobrar. Una
locutora de continuidad tuvo un enfrentamiento con el director y, como venganza
laboral, la sometieron a un horario humillante y destrozador de la vida
privada. La hacían acudir a las 7 de la mañana, concluía el turno a las 9; la
volvían a convocar a las 11, le daban libertad a las 13.00 para volverla a
convocar a las 15.00, y así hasta cumplir las ocho horas diarias, de manera que
no pudiera disponer de un amplio espacio de su vida privada. Es lo que hoy
llamaríamos «mobbing», en castellano, acoso laboral. Ante aquella situación
injusta, intenté mostrar en voz alta mi disconformidad, pero enseguida vino uno
de los veteranos que, paternalmente, me llevó a la cafetería más próxima, alabó
mi integridad, expresó su confianza en mis cualidades periodísticas y me
aconsejó que no me metiera en asuntos de los que no tenía todos los datos y que
podían perjudicar mi continuación en la emisora.
A
partir de entonces, asistí con dolor y la correspondiente cobardía a la
ceremonia de la repulsa, a contemplar cómo las chicas de administración que,
antaño, salían con la víctima a tomar un cafelito se distanciaban sin disimulos,
mientras los compañeros de locutorio procuraban no intercambiar largas
conversaciones con ella. Fue allí, en esa emisora de provincias, donde
contemplé en vivo y en directo la puesta en práctica de lo que los griegos
llamaban ostracismo, mientras la advertencia del veterano fue abrazada por mí
para disfrazar mi falta de coraje.
Han
pasado muchos, muchísimos años, y todavía me arrepiento de haber sido cómplice
de esa injusticia, de haber caído en el terrible pecado de la omisión.
El
acoso laboral sigue siendo algo normal y coetáneo, y continúa llevándose a cabo
con toda impunidad, merced a la pusilanimidad de los compañeros del
martirizado, a su amilanamiento, o sea, digámoslo claro, a su canguelo. Y eso
que existen sindicatos y un sistema que llamamos democrático.
Nuestra
sociedad atraviesa un largo periodo de soterrada y peligrosa cobardía, que se
muestra evidente y descarnado en muchas circunstancias. Me contaba un amigo
abogado que, en los procesos relacionados con los accidentes de tráfico, uno de
los problemas más terribles es la renuencia de los testigos del accidente a
proporcionar su identidad y, aun en el caso de que la hubieran aportado en el
momento emocional del suceso, luego, a la hora de requerirles, se muestran
reacios, achacan a su falta de memoria y a su confusión el miedo a
comprometerse. «¡Uf! Tener que asistir a un juicio. Reformar la agenda personal
por las citaciones. Enfrentarte a alguien que puede convertirse en un peligroso
enemigo. Quita, quita». Y se quitan de en medio.
Son
frecuentes las reclamaciones en la prensa sobre la petición de posibles
testigos de un atropello, donde ha fallecido una persona. Pero ni siquiera la
muerte es capaz de neutralizar esta comodidad, este egoísmo, esta desazonante
falta de compromiso social, si supone un fastidio por muy leve que sea.
Otro
de los aspectos donde me deslumbra la inacción es en los complejos casos de
maltrato doméstico. Porque no todas las mujeres maltratadas están solas en la
vida. La mayoría de ellas tienen padres, hermanos, amigos, amigas… Creo que mi
hija Calíope, si mi yerno fuese uno de esos monstruos machistas, en lugar de
ser la persona bondadosa y sensible que es, me lo contaría. Y yo no
retrocedería, en un primer tiempo, miles de años de civilización, pero dejaría
claro que mi vida estaba dispuesto a perderla en favor de una de las personas
que más quiero. Y lo mismo obraría en el caso de una hermana, y aun en el de
una amiga íntima. Me extraña esta silente atmósfera de la familia de la
maltratada, y no porque reclame la justicia por mano propia, ni mucho menos,
pero, aun confiando en la Justicia, también es preciso transmitir al bellaco la
definición de que la maltratada no es un personaje desamparado, un ser
abandonado en el camino cuyos despojos nadie va a reclamar, sino un ser vivo
con vínculos fuertes, con lazos estrechos, y que eso puede desarrollar
reacciones a lo peor no sospechadas por el verdugo.
Y,
siguiendo en este pesaroso camino del muestrario deleznable de nuestro
apocamiento generalizado, llegamos a la escuela.
Llevo
contabilizados media docena de suicidios, en el último año, entre niños y
adolescentes, y eso que hay un pacto no escrito en la prensa para no airear con
exceso estas circunstancias. Pero algunas han sido tan debidamente anunciadas,
tan clamorosas, que los medios no han tenido más remedio que dar cuenta del
trágico final. En todos los casos hay una constante que se repite, lo que
podríamos denominar el modus operandi. Confesión de el/la escolar a sus padres
sobre el acoso. Entrevista de los padres con los educadores. Reacción simplista
de los profesores, achacando a que esas cosas siempre suceden, y son «cosas de
chicos». Incremento del acoso por parte de los verdugos, al comprobar que no
hay ninguna consecuencia por su acción. Acoquinamiento de la víctima, que, al
ver que no se puede cambiar la situación, renuncia a la queja y cae en la
depresión. Deriva insoportable incluso para un adulto que deriva hacia la
maniaco-melancolía, y salida trágica por la puerta del suicidio. Un suicidio
que se produce por la pereza de los profesores a enfrentarse con los padres de
los maltratadores; por la omisión del director que tampoco quiere meterse en
líos que él cree que se solucionan por sí solos, y por la pasividad de los
padres que ante sus preguntas al hijo/a se tranquilizan pensando que ya todo ha
pasado. Pues bien, el tutor del alumno, los profesores y el director son
cómplices de la muerte del escolar por su patente y evidente cobardía, por su
miedo, por su descompromiso, por su evidente falta de coraje.
Pero
que nadie tire la primera piedra. Que cada uno de nosotros reflexione sobre los
momentos en los que la medrosidad, revestida de diversas excusas, ha presidido
su deleznable comportamiento. Que cada uno repase cuándo dejó de dar un paso al
frente, y retrocedió apocadamente hacia atrás, y dejó sin ayuda a quien la
merecía, simplemente por ser un prójimo. Que cada uno contabilice cuántas
veces, en lugar de demostrar una brizna de arrojo para defender a los demás,
nos callamos con pusilanimidad para «no meternos en líos», y verá que no somos
gente ejemplar.
Yo
dejé de serlo cuando le volví la espalda a aquella chica, unos pocos años mayor
que yo, y asistí con dolor, pero achantado, a un desprecio injusto coreado por
sus propios compañeros. Han pasado muchos años y todavía me duele. Tanto como
observar esta generalización de la soterrada y peligrosa cobardía que se ha
instalado entre nosotros, con tanta naturalidad que, dentro de poco, ser
cobarde ya no será un demérito, sino pertenecer a la normalidad. Como decía Jean
Paul Sartre, «los cobardes son los que se cobijan bajo las normas».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario