Cuenta
atrás para el Estado Islámico/Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Alicante.
El
País | 1 de octubre de 2014
El
día D y la hora H contra el Estado Islámico (EI) se han hecho esperar, pero
finalmente han llegado. Durante un año y medio, esta internacional del terror
ha logrado extender sin obstáculos reseñables sus tentáculos por Siria e Irak
aprovechando la progresiva descomposición de ambos países. Para ello ha contado
con la connivencia de buena parte de las potencias regionales, que han
tolerado, o directamente alentado, a este grupo terrorista transnacional
siguiendo la lógica del enemigo de mi enemigo es mi amigo.
Para
las petromonarquías árabes, que han financiado con generosidad a los grupos
armados salafistas, se trataba de frenar a Irán, su bestia negra y principal
aliado de Bachar el Asad. Por su parte, Turquía, que ha permitido que sus
fronteras se convirtieran en un coladero de yihadistas, pretendía impedir que
el Kurdistán sirio afianzara su autonomía. Siria, a su vez, permitió que el EI
se instalase en su territorio confiando en que su presencia fragmentase las
filas rebeldes. De esta combinación de factores surgió una tormenta perfecta
cuyas principales beneficiadas fueron las huestes del EI, que llegaron a
creerse su propia propaganda y anunciaron el advenimiento de un nuevo califato.
Los
recientes ataques contra los bastiones yihadistas en Siria e Irak parecen
indicar que este periodo de gracia ha llegado a su fin. La pregunta que flota
en el aire es por qué ahora y no antes. Cuesta comprender por qué se ha tardado
tanto tiempo en reaccionar y por qué se ha permitido que la situación se
deteriorase hasta tal punto. Una de las pocas cosas claras entre tanta nebulosa
es que el EI ha aprovechado este precioso tiempo para ganar músculo y
transformarse en una amenaza global. Debe tenerse en cuenta que este grupo
lleva imponiendo su ley y aterrorizando a las poblaciones locales desde hace
meses mientras las potencias occidentales miraban hacia otro lado. Sus éxitos
sobre el terreno de batalla han provocado un verdadero efecto llamada de
combatientes curtidos en Afganistán e Irak, así como de aprendices de mártires
deseosos de dar sentido a sus vidas inmolándose en el camino de Allah. La
brutal persecución de las minorías confesionales parece haber despertado a la
comunidad internacional de su letargo, pero ha sido la decapitación de dos de
sus nacionales la que ha obligado a Estados Unidos a pasar a la acción. Queda
por dilucidar si este fue un desafío intencionado por parte del EI o un mero
error de cálculo, pero lo que es evidente es que ha abierto la caja de los
truenos e iniciado la cuenta atrás para la erradicación del movimiento.
Hoy
en día, las potencias regionales e internacionales denuncian sin ambages la
brutalidad de sus métodos y su ambición sin límites. Esta sensación de amenaza
compartida ha permitido el establecimiento de una amplia coalición de 40 países
capitaneada por Estados Unidos que, además, cuenta con una nutrida presencia de
países árabes. Si bien es cierto que la Administración de Obama es consciente
de que los ataques aéreos serán incapaces de destruir por completo al EI, lo
que intenta al menos es reducir al máximo su capacidad bélica. En términos
pugilísticos, lo que pretende es llevarle contra las cuerdas, lo que implica,
además de golpearle sin pausa, cortar sus vías de financiación, impedir la
llegada de yihadistas y evitar su rearme. En definitiva: ponerlo a la
defensiva. Para ello no sólo será necesaria la colaboración con los países
árabes que se han sumado a la coalición, sino que también será imprescindible
el concurso de los peshmergas kurdos, los rebeldes sirios y las grandes tribus
de la zona, que ya tuvieron un papel destacado en la expulsión de Al Qaeda de
Irak en 2007. Sólo la conjunción de los ataques aéreos y la presión terrestre
puede, si no derrotar al EI, al menos reducirla a su más mínima expresión. El
precio a pagar será inevitablemente alto, puesto que los yihadistas podrían
dispersarse y optar por desestabilizar algunos países de la región y, en
particular, Líbano y Jordania, los dos eslabones más débiles de la ecuación.
El
presidente Obama ha advertido que la guerra contra el EI será larga, entre
otras cosas porque despierta más incertidumbres que certezas. Una de las
principales incógnitas por despejar es a quién beneficiarán y a quién
perjudicarán los ataques. Aunque parece evidente que el EI será la principal
víctima, no está claro quién ocupará el vacío que deje. La coalición
internacional ha anunciado que trabajará con las fuerzas rebeldes moderadas, en
una clara alusión a un Ejército Sirio Libre que no ha dejado de perder
posiciones ante el avance de las fuerzas yihadistas hasta convertirse en un
rosario de grupos sin un liderazgo centralizado y que, para más inri, depende
por entero de la ayuda saudí y catarí. Hoy por hoy parece poco factible que
dichas fuerzas tengan capacidad para hacerse con el control de aquellas zonas
de las que el EI sea expulsado.
Aunque
Estados Unidos no esté dispuesto a reconocerlo, el principal beneficiado de
estos ataques podría ser el régimen de Bachar el Asad. Junto a las posiciones
del EI, la coalición internacional está golpeando al Frente Al Nusra, la
franquicia local de Al Qaeda. Así las cosas, el Ejército sirio podrá deshacerse
de dos de sus más importantes rivales y afianzar los avances alcanzados en los
últimos meses. La intervención de Estados Unidos podría tener un carácter
providencial para el régimen sirio, que, a pesar de todas las atrocidades que
ha cometido, no tiene reparo en seguir presentándose como un mal menor y, sobre
todo, como una barrera de contención al movimiento yihadista. En todo caso, por
el momento no hay indicios de que la ofensiva contra el EI pueda ser un
preámbulo para la rehabilitación internacional de El Asad, al que la mayor
parte de la comunidad internacional sigue considerando como un indeseable
criminal de guerra.
Aunque
la tarea más urgente es evitar que siga creciendo, el combate contra el EI no
sólo debería limitarse a su dimensión militar. Además de cortar sus vías de
financiación, también debería ponerse un énfasis especial en impedir que las
potencias regionales, y en particular Arabia Saudí e Irán, prosigan su
peligrosa guerra fría, que ha creado el ambiente propicio para su avance. De un
tiempo a esta parte, la instrumentalización de la religión por parte de sus
gobernantes ha llegado hasta extremos intolerables convirtiéndose en una
pantalla de distracción para despistar a sus poblaciones de los graves
problemas de índole política, económica y social que padecen. Esta arriesgada
apuesta ha sumido al conjunto de la región en una incontrolable espiral de violencia.
Quizás haya llegado el momento de ponerle fin.
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