4 abr 2015

Las siete últimas palabras/Antonio Hernández-Gil,

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu..“
Las siete últimas palabras/Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 ABC | 3 de abril de 2015
Siete de abril de 1786, Viernes Santo. En los muros, ventanas y columnas de la catedral vieja de Cádiz, la iglesia de la Santa Cruz, penden negras cortinas prolongando el tiempo de perdón de la Cuaresma. Solo una lámpara rompe la oscuridad cuando, a mediodía, se cierran las puertas. Comienza entonces a sonar una orquesta: no menos de cuatro violines primeros, cuatro violines segundos, dos violas, dos violoncellos, dos contrabajos, dos flautas, dos oboes, dos fagots, dos trompas, dos trompetas y timbales, atacando un acorde de re menor que enlaza con otro de séptima disminuida sobre la sensible seguido de un silencio que suspende la resolución de la disonancia y presenta el misterio. Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz han comenzado. Pocos meses antes, un anónimo canónigo gaditano o el sacerdote José Sáenz de Santamaría, natural de Veracruz, que la historia es esquiva, le habrían encargado a Haydn una obra para acompañar la Devoción de las tres horas de la agonía de Cristo, práctica religiosa originada en las misiones jesuíticas del Perú. Cádiz era ese día el centro del mundo.

las-siete-ultimas-palabrasEl diseño del primer compás –cinco notas– inicia el rito. Haydn utiliza ese tipo de células rítmico-armónicas para introducir cada uno de los siete adagios que simbolizan las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz escritas en latín, al inicio de cada partitura, para orientar el espíritu de los músicos. No son melodías; son motivos breves de uno o dos compases sobre los que el compositor desarrolla la forma sonata que da sentido a cada una de las palabras. Haydn era consciente del riesgo de la lentitud en una hora de música demorada hasta alcanzar el movimiento final del terremoto con que tierra y cielo, rasgándose, acusan la muerte cumplida de Cristo en el Gólgota. El que luego sería su biógrafo, Georges August Griesinger, al publicarse en 1801 la versión para coro y orquesta de la obra, pone en boca de Haydn la siguiente escenografía del encargo hecho quince años antes: «Después del preludio, el obispo se subía al púlpito, pronunciaba una de las siete palabras y la comentaba. A continuación bajaba y se postraba delante del altar. La música llenaba ese tiempo. El obispo subía de nuevo al púlpito y bajaba, dos, tres veces, y así sucesivamente. Y cada vez la orquesta intervenía al final de su plática. He tenido que tomar en cuenta esta situación en mi obra. No era fácil la tarea de hacer que se sucediesen siete adagios, cada uno de aproximadamente diez minutos, sin fatigar al oyente».
De la extraordinaria sensibilidad con que Haydn expresa el símbolo de la Pasión nunca hubo dudas. Ni fue casual que su composición original fuera la de orquesta, sin texto para una música que debía llenar la meditación sobre las palabras de Cristo desde el fondo del corazón. El propio Haydn, en una carta a su editor de Londres en abril de 1787, explica que «cada sonata, cada texto, queda expresado por los únicos medios de la música instrumental de modo que necesariamente despierte la mayor impresión en el alma del más inexperto de los oyentes». Lo confirma su amigo Maximilian Stadler, a quien Haydn consultó cómo cumplir el singular encargo dando variedad a los siete adagios a partir de motivos simples emocionalmente ligados a las palabras que, fuera de la música, debían conducir el flujo sonoro desde algún lugar del cielo de las ideas. La honda religiosidad y la maestría de Haydn en el desarrollo temático obraron el milagro. Con su autoría o su aprobación siguieron otras versiones: una para cuarteto de cuerda, otra para piano y finalmente, en 1796, la de coro y orquesta. Todas se editaron en vida de Haydn y se interpretaron con gran éxito. En Cádiz se conserva la memoria viva del acto, aunque no su registro documental. Durante el siglo XIX se hizo costumbre interpretar las siete últimas palabras en la iglesia recién remozada de la Santa Cueva, en su versión reducida para cuarteto de cuerda. Hasta el punto de que algunos sostienen que fue allí donde la obra se estrenó en 1786, pese a que Haydn refiere expresamente que el encargo le fue hecho para la catedral y con la dificultad de imaginar en el pequeño oratorio subterráneo que entonces era la Santa Cueva una orquesta de unos veinticinco intérpretes, más la coreografía del sacerdote dirigiéndose desde el púlpito a un puñado de fieles atronados por el fragor del terremoto a centímetros de distancia. La hipótesis de que lo allí estrenado fuera la versión para cuarteto de cuerda es musicológicamente inverosímil, porque esa versión procede de la de orquesta y carece del diálogo entre los instrumentos característico de la música de cámara de Haydn: sólo después de estrenarse en Cádiz la versión original se publicaron entre la primavera y el verano de 1787, en Londres y Viena, las partituras para orquesta, cuarteto y piano.
Desde entonces, muchas performances han unido la música de Haydn y las palabras entresacadas de los Evangelios. El 1 de abril de 1988 el cuarteto Wermer interpretó la obra en Chicago para la radio y luego multiplicó los conciertos, variando los predicadores que comentaban las siete palabras, para finalmente registrarlos como Ecos desde el Calvario, con los discursos de Martin Luther King Jr., Raymond E. Brown o Jean Bethke Elshtan unidos a las notas. En marzo de 2002 la Filarmónica de Viena tocó la versión orquestal en Nueva York, gratis y sin director, como homenaje a las víctimas del 11-S. Tantas mujeres y hombres unidos por un pulso común, hilvanados sus corazones sobre el tapiz de la historia alrededor de una pregunta sin respuesta, única por quien la hizo, en el centro geográfico de la obra y del misterio: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? La cuarta sonata está escrita en el tono sombrío de fa menor y de nuevo un silencio tras el motivo inicial subraya la espera sin desesperanza.
La memoria de la música y de la Pasión así entrelazadas es universal. La crucifixión –la deliberada deshumanización del hombre– no ha cesado nunca. Tampoco la llamada a la redención. Eco por eco, un poeta americano recientemente fallecido, Mark Strand, recitó también en 2002 su versión de las siete últimas palabras junto al cuarteto Brentano en una pequeña capilla de Houston, conocida como la capilla Rothko por las catorce pinturas de este artista que penden de su estructura octogonal, curioso trasunto de la Santa Cueva. Strand afila la geometría de su voz cantando ese «mar de infinita transparencia, de absoluta calma, un lugar de inicio constante que contiene dentro de él lo que ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mano ha tocado, lo que no se ha elevado en el corazón de hombre», para acabar confesando, desde el fondo de su incredulidad, que «a ese lugar, al guardián de ese lugar, yo me encomiendo». Resuena así la séptima y última palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. El misterio es más fuerte que la fe; o que la falta de fe.
Cádiz recuerda cada Semana Santa aquellos hermosos sonidos despojados de la presencia de Dios pero con la impronta de su huella. Una escalera tendida hacia la luna y las estrellas, hacia el arpa apagada en la distancia bajo el viento de la noche, donde yacen las armonías que nadie ha escuchado y que tal vez expliquen la oscuridad del sufrimiento y de la muerte, o la hagan más soportable. La música, que es tiempo habitado, no basta para llenar tanto silencio. La pregunta – Eli, Eli, lama sabachthani– despliega rítmicamente sus alas para elevarse contra la brisa del mar infinito, al borde de la ciudad, sobre el abismo de las almas. El consuelo sigue esperando más allá.

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