The
New York Times | publicado en ingles el 17 de junio de 2015 con el titulo: Who Owns Soccer?
Luego
de que Sepp Blatter abandonara el escenario tras renunciar a la presidencia de
la FIFA, Domenico Scala, el funcionario a cargo de supervisar la elección de su
reemplazo, subió al podio. En reconocimiento implícito del furor que desató la
partida de Blatter — los arrestos de siete funcionarios del fútbol en Zúrich
acusados de corrupción la semana anterior — Scala dijo que la decisión de
Blatter “nos da la oportunidad de ir hacia donde la FIFA nunca ha ido — un
cambio fundamental en su estructura”. Scala también describió el anuncio de
Blatter como “valiente”, diciendo: “Sé que ha actuado de corazón, pensando en
qué es mejor para la FIFA y el fútbol. Tengo un enorme respeto por el
presidente y su apoyo a una reforma al interior de la FIFA.”
Fue
una escena confusa. Desde 2012, Scala se ha desempeñado como Presidente del
Comité de Auditoría y Conformidad de la FIFA; en otras palabras es el contador
principal del organismo. No estuvo involucrado en el escándalo que llevó a la
caída de sus colegas pues la mayor parte tuvo lugar antes de su llegada, y los
pagos secretos a funcionarios de alto nivel para fines de marketing deportivo y
cabildeo, por razones obvias, no aparecerían en los libros de la FIFA. Sin
embargo, sus elogios hacia Blatter reforzaron el sentimiento de muchos
fanáticos del deporte: que los dirigentes de la FIFA, actualmente bajo el
escrutinio del F.B.I, tal vez no sean los mejores para restaurar la legitimidad
de la organización. Y, a pesar de ello, es difícil imaginar de dónde podría
surgir una verdadera reforma.
El
poder de la FIFA emana de dos fuentes. En primer lugar, produce y comercializa
la Copa Mundial, el evento más lucrativo y popular de la historia de la
humanidad. Tan sólo los ingresos de publicidad del último torneo, Brasil 2014,
alcanzaron los $4 mil millones de dólares. Además, la FIFA ratifica a las
federaciones de fútbol nacional de sus 209 miembros. Sin el sello de aprobación
de la FIFA, una federación no puede conformar una selección para competir en la
Copa del Mundo. A cambio, los miembros de la FIFA obtienen derecho a voto en
los procedimientos internos y una parte igual de los ingresos de la FIFA. Están
subdivididos en seis confederaciones regionales y de sus filas se extraen los
24 miembros del comité ejecutivo, que vota para decidir asuntos como dónde se
celebrará la Copa Mundial.
Este
sistema crea algunos problemas obvios. El liderazgo de la FIFA únicamente rinde
cuentas a las federaciones nacionales. Y la capacidad de éstas de rendir frutos
— al obtener incentivos económicos para proyectos de desarrollo, por ejemplo, o
lograr ser la sede de un torneo de fútbol — depende de que la dirigencia de la
FIFA las vea con buenos ojos. Ambas partes tienen menos incentivos para un buen
gobierno de los que tienen para mantenerse mutuamente contentos.
Recordemos
a Ricardo Teixeira, Presidente de la Federación Nacional de Brasil de 1989 a
2012 (que además era yerno del predecesor de Blatter, João Havelange, quien
estuvo al frente de la FIFA de 1974 a 1998 y fue obligado a renunciar de un
cargo honorario en 2013 cuando su mala conducta salió a la luz).
Como
miembro del comité ejecutivo de la FIFA, Teixeira ayudó a asegurar que el
Mundial del 2014 se celebrara en su país y después fungió como presidente del
comité organizador del torneo (un organismo que no pertenece a la FIFA).
Cada
una de estas funciones le otorgó suficiente influencia para acumular decenas de
millones de dólares. Están los $13 millones (como mínimo) que se cree que
obtuvo del escándalo que llevó a la dimisión a su suegro; los sobornos que
supuestamente aceptó de Nike para lograr que le otorgaran el contrato de las
camisetas de la selección brasileña en 1996 y los más de $3 millones que
aparecieron en una cuenta bancaria a nombre de su hija de diez años en 2011 —
que se presume son una parte de lo que se le pagó por su voto para que la Copa
Mundial del 2022 se realizara en Catar.
Por
si fuera poco, este mes se dieron a conocer los cargos presentados por las
autoridades brasileñas por evasión fiscal, fraude, falsificación y lavado de
dinero, sustentadas en un informe que afirma que alrededor de $150 millones
fueron depositados en las cuentas bancarias de Teixeira entre 2009 y 2012.
Administró
tan mal los preparativos de la Copa del Mundo que la factura para construir o
renovar 12 estadios — proyecto que prometía financiamiento privado cuando el
torneo fue otorgado en 2007 — se disparó a más de $3.6 mil millones de dólares,
más de tres veces el cálculo inicial, cifra que acabó pagando, en su mayor
parte, el gobierno brasileño.
Excepto
que, en otro sentido, Teixeira no administró nada mal la Copa Mundial. El
torneo del 2014 le costó caro a los brasileños, pero enriqueció a la industria
privada responsable de producirlo, incluyendo a Teixeira, los contratistas que
edificaron los estadios y hasta la FIFA. Teixeira huyó a Miami en 2012, después
de que el gobierno de Brasil comenzó a investigar sus negociaciones. Hasta
entonces, su cargo como enlace entre la FIFA, el fútbol brasileño y el comité
de planeación de la Copa Mundial le dio libertad para operar con muy poca
supervisión, a excepción de la proporcionada por funcionarios de la FIFA. Estos,
a su vez, podían beneficiarse de los negocios de Teixeira.
Para
cambiar la forma en la que se administra el fútbol, vamos a necesitar una
solución mucho más radical de lo que pueda ocurrir tras la salida de Blatter.
La FIFA puede afirmar que es una organización democrática, en el sentido de que
las voces de países pobres e insignificantes tienen el mismo peso que potencias
como Alemania y Argentina. No obstante, el problema es que las federaciones
nacionales, y por lo tanto la FIFA, no rinden cuentas a los fanáticos cuyas
compras de boletas y camisetas, y audiencia televisiva, hacen del fútbol
mundial un negocio multimillonario. El sistema actual trata a los aficionados
como clientes. Para arreglar el sistema, habrá que verlos como miembros con voz
y voto.
Para
que la FIFA sea plenamente “responsable, transparente, rinda cuentas y sólo se
concentre en el interés superior del juego”, como pidió Sunil Gulati, el
presidente de la Federación de Estados Unidos, será necesario garantizar que
dichas federaciones representen a los seguidores de cada país, en lugar de sólo
recaudar un porcentaje de la fanaticada. En otras palabras, deberán convertirse
en fideicomisos públicos en los que los fanáticos tengan derecho a voto y no
monopolios autorizados por el estado.
Existe
un precedente: las franquicias deportivas que funcionan como asociaciones
civiles. El ejemplo más conocido en Estados Unidos son los Green Bay Packers,
que se constituyeron como una organización sin fines de lucro, de propiedad
pública, con acciones y una asamblea de accionistas anual. Dos de los más
valiosos y exitosos equipos de fútbol en el mundo tienen modelos similares. Los
cerca de 150.000 socios del Barcelona son quienes eligen al presidente del
club. Los candidatos hacen campaña para obtener su apoyo, con promesas de que
firmarán a ciertos jugadores y que aprobarán políticas específicas en caso de
resultar elegidos.
Tres
cuartas partes del Bayern Munich son propiedad de los miembros del club, cuyo
número casi llega a 250.000 personas (los patrocinadores Adidas, Allianz y Audi
tienen un 8.33 por ciento cada uno.) De hecho, la liga de fútbol más importante
de Alemania, la Bundesliga, requiere que el 50 por ciento mas uno de las
acciones de cada equipo sean propiedad de los fanáticos. Estos sistemas
incluyen todo el faccionalismo y el caos que comúnmente asociamos con las
instituciones democráticas, pero con una mucho menor dosis de la corrupción e
impunidad que está matando a la FIFA.
Hay
una razón de mayor peso para que las selecciones nacionales de fútbol — cuya
administración es la principal razón de ser de las federaciones nacionales
(también son su mayor fuente de financiamiento) — sean manejadas de esta forma
en comparación con los clubes locales. Las selecciones nacionales son lo más
cercano que puede existir en un país a una institución cultural universalmente
adorada — ¿por qué no hacer que sean administradas como tal? Después de todo,
no se pueden arreglar los problemas en la FIFA sino hasta que se ordenen las
federaciones que le dan poder.
Who
Owns Soccer?/By
GEORGE QURAISHIJUNE
NYT, 17, 2015
Early
this month, after Sepp Blatter trudged off the stage following his announcement
that he would be retiring from the presidency of FIFA, he was followed at the
podium by a man named Domenico Scala, the FIFA official who is charged with
overseeing the election to replace him. Implicitly acknowledging the furor that
prompted Blatter’s departure — the arrests of seven soccer officials in Zurich
on corruption charges the week before — Scala said Blatter’s decision “created
an opportunity for us to go further than FIFA has before — to fundamentally
change the way in which FIFA is structured.” Scala also called Blatter’s
announcement “courageous,” saying: “I know that he has truly acted with the
best interests of FIFA and football in his heart. I have a great amount of
respect for the president and the role that he has played in championing reform
within FIFA.”
It
was a disorienting scene. Since 2012, Scala has served as chairman of FIFA’s
Audit and Compliance Committee, essentially the organization’s chief
accountant. He wasn’t implicated in the scandal that brought down his
colleagues — much of it took place before his arrival, and the reported secret
payments to high-ranking individuals from sports-marketing and lobbying concerns
were by definition the kind of thing that wouldn’t have shown up in FIFA’s
books. But his praise for Blatter reinforced what many soccer fans feel right
now: that perhaps the FIFA leadership currently under F.B.I. scrutiny are not
the best people to restore the organization’s legitimacy. And yet it is
difficult to envision where exactly real reform might come from.
The
source of FIFA’s power is twofold. First, it produces and markets the World
Cup, the most lucrative and popular event in human history; ad revenues alone
from the last tournament, in 2014, came to $4 billion. Second, FIFA sanctions
the national soccer federations of each of its 209 members. Without FIFA’s
stamp of approval, a national federation can’t form a national team to compete
in the World Cup. In return, FIFA members get an equal vote in FIFA proceedings
and an equal share of FIFA revenue. They are subdivided into six regional
confederations, and from their ranks are drawn the 24 members of FIFA’s
executive committee, who vote on matters like where to hold the World Cup.
This
system sets up some obvious problems. FIFA’s leadership is answerable to only
the national federations, and the ability of those federations to deliver for
their home countries — by landing grants for development projects, for
instance, or granting the right to host a soccer tournament — rests on the FIFA
leadership’s viewing them favorably. Both sides have fewer incentives for good
governance than they have for keeping each other happy.
Consider
Ricardo Teixeira, the president of Brazil’s national federation from 1989 to
2012. (He was also the son-in-law of Blatter’s predecessor, João Havelange, who
ran FIFA from 1974 to 1998 and was forced to resign from an honorary post in
2013 when his own misconduct came to light.) As a member of FIFA’s executive
committee, Teixeira helped secure the 2014 World Cup for his country and then
served as chief of the tournament’s organizing committee (a non-FIFA body).
Each of these roles gave him enough influence to skim tens of millions of
dollars for himself. There’s the $13 million (at least) that he is accused of
having taken in the scandal that brought down his father-in-law; the bribes he
reportedly took as part of Nike’s efforts to win the jersey contract for the
Brazilian national team in 1996; the more than $3 million that showed up in a
bank account listed under the name of his 10-year-old daughter in 2011 —
believed to have been paid in part for his vote to award the 2022 World Cup to
Qatar — and, this month, charges filed by the Brazilian authorities of tax
evasion, fraud, forgery and money laundering, buttressed by a report asserting
that nearly $150 million came into Teixeira’s bank accounts between 2009 and
2012 alone. He so mismanaged preparations for the World Cup that the bill to
build or renovate 12 stadiums — for which private funding was promised when the
games were awarded in 2007 — ballooned to more than $3.6 billion, more than
three times the initial estimate, and ended up being paid for largely by the
Brazilian government.
Except,
in one sense, Teixeira didn’t mismanage the World Cup in the slightest. The
2014 tournament cost the Brazilian people dearly, but it enriched the private
citizens responsible for producing it, from Teixeira to the contractors that
built the stadiums to FIFA. Teixeira fled to Miami in 2012, after the Brazilian
government began to investigate his dealings. Until then, his position at the
nexus of FIFA, Brazilian soccer and the planning committee for the World Cup
provided him with plenty of space to operate and little oversight, except that
of FIFA officials who were themselves in a position to benefit from his
machinations.
Even
on the relatively rare occasions when these national federations are well run,
they’re compromised by how the system works. Sunil Gulati, the president of the
United States Soccer Federation, for instance, cast a symbolic vote against
Blatter in the election last month. But he voted for him in the previous
election in 2011, perhaps because his goal of securing the 2022 World Cup for
the United States trumped that of removing Blatter from office. “In the past,”
Grant Wahl of Sports Illustrated observed in February, “Gulati has followed a
game-theory strategy of realpolitik, supporting Blatter on the idea he was
going to win anyway and could help deliver the U.S. World Cup hosting rights —
and that not supporting him could bring negative repercussions to U.S. Soccer.”
To
reform the way world soccer is run, we’re going to need a much more radical
solution than whatever post-Blatter changes end up happening. FIFA can claim to
be a democratic organization, in the sense that the voices of poor and
insignificant soccer countries count equally with those of powers like Germany
and Argentina. But the problem is that national federations, and therefore
FIFA, are not accountable to the people of their respective countries — that
is, the fans whose ticket and jersey purchases and television viewing make
global soccer a multibillion-dollar franchise. The current system treats these
people as customers. To fix the system, we should think of them more like
constituents.
Making
FIFA truly “responsible, accountable, transparent and focused solely on the
best interests of the game,” as Gulati called for in a statement last month,
would require ensuring that those federations actually represent the fans in
each country, rather than simply collecting a percentage off their fandom. They
should, in other words, become public trusts in which the fans have a voting
interest, rather than state-sanctioned monopolies. The president of the United
States Soccer Federation is currently elected by a small number of insiders.
(Gulati was first voted into the post in 2006 and went unopposed in 2010 and
2014.) Why not open up the ballot to everyone else? Fans would clamor to join a
U.S. Soccer membership program, and even pay dues, if it gave them a vote in
how the federation is run.
There
is a precedent for this, in the form of civic-owned sports franchises. The
Green Bay Packers, which is set up as a publicly owned nonprofit organization
complete with stock certificates and an annual shareholders meeting, is the
best-known example in the United States. Two of the most valuable and
successful soccer teams in the world have similar models. F.C. Barcelona’s
150,000-odd members (called socios) hold an election for club president.
Candidates campaign for their support, promising to sign certain players and
pursue specific policies if elected. Three quarters of Bayern Munich is owned
by the club’s members, which number close to a quarter of a million people.
(The sponsors Adidas, Allianz and Audi hold 8.33 percent apiece.) In fact,
Germany’s top soccer league, the Bundesliga, requires that 50 percent plus one
of each club’s shares be owned by its fans. These systems come with all the
factionalism, infighting and general messiness we typically associate with
democratic institutions — but much less of the corruption and impunity that is
killing FIFA.
There
is an even stronger case to be made for treating national soccer teams — the
management of which is the main raison d’être, and cash cow, for national
federations — this way than there is for these local clubs. National teams are
the closest thing many countries have to a universally beloved cultural
institution — why not run them accordingly? The U.S. national team’s largest
fan group, the American Outlaws, already pays yearly dues. I’m sure those fans,
and many other people, would gladly send a nominal fee to U.S. Soccer if it
meant membership and a direct vote in how the federation is run. Until this
sort of change happens, the calls for change that Gulati made in his statement,
while admirable, will ring hollow. You can’t fix FIFA, after all, until you fix
the federations that give it power.
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