7 oct 2015

El portador compasivo/Gustavo Martín Garzo

“Una creencia judía afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos (…) Creo que tanto el policía turco que llevaba en sus brazos el cuerpo yerto de Aylan Kurdi, como la muchacha palestina que rompió a llorar inesperadamente ante una de las mujeres más poderosas de la tierra, podrían formar parte de esa nómina de justos ..“
El portador compasivo/Gustavo Martín Garzo
El País | 7 de octubre de 2015

“¡Nunca hubiera creído que llevar un niño en los brazos fuera algo tan hermoso!”, anota en un instante de exaltación el protagonista de la novela de Michel Tournier El rey de los alisos. Pensé en esta frase al ver las imágenes de Aylan Kurdi, el niño sirio que murió ahogado en Turquía tras huir con los suyos de su país en guerra. Son muchos los que protestaron por la manipulación que de tales imágenes hicieron los medios de comunicación, argumentando que son incontables los niños que en circunstancias semejantes han muerto antes que Aylan Kurdi sin que apenas reparáramos en ello. Y tienen toda la razón. Sin embargo hay imágenes que tienen el raro poder de enseñarnos a ver lo que antes no queríamos o nos negábamos a aceptar. No me refiero solo a la imagen del pequeño sobre la arena, sino a la del policía que portaba su cuerpecito en los brazos, como si contuviera algo precioso que ni la misma muerte pudiera oscurecer. Es el mito del adulto fórico, al que Michel Tournier dedica su novela. El adulto encargado de portar a los niños, como san Cristóbal, el gigante que ayudaba a los caminantes a cruzar el río, y que representa a todos los adultos que llevando a los niños en sus brazos tratan de protegerles de los peligros de la vida.
Este mismo verano se difundió por la prensa y la televisión una imagen que, como esta del niño y el policía turco, tenía el poder de sintetizar la dolorosa injusticia de este mundo. En un plató de la televisión alemana, Angela Merkel respondía las preguntas de un grupo de jóvenes. Todo transcurría de esa manera previsible y relamida con que suelen hacerlo las cosas en estos programas hasta que una muchacha palestina, sobre la que pendía la amenaza de una pronta deportación, le preguntó a la canciller en perfecto alemán por qué no podía seguir estudiando y vivir como sus otros compañeros de clase. Angela Merkel salió del paso como pudo diciéndole que la comprendía, pero que no todos los inmigrantes podían quedarse en Alemania y que muchos tenían que regresar a sus casas. La canciller siguió contestando a otras preguntas cuando la muchacha rompió a llorar desconsoladamente, llamando la atención con sus lágrimas no solo sobre el drama de los que como ella aspiraban a tener una vida mejor, sino también sobre la inoperancia de nuestros gobernantes a la hora de encontrar soluciones que remedien el sufrimiento de gran parte de la población mundial.
Una creencia judía afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos. Nadie les conoce, ya que se confunden con los hombres comunes. Pero ellos llevan a cabo su misión en silencio, que no es otra que sostener el mundo con la fuerza de su misericordia. La leyenda judía sigue diciendo que, cuando finalmente mueren, esos justos están tan helados, por haber hecho suya la aflicción de los hombres, que Dios tiene que cobijarlos en sus manos y tenerles allí por espacio de mil años, al objeto de infundirles un poco de calor.
En un mundo como el nuestro donde tantos se autoproclaman justos conviene no olvidar que una de las enseñanzas de esta fábula es que ninguno de esos justos discretos que sostienen el mundo sabe que lo es. Jorge Luis Borges escribió al final de su vida un poema basado en esta leyenda. En él va nombrando las acciones humildes de algunos hombres anónimos: el tipógrafo que compone una buena página, el que acaricia a un animal dormido, quien justifica o quiere justificar un mal que le han hecho, el poeta que cuenta con cuidado las sílabas de sus versos, el jardinero que poda y abona sus plantas. Y nos dice que son esas acciones las que sostienen el mundo. Son los nuevos justos, ninguno actúa con apatía o indiferencia. Para ellos el bien es algo tan sencillo como mecer una cuna para que un niño se duerma.
Creo que tanto el policía turco que llevaba en sus brazos el cuerpo yerto de Aylan Kurdi, como la muchacha palestina que rompió a llorar inesperadamente ante una de las mujeres más poderosas de la tierra, podrían formar parte de esa nómina de justos que sin saberlo sostienen el mundo. Primo Levi, en uno de sus libros sobre su experiencia en los campos de exterminio de Auschwitz, cuenta cómo una noche los judíos se dan cuentan de que los van a matar. Enseguida se corre en el campamento la noticia, y cunde la desesperación. Sin embargo, las mujeres con niños que atender siguieron ocupándose de ellos como si no pasara nada, y tras lavar sus ropas la tendieron a secar en los alambres de espinos. Este hermoso y doloroso pasaje expresa fielmente esa inocencia activa de la que vengo hablando, y que tiene que ver con la facultad de negar nuestro consentimiento ante todo lo que prolonga o justifica el sufrimiento del mundo. Las madres de las que habla Primo Levi no lavaban la ropa de los niños para acatar la disciplina del campo de concentración, sino porque esa era su forma de cuidarlos. Lo hacían por dignidad, para sentirse vivas, para decirles lo que todas las madres les dicen a sus hijos: que nunca morirán. Su inocencia tenía que ver con ese compromiso capaz de abrir, incluso en el lugar más siniestro y oscuro, un espacio de esperanza.
El policía turco que portaba al niño muerto creaba al hacerlo un espacio así. Por eso le llevaba con ese cuidado, como si su gesto contuviera la promesa de una resurrección. Era el portador compasivo, para quien el peso de los niños se confunde con la dulce gravidez del sentido: un peso que se transforma en gracia. Pero ¿qué pasa cuando el niño que se lleva en los brazos está muerto? El cuerpo de Aylan Kurdi en la playa nos recuerda el cuerpo de esos niños que se quedan dormidos en el sofá de sus casas y que sus padres llevan con cuidado en los brazos hasta la cama para que no se despierten. Solo que Aylan Kurdi ya no despertará de ese sueño, ni volverá a sentir en su boca el tibio dulzor de la leche. Tampoco llegará a conocer el misterio del paso del tiempo, ese misterio que un día le habría llevado a pronunciar sus primeras palabras de amor. En ¡Qué bello es vivir!, la película de Frank Capra, se nos dice cuán insustituible somos, y cómo hasta la vida más insignificante guarda el germen de la salvación de otras vidas. Pero este niño ¿a quién estaba destinado a salvar, qué muchacha le habría amado, qué anfitrión habría pronunciado su nombre como el del más querido de sus invitados? ¿Qué idea, el sueño de qué país o de qué raza puede justificar su desaparición? El hombre lleva siglos asociando la idea del heroísmo a la del sacrificio, la identidad y la muerte, pero ¿y si el verdadero héroe fuera el que dispone apacible cada mañana para los que ama el pan reciente y el café oloroso del desayuno?

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