“Una creencia judía afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos (…) Creo que tanto el policía turco que llevaba en sus brazos el cuerpo yerto de Aylan Kurdi, como la muchacha palestina que rompió a llorar inesperadamente ante una de las mujeres más poderosas de la tierra, podrían formar parte de esa nómina de justos ..“
El portador compasivo/Gustavo Martín Garzo
El portador compasivo/Gustavo Martín Garzo
El
País | 7 de octubre de 2015
Este mismo verano se difundió por la prensa y la televisión una imagen que, como esta del niño y el policía turco, tenía el poder de sintetizar la dolorosa injusticia de este mundo. En un plató de la televisión alemana, Angela Merkel respondía las preguntas de un grupo de jóvenes. Todo transcurría de esa manera previsible y relamida con que suelen hacerlo las cosas en estos programas hasta que una muchacha palestina, sobre la que pendía la amenaza de una pronta deportación, le preguntó a la canciller en perfecto alemán por qué no podía seguir estudiando y vivir como sus otros compañeros de clase. Angela Merkel salió del paso como pudo diciéndole que la comprendía, pero que no todos los inmigrantes podían quedarse en Alemania y que muchos tenían que regresar a sus casas. La canciller siguió contestando a otras preguntas cuando la muchacha rompió a llorar desconsoladamente, llamando la atención con sus lágrimas no solo sobre el drama de los que como ella aspiraban a tener una vida mejor, sino también sobre la inoperancia de nuestros gobernantes a la hora de encontrar soluciones que remedien el sufrimiento de gran parte de la población mundial.
Una
creencia judía afirma que en cada época en la tierra aparecen 36 justos. Nadie
les conoce, ya que se confunden con los hombres comunes. Pero ellos llevan a
cabo su misión en silencio, que no es otra que sostener el mundo con la fuerza
de su misericordia. La leyenda judía sigue diciendo que, cuando finalmente
mueren, esos justos están tan helados, por haber hecho suya la aflicción de los
hombres, que Dios tiene que cobijarlos en sus manos y tenerles allí por espacio
de mil años, al objeto de infundirles un poco de calor.
En
un mundo como el nuestro donde tantos se autoproclaman justos conviene no
olvidar que una de las enseñanzas de esta fábula es que ninguno de esos justos
discretos que sostienen el mundo sabe que lo es. Jorge Luis Borges escribió al
final de su vida un poema basado en esta leyenda. En él va nombrando las
acciones humildes de algunos hombres anónimos: el tipógrafo que compone una
buena página, el que acaricia a un animal dormido, quien justifica o quiere
justificar un mal que le han hecho, el poeta que cuenta con cuidado las sílabas
de sus versos, el jardinero que poda y abona sus plantas. Y nos dice que son
esas acciones las que sostienen el mundo. Son los nuevos justos, ninguno actúa
con apatía o indiferencia. Para ellos el bien es algo tan sencillo como mecer
una cuna para que un niño se duerma.
Creo
que tanto el policía turco que llevaba en sus brazos el cuerpo yerto de Aylan
Kurdi, como la muchacha palestina que rompió a llorar inesperadamente ante una
de las mujeres más poderosas de la tierra, podrían formar parte de esa nómina
de justos que sin saberlo sostienen el mundo. Primo Levi, en uno de sus libros
sobre su experiencia en los campos de exterminio de Auschwitz, cuenta cómo una
noche los judíos se dan cuentan de que los van a matar. Enseguida se corre en
el campamento la noticia, y cunde la desesperación. Sin embargo, las mujeres
con niños que atender siguieron ocupándose de ellos como si no pasara nada, y
tras lavar sus ropas la tendieron a secar en los alambres de espinos. Este
hermoso y doloroso pasaje expresa fielmente esa inocencia activa de la que
vengo hablando, y que tiene que ver con la facultad de negar nuestro
consentimiento ante todo lo que prolonga o justifica el sufrimiento del mundo.
Las madres de las que habla Primo Levi no lavaban la ropa de los niños para
acatar la disciplina del campo de concentración, sino porque esa era su forma de
cuidarlos. Lo hacían por dignidad, para sentirse vivas, para decirles lo que
todas las madres les dicen a sus hijos: que nunca morirán. Su inocencia tenía
que ver con ese compromiso capaz de abrir, incluso en el lugar más siniestro y
oscuro, un espacio de esperanza.
El
policía turco que portaba al niño muerto creaba al hacerlo un espacio así. Por
eso le llevaba con ese cuidado, como si su gesto contuviera la promesa de una
resurrección. Era el portador compasivo, para quien el peso de los niños se
confunde con la dulce gravidez del sentido: un peso que se transforma en
gracia. Pero ¿qué pasa cuando el niño que se lleva en los brazos está muerto?
El cuerpo de Aylan Kurdi en la playa nos recuerda el cuerpo de esos niños que
se quedan dormidos en el sofá de sus casas y que sus padres llevan con cuidado
en los brazos hasta la cama para que no se despierten. Solo que Aylan Kurdi ya
no despertará de ese sueño, ni volverá a sentir en su boca el tibio dulzor de
la leche. Tampoco llegará a conocer el misterio del paso del tiempo, ese
misterio que un día le habría llevado a pronunciar sus primeras palabras de
amor. En ¡Qué bello es vivir!, la película de Frank Capra, se nos dice cuán
insustituible somos, y cómo hasta la vida más insignificante guarda el germen
de la salvación de otras vidas. Pero este niño ¿a quién estaba destinado a
salvar, qué muchacha le habría amado, qué anfitrión habría pronunciado su
nombre como el del más querido de sus invitados? ¿Qué idea, el sueño de qué
país o de qué raza puede justificar su desaparición? El hombre lleva siglos
asociando la idea del heroísmo a la del sacrificio, la identidad y la muerte,
pero ¿y si el verdadero héroe fuera el que dispone apacible cada mañana para
los que ama el pan reciente y el café oloroso del desayuno?
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