18 abr 2016

CIDH: El desfile de los perseguidos

Semana, 16 de abril de 2016
 Edición 1772
CIDH: El desfile de los perseguidos
Cada vez más políticos van a la Comisión Interamericana en Washington a quejarse de cómo los ha tratado la justicia colombiana. ¿Qué criterios y qué capacidad tiene ese organismo para manejar esa avalancha de reclamos?
La semana pasada se anunció que el exministro de Salud Diego Palacio llevaría su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Su hermano Guillermo alegó conmovido que acudirían a esa instancia, pues el fallo que lo condenó a seis años de cárcel es producto de falsos testigos y de la “persecución judicial” que sufre el uribismo. En cualquier otro país esas declaraciones causarían un escándalo, pero en Colombia se han vuelto rutinarias.
Tantos casos llegan a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que ya se perdió la cuenta. El organismo internacional debe estar aterrado del desfile de prohombres colombianos que presentan asuntos de gran significado para la política interna, clamando por la injusticia de la que fueron víctimas. Algo que se esperaría más de países como Venezuela, que de Colombia. Y llama la atención que ese organismo fue creado para proteger a los más débiles del poder y las arbitrariedades del Estado, pero en el caso colombiano últimamente quienes más acuden son precisamente los altos funcionarios que han tenido el poder.

 En febrero, el expresidente Álvaro Uribe viajó a Washington con bombos y platillos. Se reunió con Emilio Álvarez Icaza, director ejecutivo de la CIDH, para denunciar la “persecución judicial” que vive su familia, los miembros de su gobierno y las Fuerzas Armadas. Semanas después lo hizo el director del Centro Democrático, Óscar Iván Zuluaga, y presentó una solicitud de medidas cautelares para Santiago Uribe, quien acababa de ser capturado. Por su parte, los hijos del expresidente también declararon que pensaban acudir a la comisión para protegerse de lo que consideran un anticipado montaje de la Fiscalía. Además de Diego Palacio, otros miembros del uribismo hoy condenados, como el exministro Sabas Pretelt, también han hecho anuncios similares.
 Ante esta peregrinación de supuestos perseguidos, el fiscal Montealegre consideró necesario hacer su propio tour para defender su Fiscalía. Como era de esperarse, su defensa consistía en dar el punto de vista opuesto al que estaban dando sus investigados. En sus propias palabras estaba respaldando la justicia del país presentando “pruebas y documentos que demuestran que no existe ninguna persecución por parte de la justicia colombiana a la oposición”.
 Los uribistas no son los únicos. También los dos exalcaldes de Bogotá, Gustavo Petro y Samuel Moreno. El primero logró en 2013 que la comisión le otorgara medidas cautelares y lo devolviera a su puesto cuando el procurador Alejandro Ordóñez lo destituyó por cuenta de las irregularidades en el manejo de las basuras. Moreno seguramente tendrá menos suerte pero también ha dejado saber que presentará su condena de 18 años por el carrusel de la contratación.
 La lista es casi interminable. Algunos alegan razones procesales de fondo. Alberto Santofimio pide que se revise su condena por el asesinato de Luis Carlos Galán porque por haber sido congresista no lo debía investigar un juez ordinario, sino el propio Congreso. Un grupo de políticos condenados por sus nexos con el paramilitarismo aseguran que les negaron el derecho a la doble instancia por ser aforados ante la Corte Suprema. En esa lista están nombres como los de Luis Humberto Gómez Gallo, Odín Sánchez, Ciro Ramírez, Miguel Pinedo y Luis Alberto Gil, todos representados por el abogado Ricardo Cifuentes. Sus casos ya fueron seleccionados.
 Las grandes tragedias del país también están llegando a Washington.  La Unión Patriótica busca que ese organismo intervenga frente al creciente número de asesinatos de líderes sociales. La situación de hambre en La Guajira mereció unas medidas cautelares. Y hasta un grupo de ciudadanos acaba de radicar otra denuncia por el colapso del sistema de salud.
 Muchos se preguntan cómo puede esa comisión tramitar esa avalancha de casos tan disímiles provenientes de un solo país. Al fin y al cabo cualquier expediente significa miles de folios y las correspondientes horas de trabajo. ¿Con qué criterio se selecciona cuál se acepta y cuál no? ¿Cómo puede un organismo internacional revocar decisiones jurídicas que por lo general son producto de procesos de cinco, diez años o más?
 La Comisión Interamericana de Derechos Humanos no se puede entender sin su contexto político y regional. Fue creada en 1959 por la OEA para proteger los derechos humanos en el continente. Desde 1979 funciona en coordinación con la Corte Interamericana como un sistema de justicia para evitar los abusos de los Estados frente a sus ciudadanos. La comisión es una especie de fiscalía que recibe las denuncias y las estudia. El principal requisito es que en el país se hayan agotado los recursos internos, es decir, que el caso no esté pendiente de una decisión ante la justicia nacional.
  Por cuenta de las turbulencias políticas y la politización de la justicia en muchos países del continente, cada vez más personas están visitando Washington.  Mientras en 2006 se recibían 1.325 peticiones, el año pasado llegaron 2.164. Colombia es uno de los grandes responsables de esa explosión. En 2006, se presentaron 136 casos y en 2015 esa cifra fue de 419. De hecho, el país es el segundo que más acude al sistema interamericano, después de México que hizo 849 solicitudes.
   Sin embargo, como todo sistema judicial, recibe mucho más de lo que puede procesar. Y existe un agravante. Mientras en el país, por ejemplo, más de 50.000 funcionarios atienden esos procesos, entre jueces y fiscales, la Comisión Interamericana casi trabaja solo con las uñas. Los siete magistrados que la integran son elegidos por votación en la OEA y por lo general se intenta que representen la diversidad del continente. Colombia logró una de esas sillas que ocupa el jurista Enrique Gil Botero. Todos ellos tienen una vinculación ad honorem y viajan desde sus países regularmente durante el año. Pero sin duda el dato desconcertante es el del tamaño de la nómina para atender ese tsunami de quejas: 15 abogados, 12 en casos y 3 en medidas cautelares. La desproporción entre esa cifra y la masa de trabajo que tienen hace pensar que, aunque sean unos héroes, están ante una misión imposible.
  Dos ejemplos pueden servir para ilustrar la realidad de ese reto titánico. El primero sería el carrusel de la contratación, por la inmensidad de la investigación que hay detrás. Se trataría de un fraude de billones de pesos con cientos de investigados y miles y miles de páginas de pruebas. A la Fiscalía colombiana, que tiene 32.000 empleados, le ha tomado más de cinco años llegar a las primeras conclusiones. Otro ejemplo sería el de los hijos del expresidente Uribe si efectivamente llegan a pedir protección ante ese organismo. Ese caso es complejo no por su magnitud sino por lo contrario. Se trataría de una controversia de minucia contable para determinar si algunas facturas corresponden o no a transacciones reales con un chatarrero. La situación es tan local y tan particular que suena desproporcionado que llegue a un tribunal internacional.
 La comisión tarda entre seis meses y dos años en estudiar cada caso. Y en la mayoría de oportunidades los archiva. Elige muy pocos y, aunque el proceso es legal, tiene un gran peso político porque significa investigar a uno de los Estados. El año pasado, de Colombia apenas seleccionó cinco (los parapolíticos). Después existen dos caminos. 1) El Estado puede conciliar con las víctimas o 2) Pasar a un pleito en la Corte Interamericana, con sede en Costa Rica. Allí también trabajan siete magistrados y uno de ellos es colombiano, el expresidente de la Corte Constitucional Humberto Sierra Porto.
 En Colombia existe la percepción de que este sistema está diseñado para las víctimas, en especial si son del Estado. Por eso a muchos les llama tanto la atención ver allí al uribismo.  La idea es equivocada pues dependiendo de la época política, los usuarios del sistema interamericano han sido de derecha o de izquierda, y las banderas de los derechos humanos ya no son solamente de esta última. Por ejemplo, la Corte Interamericana condenó a Chile en un caso en que las víctimas eran unos generales. Por otro lado, en países como Venezuela quienes acuden son las elites afectadas por los abusos del gobierno.
 En el caso de Colombia, el hecho de que hoy tantos políticos busquen llegar a la Corte Interamericana tiene un gran significado. Por una parte, reafirma uno de los principales males que tiene el país: utilizar las causas judiciales como mecanismo de denuncia política. Por otra, es un síntoma de la crisis de legitimidad que atraviesa la justicia. En una situación normal, la Corte Suprema tendría la última palabra, acatada y respetada por todos, y en especial en los casos de la justicia penal. Dentro de algunos años se sabrá si esa función –la de la última palabra– quedó en manos de la CIDH.

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