Compañerito de carpeta/Mario Vargas LLosa
El País, 5 de enero de 2020
Cuando José Miguel Oviedo comenzó a escribir reseñas de libros en el Suplemento Dominical de El Comercio, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, hubo un cambio significativo en la cultura peruana. Hasta entonces no había habido críticos literarios propiamente hablando en el país, sino piadosos articulistas o historiadores de la literatura. José Miguel era un caso insólito. Sus textos eran verdaderos ensayos, comparables a los que, por aquellos mismos años, escribían Cyril Connolly en Londres, o Edmund Wilson y George Steiner en Nueva York. No exagero nada: la misma profundidad, la vasta información, la severidad y la exigencia idénticas. Ni qué decir que las víctimas de esos juicios críticos, buena parte de los escritores peruanos, lo detestaron.
Alguna vez, en nuestros esporádicos encuentros por el mundo, pregunté a José Miguel si la dureza de sus críticas no era injusta con los maltratados poetas, dramaturgos y novelistas peruanos. “No hay excusas”, me respondió con esa súbita ferocidad de los tímidos. “Escriben al mismo tiempo que Virginia Woolf, Faulkner o Borges. O que T. S. Eliot y Neruda. Deberían ser tan buenos como ellos o renunciar a la literatura”.
En esos mismos años, sin que José Miguel ni yo lo sospecháramos, la literatura hispanoamericana daría un vuelco espectacular, y aparecerían o se rescatarían obras como las de Onetti, Roa Bastos, Rulfo, Cortázar, Sábato, García Márquez y muchos otros, que pondrían a la literatura de América Latina en el interés y la curiosidad de medio mundo. Más tarde aquello se llamaría, nadie sabe por qué ni quién lo bautizó así, el boom. En su indispensable autobiografía (Una locura razonable: memorias de un crítico literario), José Miguel rinde justo homenaje al semanario Marcha, de Montevideo, y a dos críticos uruguayos, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, por haber contribuido en gran parte a ese fenómeno que ganó tantos lectores a nuestros escritores e hizo saber al mundo que no sólo rancheros borrachos y dictadores poblaban nuestras tierras; que había en ellas, también, una literatura interesante. Pero se olvidó de decir que acaso el mejor y más agudo crítico de esos años del boom fue él mismo. Ahí están los ensayos que escribió para probarlo; será evidente, sobre todo, cuando se reúnan en uno o varios libros las incontables críticas que, en revistas y periódicos de todo el continente, escribió el propio Oviedo sobre la nueva literatura hispanoamericana y sus autores.
Durante tres años fuimos compañeros de clase en el colegio de La Salle, de Lima, y durante uno compartimos la misma carpeta. Lo descubrí revisando viejos papeles, treinta o cuarenta años después, gracias a un dibujo hecho por él, en una cartulina blanca, de Ana María Álvarez Calderón, Reina de Belleza limeña de los años cincuenta, con esta dedicatoria: “A mi compañerito de carpeta, Mario Vargas Llosa” y firmado José Miguel Oviedo. Ninguno de los dos sabíamos entonces que ambos estudiaríamos letras (él en la Católica y yo en San Marcos) y que defraudaríamos a nuestras respectivas mamás siendo escritores (la suya soñaba con que él fuera un exitoso abogado y la mía que me dedicara a la diplomacia). Lo que nos interesaba entonces parecía ser el fútbol, en el que éramos a cual peor. Él se ha inventado en sus memorias (o yo lo he olvidado) que a mí entonces me decían “Coca Cola”, no sé por qué, porque nunca me gustó esa bebida efervescente que rastrillaba la garganta.
Cuando, en 1970, José Miguel aceptó ser director de Cultura del Gobierno Militar del general Velasco Alvarado, sus amigos temblamos. ¿Se sumaría a la demagogia frenética imperante? ¿Entregaría la cultura peruana a la banda de comunistas y congéneres que poco después capturaría los periódicos, las radios y las televisiones cancelando la libertad de prensa en el Perú? Lo hizo de manera impecable. No sólo resistió a los extremistas y a los propios militares que le preguntaban cuándo “entrenaba” la Orquesta Sinfónica, sino que promovió el teatro y la buena música y las artes, y publicó revistas literarias excelentes, y trajo a Lima exposiciones memorables como aquella dedicada al surrealismo. Pero el año y medio que pasó allí le destrozó los nervios y debió recurrir al yoga para sosegarse.
Sin una crítica de alto nivel, todo movimiento cultural es amorfo y se desarma en la confusión. Sólo los grandes críticos son capaces de establecer jerarquías, dar un orden de ideas y valores a lo que, en un principio, parece una jungla. Es lo que hizo Oviedo en aquellos años, en que fue viajando a la Argentina, a Chile, a Colombia, a Cuba, a México, y escribiendo cada semana —a veces, cada día— sobre lo que descubría y leía. Sus artículos y ensayos contribuyeron de manera decisiva a darle a la dispersa literatura del continente una unidad en la diversidad. Años más tarde, esta idea sería el meollo de su ambiciosa Historia de la literatura hispanoamericana (Alianza Editorial) en cuatro volúmenes, la mejor que se ha escrito y, acaso, la única que se puede leer de corrido de principio a fin.
No sé si fue una buena idea la de José Miguel de irse a los Estados Unidos a enseñar, a lo que lo animamos muchos amigos. Albany, Indiana, Los Ángeles, Filadelfia. Allí pasaría el último cuarto de siglo de su vida. Le gustaba Nueva York, donde enseñaba en los veranos, por sus librerías, exposiciones y conciertos. Tenía una estabilidad económica de la que nunca gozó en el Perú y escribió libros ambiciosos sin caer en la jerigonza pretenciosa e ilegible que en los años setenta y ochenta se presentaba como la “crítica científica” de la literatura. Sus ensayos arrastraban siempre una huella de sus textos periodísticos, de manera que la barbarie latinoamericana estuvo siempre viva en él, además de la nostalgia. Pero en aquellos campus modélicos, ejercer la crítica era un quehacer sin riesgo ni misterio, algo muy distinto de aquel trabajo pionero, social y político, a la vez que literario, que Oviedo nunca dejó de añorar.
Creo que los cinco años que pasó en el destierro de Indiana, en Bloomington, fue más o menos feliz. Así me pareció, por lo menos, aquella vez que fui a visitarlo a ese pueblecito lunar. Y acaso lo fue más en UCLA, en California, donde Martha, su mujer, trabajó en un hospital, ocupándose de cuidar a enfermos sin remedio que no podían valerse por sí mismos. Pero luego vinieron los años durísimos de Filadelfia, el accidente que lo tuvo un año en una clínica, el cáncer al que Martha sobrevivió, la decadencia física de los últimos años. La última vez que lo vi en persona, en la Feria del Libro de Guadalajara, tenía la cabeza y la barba blancas, parecía muy frágil, y su hija Paola lo arrastraba en una silla de ruedas. Pero su conferencia fue soberbia.
Cuando me enteré por Alonso Cueto de que estaba grave, llamé por teléfono a Paola. Me contestó ella misma, bañada en llanto. Toda la familia estaba allí, en el hospital donde acababan de internarlo. El médico les había dicho que el organismo de José Miguel no podía resistir más pulmonías. Como él ya no conseguía hablar, le acercaron el teléfono para que yo pudiera saludarlo. Le dije que lo quería mucho, que le agradecía lo generoso que había sido con mis libros, le aseguré que volveríamos a vernos. Luego de un largo silencio, escuché, lejanísima, su voz: “Gracias, Mario”. Pocas horas después había muerto. Que se termine, por fin, este año maldito que se llevó a tantos amigos y me ha dejado sin pasado, como un sobreviviente.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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