12 nov 2021

La captura de Otoniel y la fallida guerra contra las drogas

 La captura de Otoniel y la fallida guerra contra las drogas/ Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.

El Español, Viernes, 12/Nov/2021;

Dos noticias ocuparon los titulares de los periódicos el pasado 23 de octubre. La primera, la captura por parte de la policía colombiana de Otoniel, el líder del clan Úsuga, uno de los grupos criminales más poderosos del país. El clan Úsuga exporta 70 toneladas de cocaína anuales a España.

La segunda noticia, que vio la luz mientras la policía y el presidente de Colombia daban cuenta de su éxito, fue la de la captura por parte de la Guardia Civil de una red que enviaba drogas de diseño desde España hasta Colombia.

¿Enviar drogas desde España a Colombia? Sí: cocaína rosa y sustancias de corte. También se hacen envíos similares desde Holanda o los Estados Unidos.

Las dos noticias mencionadas demuestran el tremendo fracaso de la guerra contra las drogas y también del objetivo fijado en la Asamblea de Naciones Unidas de 1998: conseguir un mundo sin drogas en 2008.

La lógica de la guerra contra las drogas se estableció formalmente en tiempos de Nixon y es bastante simple. Presupone que hay países que producen y países que consumen. Y como todas las drogas son malas, hay que evitar que estas lleguen a los usuarios luchando contra su producción.

Dado que la estrategia de Nixon pone toda la responsabilidad en los países que producen (que suelen ser pobres), los países que consumen (que suelen ser ricos) los ayudan por corresponsabilidad. La ayuda puede ser en forma de apoyo a la lucha antinarcóticos y/o a la producción de otros productos agrícolas, algo que se conoce como desarrollo alternativo.

Los Estados Unidos, además, se autoproclamaron como la autoridad que decide quién hace bien o mal su trabajo. A esto se le llama certificar y en función de ello se dan incentivos o se castiga al país en cuestión.

El marco internacional es el Régimen Internacional de Control de Drogas, que cuenta con dos protocolos de la ONU firmados por todos los países y de los que se ocupa la Junta Internacional Fiscalizadora de Estupefacientes (JIFE).

Evidentemente, la estrategia ha fallado. El complicado andamiaje de la guerra contra las drogas se cae ante el peso de la evidencia. La diferencia entre países productores y países consumidores está cada vez más desdibujada. África, por ejemplo, ha aumentado su consumo de drogas en un 40%.

El consumo de cocaína y heroína permanece estable desde hace varios años. El descenso de consumidores en el norte se compensa con nuevos consumidores en el sur. A su vez, las problemáticas drogas de diseño (los tranquilizantes, opioides, sedantes y benzodiacepinas, muchos de ellos lícitos) son cada vez más usadas en todo el mundo.

Estados Unidos es un ejemplo. Más de 60.000 personas han muerto ya en el país por sobredosis causadas por adicciones que nacieron, en la mayoría de los casos, con la prescripción médica indiscriminada de opioides (naturales o sintéticos) para controlar el dolor.

Paradójicamente, las restricciones a la producción, el comercio y la investigación de opiáceos, y entre ellos la morfina, han provocado que hasta 50 millones de personas en el mundo no puedan acceder a medicamentos para controlar el dolor de enfermedades como el cáncer. Unos mueren por la prescripción indiscriminada y el fácil acceso a esas drogas. Otros sufren por lo contrario.

La falta de investigación, fruto de la prohibición, impide además conocer los efectos y usos alternativos de algunas de esas sustancias.

Además, la guerra contra las drogas, tal y como está diseñada, ha matado más gente que la que ha salvado. Los carteles se benefician de una prohibición que convierte el negocio en algo muy rentable y que incentiva la eliminación de los competidores. De ahí esas encarnizadas luchas entre bandas tan comunes en México o Colombia.

Pero, además, las ingentes ganancias del narcotráfico han sido fuente de recursos para grupos terroristas y para señores de la guerra como los de Afganistán.

Por supuesto, la violencia no se puede atribuir sólo a la presencia del narco. La incapacidad de algunos Estados para ejercer su papel y hacer valer el Estado de derecho son determinantes para que los narcos actúen con libertad. El clan liderado por Otoniel, por ejemplo, opera en siete departamentos de Colombia y tiene influencia en otros trece (de los 30 que componen el país).

Mientras los ejércitos libran cruentas y costosas luchas contra el narco, los adictos difícilmente pueden acceder a tratamientos y sufren numerosos estigmas que aumentan su sufrimiento y el de sus familias. La seguridad ha sido privilegiada sobre la salud pública, agravando el impacto social de los consumos problemáticos. Que, por cierto, son una minoría.

En la lucha contra las drogas se han gastado ingentes cantidades de recursos que se podrían haber aprovechado para políticas sociales, para crear puestos de trabajo, para educación o para sanidad.

Para capturar a Otoniel, por ejemplo, el Gobierno colombiano diseñó la mayor operación policial de la última década. Aunque los costes no son públicos, se sabe que se desplegaron más de 3.000 agentes durante varios años y que la recompensa ofrecida por el Gobierno de los Estados Unidos fue de cinco millones de dólares.

Aunque hoy sea difícil de creer, en poco tiempo Otoniel será sólo uno más de los capos que se sume a la lista inaugurada por Pablo Escobar. Su lugar será rápidamente ocupado por otro u otros y nuevamente se diseñarán nuevas operaciones policiales para capturarlos. La guerra contra las drogas proporciona mucho material para nuevas series de Netflix, pero muestra poca efectividad a la hora de solucionar el problema.

Tras 60 años de guerra contra las drogas, estas siguen siendo de fácil disponibilidad. También ha disminuido la percepción del riesgo asociado al uso de algunas de ellas.

En España, muchas localidades vieron cómo la heroína dejó un trágico saldo sobre una generación entera de jóvenes. Pero también son perjudiciales el tabaco y el alcohol. El primero genera costes incomparables a los de cualquier otra droga por su impacto en las enfermedades pulmonares y coronarias. El segundo es la droga más presente en la comisión de delitos.

Por todo esto, urge un cambio de enfoque. Despenalizar, sí. Pero no sólo para entrar en el negocio del cannabis medicinal y recreativo, sino para construir una política pública que provea información y control. Que genere recursos para el tratamiento de consumos problemáticos a la vez que fortalece la atención a la salud mental. Que dé nuevas opciones a los cultivadores y los sectores más vulnerables.

Menos tranquilizantes sin receta y más atención médica y empleo.

Urge un diálogo entre los países dispuestos a abordar el problema. En la Asamblea de Naciones Unidas de 2016 que trató la cuestión quedó claro que a medio plazo es imposible un acuerdo global. Habrá que ponerse entonces a construir diálogos regionales y bilaterales, y aprender de las experiencias de Holanda y Portugal, con sus más y sus menos.

No parece un tema urgente para los políticos, pero lo es. Está presente en cada hogar que teme que sus hijos conozcan las drogas. En cada crimen violento. En cada enfermo sin tratamiento. Debemos hacer un mejor uso de los recursos públicos y dar libertad a los ciudadanos. Una libertad informada y responsable.


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