Comparto con mis amigos de esta bitácora reacciones sobre el "pecado" del escritor Günter Grass: de Ariel Dorfman, Mario Vargas Llosa, Nial Ferguson, José María Ridao, Ariel Dorfman, Carlos Castilla del Pino, Miguel Escudero y Blanca Álvarez (y los que se sumen).
El contexto:
En una entrevista Grass confeso que a la edad de 15 años intentó enrolarse voluntariamente en los submarinos del Ejército alemán, pero fue rechazado por su corta edad. Un año años después, en 1944; la Alemania nazi reclutaba desesperadamente a casi cualquier varón de entre 16 y 60 años; y precisamente el mes de septiembre de ese año, a la edad de 16 años (semanas antes de cumplir los 17 años) fue llamado a filas e incorporado a la 10. ª división acorazada Frundsburg de las Waffen-SS -el brazo militar de la organización nazi (las SS).
En una entrevista Grass confeso que a la edad de 15 años intentó enrolarse voluntariamente en los submarinos del Ejército alemán, pero fue rechazado por su corta edad. Un año años después, en 1944; la Alemania nazi reclutaba desesperadamente a casi cualquier varón de entre 16 y 60 años; y precisamente el mes de septiembre de ese año, a la edad de 16 años (semanas antes de cumplir los 17 años) fue llamado a filas e incorporado a la 10. ª división acorazada Frundsburg de las Waffen-SS -el brazo militar de la organización nazi (las SS).
Según el testimonio de Grass, no hizo más que “holgazanear” y “sobrevivir” en los últimos meses de la guerra, cuando su división intentaba, en vano, detener el avance soviético en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia.
Claro que Grass no era un nazi y no se incorporó voluntariamente a las SS.
El problema empieza por el hecho de que el escritor sólo haya revelado esta parte de su biografía recientemente, sesenta años después, por cierto como anticipo de la publicación de su libro de memorias Pelando la cebolla.
Dice el editorial de El País del 17 de agosto:
"Puesto que no hay mayor gravedad en estos hechos de adolescencia, ¿por qué el premio Nobel de literatura no los ha contado con naturalidad en el más de medio siglo transcurrido desde entonces?
¿Por qué no ha aprovechado para hacerlo en sus cientos de libros, entrevistas en prensa y televisión y conferencias?
¿Por qué no se lo dijo a su biógrafo, Michael Jürg? Alguien podría argüir que quizá Grass pensara que estos hechos no eran relevantes, pero es algo difícil de aceptar para un autor que, desde la publicación de El tambor de hojalata en los años cincuenta, ha destinado buena parte de su obra literaria y de su actividad ciudadana a reflexionar sobre la Alemania nazi y las complicidades de las que se benefició."
(y Claro)Más vale tarde que nunca, y el propio Grass admite que este asunto le provocaba un "sentimiento de culpa" y le pesaba como "una ignominia". En cualquier caso, su tardanza en desvelar un hecho biográfico relevante no invalida la calidad de su obra literaria ni la justicia de las causas que ha defendido y defiende. Esa tardanza sólo confirma que nadie es perfecto, que todos somos humanos; a veces, demasiado humanos."
Cierto nadie es perfecto. O podriamos decir: ¡quien este libre de pecado que tire la primera piedra. El asunto es que el pecado de Grass, esa "falla etica" no menor. ¿ Realmente callo por verguenza?
La pregunta obligada es ¿por que ahora y no antes?
Carlos Castillo nos dice que "la confesión pública ofrecida es más inteligente, y desde luego más rentable que la temida denuncia."
¿Sera?
Quizas el primer comentario fue de Ariel Dorfman (por ciero el texto apenas este omingo 3 de septiembre lo publica el semanario Proceso)
Claves de una ira/ Ariel Dorfman
El País, 24-08-2006
La primera vez que conocí a Günter Grass, nos peleamos furiosamente. Fue en marzo de 1975, si no recuerdo mal, que lo visité en su hogar cerca de Hamburgo, una amplia casa rural que daba a un río más plácido de lo que iba a ser, por cierto, nuestra relación tormentosa.
Al principio, todo anduvo sobre ruedas. Me había traído a ese lugar su gran amigo Freimut Duve, eminente editor, defensor de los derechos humanos y diputado alemán socialdemócrata por aquel distrito. Mientras Grass cocinaba una suculenta sopa de pescado -¡ya me habían advertido que era un gran cocinero!-, hablamos sobre su obra y la influencia descomunal que había tenido su Trilogía de Danzig en mi propia producción. De a poco, fui deslizando la razón, menos literaria, por la cual yo había buscado este encuentro. Había viajado desde el París de mi exilio -providencialmente, como se verá, con mi mujer Angélica- para proponerle a Grass que prestara su firma a una campaña en defensa de una cultura chilena amenazada por Pinochet que habíamos armado con García Márquez, Cortázar, Rafael Aberti y Matta, entre muchos otros artistas e intelectuales. Ya se había sumado Heinrich Boll y pensaba que no sería difícil convencer a este otro Premio Nobel alemán de que nos diera su entusiasta adhesión.
Cuando terminé mi exposición, sin embargo, se quedó callado un largo rato. Enseguida, le puso una tapa a la olla, bajó el gas para que se fuera guisando aquel bouillabaise tedesco con toda la lentitud que se merecía, y se fue a contemplar unos hermosos dibujos en que estaba trabajando.
Al levantar la vista, noté en sus ojos un sorprendente resplandor de cólera. Y dijo: "¿Por qué no quieren asistir los compañeros socialistas chilenos a la reunión en defensa de los patriotas checos que se hará en Francia este verano?".
Yo le expliqué que, por mucha simpatía que tuviéramos muchos demócratas chilenos por la primavera de Praga y la lucha de los disidentes checos, era políticamente inviable manifestar tal predilección en forma pública. Hubiera significado una ruptura con los comunistas chilenos en un momento en que ellos formaban parte -más aún, eran la espina dorsal- de la resistencia a la dictadura, tal como habían sido pieza clave y leal durante el Gobierno de Salvador Allende.
Mi aclaración no logró aplacar a Günter Grass. Para él, los soviéticos habían intervenido en Checoslovaquia con la misma arrogancia imperial que los norteamericanos en Chile, y era crucial denunciar simultáneamente a los dos superpoderes, unirse en la defensa del socialismo democrático, seguir buscando un modelo económico y social que rompiera con los grandes bloques hegemónicos. Y cuando yo respondí que para sacarnos a Pinochet de encima no podíamos perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética, junto al de sus aliados, el autor de El tambor de hojalata, no quiso dirigirme más la palabra. Por suerte, había quedado seducido con el encanto de mi mujer y dedicó el resto de nuestra visita a conversar animadamente con ella. Comenté más tarde con mi amigo Freimut que, de no haber estado Angélica presente, Grass seguramente me hubiera expulsado de su hogar. Al despedirse, eso sí, me lanzó algunas palabras finales: "Cuando algo es moralmente correcto", dijo, "hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar".
Pienso ahora, treinta años más tarde, en esa admonición perentoria que me espetó. Sería fácil devolvérsela con altivez, echarle en cara sus propias fallas éticas a ese hombre que me había exigido rectitud insobornable, preguntarle hoy con qué derecho trataba de darme lecciones de honradez alguien que escondía en ese mismo momento su propio pasado nazi. Esa ha sido, por lo demás, la reacción de la mayoría de los comentaristas.
Aunque tal indignación me parece comprensible, sospecho que es también intelectualmente peligrosa y hasta un poco holgazana. Porque no creo que el hecho de que Günter Grass haya ocultado durante casi toda su vida su participación en las SS de Hitler invalide sus posteriores posturas morales o políticas. Tenía razón en sus juicios sobre Alemania y la amnesia que la aquejaba. Tenía razón en su defensa de la revolución sandinista. Tenía razón en que la reunificación de su país debió haberse llevado a cabo de otra manera. Tenía razón en que es necesario recordar a las víctimas alemanas de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Y tenía razón también en el caso particular que llevó a que nuestro primer encuentro fuera tan desafortunado. Yo mismo se lo hice saber unos años más tarde, cuando coincidimos en La Haya para una conferencia literaria, y se lo reiteré en varias ocasiones en las décadas siguientes: los socialistas chilenos deberíamos haber abrazado la causa de los disidentes de los países comunistas con mayor arrojo e integridad y yo mismo, como escritor, tenía una obligación adicional de plantearme a favor de la libertad, dondequiera que se viese vulnerada.
Tenía razón Günter Grass, sí, pero todos estos años me quedó dando vuelta otra pregunta más enigmática: ¿por qué tanta furia frente a lo que era, después de todo, una legítima diferencia de opiniones? ¿Por qué tanta cólera?
Ése es el misterio que las revelaciones sobre el pasado de Grass permiten ahora ir -tal vez, tal vez- develando. ¿No es posible que fuera precisamente ese joven nazi, ese culpable alter ego adolescente, el que demandaba a su encarnación adulta que nunca más se permitiera una posición que no fuera transparente, definitiva, éticamente tajante? ¿No explica eso tanto arrebato, tanta efervescencia?
Mi aclaración no logró aplacar a Günter Grass. Para él, los soviéticos habían intervenido en Checoslovaquia con la misma arrogancia imperial que los norteamericanos en Chile, y era crucial denunciar simultáneamente a los dos superpoderes, unirse en la defensa del socialismo democrático, seguir buscando un modelo económico y social que rompiera con los grandes bloques hegemónicos. Y cuando yo respondí que para sacarnos a Pinochet de encima no podíamos perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética, junto al de sus aliados, el autor de El tambor de hojalata, no quiso dirigirme más la palabra. Por suerte, había quedado seducido con el encanto de mi mujer y dedicó el resto de nuestra visita a conversar animadamente con ella. Comenté más tarde con mi amigo Freimut que, de no haber estado Angélica presente, Grass seguramente me hubiera expulsado de su hogar. Al despedirse, eso sí, me lanzó algunas palabras finales: "Cuando algo es moralmente correcto", dijo, "hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar".
Pienso ahora, treinta años más tarde, en esa admonición perentoria que me espetó. Sería fácil devolvérsela con altivez, echarle en cara sus propias fallas éticas a ese hombre que me había exigido rectitud insobornable, preguntarle hoy con qué derecho trataba de darme lecciones de honradez alguien que escondía en ese mismo momento su propio pasado nazi. Esa ha sido, por lo demás, la reacción de la mayoría de los comentaristas.
Aunque tal indignación me parece comprensible, sospecho que es también intelectualmente peligrosa y hasta un poco holgazana. Porque no creo que el hecho de que Günter Grass haya ocultado durante casi toda su vida su participación en las SS de Hitler invalide sus posteriores posturas morales o políticas. Tenía razón en sus juicios sobre Alemania y la amnesia que la aquejaba. Tenía razón en su defensa de la revolución sandinista. Tenía razón en que la reunificación de su país debió haberse llevado a cabo de otra manera. Tenía razón en que es necesario recordar a las víctimas alemanas de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Y tenía razón también en el caso particular que llevó a que nuestro primer encuentro fuera tan desafortunado. Yo mismo se lo hice saber unos años más tarde, cuando coincidimos en La Haya para una conferencia literaria, y se lo reiteré en varias ocasiones en las décadas siguientes: los socialistas chilenos deberíamos haber abrazado la causa de los disidentes de los países comunistas con mayor arrojo e integridad y yo mismo, como escritor, tenía una obligación adicional de plantearme a favor de la libertad, dondequiera que se viese vulnerada.
Tenía razón Günter Grass, sí, pero todos estos años me quedó dando vuelta otra pregunta más enigmática: ¿por qué tanta furia frente a lo que era, después de todo, una legítima diferencia de opiniones? ¿Por qué tanta cólera?
Ése es el misterio que las revelaciones sobre el pasado de Grass permiten ahora ir -tal vez, tal vez- develando. ¿No es posible que fuera precisamente ese joven nazi, ese culpable alter ego adolescente, el que demandaba a su encarnación adulta que nunca más se permitiera una posición que no fuera transparente, definitiva, éticamente tajante? ¿No explica eso tanto arrebato, tanta efervescencia?
Claro que hay que tener cuidado. Si algo nos enseña la obra literaria de este autor gigante es que somos seres complejos y contradictorios y probablemente indescifrables. No sería justo que termináramos reduciendo toda la vida de un escritor tan magníficamente múltiple a los mensajes que sin duda le fue susurrando a lo largo de su existencia aquel ser pretérito, maligno e inocente, que seguía pernoctando en su oscuro interior, ese pasado suyo que Günter Grass nunca pudo, creo yo, perdonar.
Günter Grass, en la picota/Por Mario Vargas Llosa.
Tomado de El País, 27/08/06
No entiendo las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo, de que Günter Grass sirvió unos meses, a los 17 años, en la Waffen-SS y de que ocultó 60 años la noticia, haciendo creer que había sido soldado en una batería antiaérea del Ejército regular alemán. Aquí, en Salzburgo, donde paso unos días, no se habla de otra cosa y los periodistas que la editorial Suhrkamp envía a entrevistarme apenas si me preguntan sobre mi última novela, recién publicada en Alemania, porque lo que les interesa es que comente “el escándalo Grass”.
No tenía la menor intención de hacerlo, pero como ya circulan supuestas declaraciones mías sobre el tema en las que no siempre me reconozco, prefiero hacerlo por escrito y con mi firma. No me sorprende en absoluto que Grass ocultara su pertenencia a una tropa de élite visceralmente identificada con el nazismo y que tuvo tan siniestra participación en tareas de represión política, torturas y exterminación de disidentes y judíos, aunque, como ha dicho, él no llegara a disparar un solo tiro antes de ser herido y capturado por los norteamericanos. ¿Por qué calló? Simplemente porque tenía vergüenza y acaso remordimientos de haber vestido aquel uniforme y, también, porque semejante credencial hubiera sido aprovechada por sus adversarios políticos y literarios para descalificarlo en la batalla cívica y política que, desde los comienzos de su vida de escritor, Günter Grass identificó con su vocación literaria.
¿Por qué decidió hablar ahora? Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo.
¿Afecta lo ocurrido a la obra literaria de Günter Grass? En absoluto. En la civilización del espectáculo que nos ha tocado vivir, este escándalo que parece ahora tan descomunal será pronto reemplazado por otro y olvidado. Dentro de pocos años, o incluso meses, ya nadie recordará el paso del escritor por la Waffen-SS y, en cambio, su trilogía novelesca de Danzig, en especial El tambor de hojalata, seguirá siendo leída y reconocida como una de las obras maestras de la literatura contemporánea.
¿Y sus pronunciamientos políticos y cívicos que ocupan una buena parte de su obra ensayística y periodística? Perderán algo de su pugnacidad, sin duda, sus fulminaciones contra los alemanes que no se atrevían a encararse con su propio pasado ni reconocían sus culpas en las devastaciones y horrores que produjeron Hitler y el nazismo, y se refugiaban en la amnesia y el silencio hipócrita en vez de redimirse con una genuina autocrítica. Pero, que quien estas ideas predicaba con tanta energía tuviera rabo de paja, pues él escondía también algún muerto en el armario, no significa en modo alguno que aquellas ideas fueran equivocadas ni injustas.
La verdad es que muchas de las tomas de posición de Günter Grass han sido valientes y respetables, y lo siguen siendo hoy día, pese al escándalo. Lo dice alguien que discrepa en muchas cosas con él y ha sostenido con Günter Grass hace algunos años una polémica bastante ácida. No me refiero a su antinorteamericanismo estentóreo y sistemático, que lo ha llevado a veces, obsedido por lo que anda mal en los Estados Unidos, a negar lo que sí anda bien allá, sino a que, durante los años de la Guerra Fría, una época en la que la moda intelectual en Europa consistía en tomar partido a favor del comunismo contra la democracia, Günter Grass fueuno de los pocos en ir contra la corriente y defender a esta última, con todas sus imperfecciones, como una alternativa más humana y más libre que la representada por los totalitarismos soviético o chino. Tampoco se vio nunca a Günter Grass, como a Sartre, defendiendo a Mao y a la revolución cultural china, ni buscando coartadas morales para los terroristas, como hicieron tantos deconstruccionistas frívolos en las épocas de Tel Quel. Pese a sus destemplados anatemas contra los gobiernos y la política de Alemania Federal, Günter Grass hizo campaña a favor de la socialdemocracia y prestó un apoyo crítico al gobierno de Willy Brandt en lo que demostró, ciertamente, mucha más lucidez y coraje político que tantos de sus colegas que irresponsablemente tomaban, sin arriesgar un cabello, eso sí, el partido del Apocalipsis revolucionario.
Mi polémica con él se debió justamente a que me pareció incoherente con su muy respetable posición en la vida política de su país que nos propusiera a los latinoamericanos “seguir el ejemplo de Cuba”. Porque si el comunismo no era, a su juicio, una opción aceptable para Alemania y Europa, ¿por qué debía serlo para América Latina? Es verdad que, para muchos intelectuales europeos, América Latina era en aquellos años -lo sigue siendo para algunos retardados todavía- el mundo donde podían volcar las utopías y nostalgias revolucionarias que la realidad de sus propios países había hecho añicos, obligándolos a resignarse a la aburrida y mediocre democracia.
Grass ha sido uno de los últimos grandes intelectuales que asumió lo que se llamaba “el compromiso” en los años cincuenta con una resolución y un talento que le ganaron siempre la atención de un vasto público, que desbordaba largamente el medio intelectual. Es difícil saber hasta qué punto sus manifiestos, pronunciamientos, diatribas, polémicas, influyeron en la vida política y tuvieron efectos sociales, pero no hay duda de que en el último medio siglo de vida europea, y sobre todo alemana, las ideas de Günter Grass enriquecieron el debate cívico y contribuyeron a llamar la atención sobre problemas y asuntos que de otra manera hubieran pasado inadvertidos, sin el menor análisis crítico. A mi juicio, se equivocó oponiéndose a la reunificación de Alemania y, también, poniendo en tela de juicio la democratización de su país, pero, aun así, no hay duda de que esa vigilancia y permanente cuestionamiento que ha ejercido sobre el funcionamiento de las instituciones y las acciones del gobierno es imprescindible en una democracia para que ésta no se corrompa y se vaya empobreciendo en la rutina.
Tal vez el formidable escándalo que ahora rodea su figura tenga mucho que ver con esa función de “conciencia moral” de la sociedad que él se impuso y que ha mantenido a lo largo de toda su vida, a la vez que desarrollaba su actividad literaria. No me cabe duda de que Günter Grass es el último de esa estirpe, a la que pertenecieron un Victor Hugo, un Thomas Mann, un Albert Camus, un Jean-Paul Sartre. Creían que ser escritor era, al mismo tiempo que fantasear ficciones, dramas o poemas, agitar las conciencias de sus contemporáneos, animándolos a actuar, defendiendo ciertas opciones y rechazando otras, convencidos de que el escritor podía servir también como guía, consejero, animador o dinamitero ideológico sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales, y que, gracias a su intervención, la vida política superaba el mero pragmatismo y se volvía gesta intelectual, debate de ideas, creación.
Ningún joven intelectual de nuestro tiempo cree que ésa sea también la función de un escritor y la sola idea de asumir el rol de “conciencia de una sociedad” le parece pretenciosa y ridícula. Más modestos, acaso más realistas, los escritores de las nuevas generaciones parecen aceptar que la literatura no es nada más -no es nada menos- que una forma elevada del entretenimiento, algo respetabilísimo desde luego, pues divertir, hacer soñar, arrancar de la sordidez y la mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo el ser humano, ¿no es acaso imprescindible para hacer la vida mejor, o por lo menos más vivible? Por otra parte, esos escritores que se creían videntes, sabios, profetas, que daban lecciones, ¿no se equivocaron tanto y a veces de manera tan espantosa, contribuyendo a embellecer el horror y buscando justificaciones para los peores crímenes? Mejor aceptar que los escritores, por el simple hecho de serlo, no tienen que ser ni más lúcidos ni más puros ni más nobles que cualquiera de los otros bípedos, esos que viven en el anonimato y jamás llegan a los titulares de los periódicos.
Tal vez sea ésa la razón por la que, con motivo de la revelación de su paso fugaz por la Waffen-SS cuando era un adolescente, haya sido llevado Günter Grass a la picota y tantos se encarnicen estos días con él. No es con él. Es contra esa idea del escritor que él ha tratado de encarnar, con desesperación, a lo largo de toda su vida: la del que opina y polemiza sobre todo, la del que quiere que la vida se amolde a los sueños y a las ideas como lo hacen las ficciones que fantasea, la del que cree que la del escritor es la más formidable de las funciones porque, además de entretener, también educa, enseña, guía, orienta y da lecciones. Esa era otra ficción con la que nos hemos estado embelesando mucho tiempo, amigo Günter Grass. Pero ya se acabó.
No entiendo las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo, de que Günter Grass sirvió unos meses, a los 17 años, en la Waffen-SS y de que ocultó 60 años la noticia, haciendo creer que había sido soldado en una batería antiaérea del Ejército regular alemán. Aquí, en Salzburgo, donde paso unos días, no se habla de otra cosa y los periodistas que la editorial Suhrkamp envía a entrevistarme apenas si me preguntan sobre mi última novela, recién publicada en Alemania, porque lo que les interesa es que comente “el escándalo Grass”.
No tenía la menor intención de hacerlo, pero como ya circulan supuestas declaraciones mías sobre el tema en las que no siempre me reconozco, prefiero hacerlo por escrito y con mi firma. No me sorprende en absoluto que Grass ocultara su pertenencia a una tropa de élite visceralmente identificada con el nazismo y que tuvo tan siniestra participación en tareas de represión política, torturas y exterminación de disidentes y judíos, aunque, como ha dicho, él no llegara a disparar un solo tiro antes de ser herido y capturado por los norteamericanos. ¿Por qué calló? Simplemente porque tenía vergüenza y acaso remordimientos de haber vestido aquel uniforme y, también, porque semejante credencial hubiera sido aprovechada por sus adversarios políticos y literarios para descalificarlo en la batalla cívica y política que, desde los comienzos de su vida de escritor, Günter Grass identificó con su vocación literaria.
¿Por qué decidió hablar ahora? Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo.
¿Afecta lo ocurrido a la obra literaria de Günter Grass? En absoluto. En la civilización del espectáculo que nos ha tocado vivir, este escándalo que parece ahora tan descomunal será pronto reemplazado por otro y olvidado. Dentro de pocos años, o incluso meses, ya nadie recordará el paso del escritor por la Waffen-SS y, en cambio, su trilogía novelesca de Danzig, en especial El tambor de hojalata, seguirá siendo leída y reconocida como una de las obras maestras de la literatura contemporánea.
¿Y sus pronunciamientos políticos y cívicos que ocupan una buena parte de su obra ensayística y periodística? Perderán algo de su pugnacidad, sin duda, sus fulminaciones contra los alemanes que no se atrevían a encararse con su propio pasado ni reconocían sus culpas en las devastaciones y horrores que produjeron Hitler y el nazismo, y se refugiaban en la amnesia y el silencio hipócrita en vez de redimirse con una genuina autocrítica. Pero, que quien estas ideas predicaba con tanta energía tuviera rabo de paja, pues él escondía también algún muerto en el armario, no significa en modo alguno que aquellas ideas fueran equivocadas ni injustas.
La verdad es que muchas de las tomas de posición de Günter Grass han sido valientes y respetables, y lo siguen siendo hoy día, pese al escándalo. Lo dice alguien que discrepa en muchas cosas con él y ha sostenido con Günter Grass hace algunos años una polémica bastante ácida. No me refiero a su antinorteamericanismo estentóreo y sistemático, que lo ha llevado a veces, obsedido por lo que anda mal en los Estados Unidos, a negar lo que sí anda bien allá, sino a que, durante los años de la Guerra Fría, una época en la que la moda intelectual en Europa consistía en tomar partido a favor del comunismo contra la democracia, Günter Grass fueuno de los pocos en ir contra la corriente y defender a esta última, con todas sus imperfecciones, como una alternativa más humana y más libre que la representada por los totalitarismos soviético o chino. Tampoco se vio nunca a Günter Grass, como a Sartre, defendiendo a Mao y a la revolución cultural china, ni buscando coartadas morales para los terroristas, como hicieron tantos deconstruccionistas frívolos en las épocas de Tel Quel. Pese a sus destemplados anatemas contra los gobiernos y la política de Alemania Federal, Günter Grass hizo campaña a favor de la socialdemocracia y prestó un apoyo crítico al gobierno de Willy Brandt en lo que demostró, ciertamente, mucha más lucidez y coraje político que tantos de sus colegas que irresponsablemente tomaban, sin arriesgar un cabello, eso sí, el partido del Apocalipsis revolucionario.
Mi polémica con él se debió justamente a que me pareció incoherente con su muy respetable posición en la vida política de su país que nos propusiera a los latinoamericanos “seguir el ejemplo de Cuba”. Porque si el comunismo no era, a su juicio, una opción aceptable para Alemania y Europa, ¿por qué debía serlo para América Latina? Es verdad que, para muchos intelectuales europeos, América Latina era en aquellos años -lo sigue siendo para algunos retardados todavía- el mundo donde podían volcar las utopías y nostalgias revolucionarias que la realidad de sus propios países había hecho añicos, obligándolos a resignarse a la aburrida y mediocre democracia.
Grass ha sido uno de los últimos grandes intelectuales que asumió lo que se llamaba “el compromiso” en los años cincuenta con una resolución y un talento que le ganaron siempre la atención de un vasto público, que desbordaba largamente el medio intelectual. Es difícil saber hasta qué punto sus manifiestos, pronunciamientos, diatribas, polémicas, influyeron en la vida política y tuvieron efectos sociales, pero no hay duda de que en el último medio siglo de vida europea, y sobre todo alemana, las ideas de Günter Grass enriquecieron el debate cívico y contribuyeron a llamar la atención sobre problemas y asuntos que de otra manera hubieran pasado inadvertidos, sin el menor análisis crítico. A mi juicio, se equivocó oponiéndose a la reunificación de Alemania y, también, poniendo en tela de juicio la democratización de su país, pero, aun así, no hay duda de que esa vigilancia y permanente cuestionamiento que ha ejercido sobre el funcionamiento de las instituciones y las acciones del gobierno es imprescindible en una democracia para que ésta no se corrompa y se vaya empobreciendo en la rutina.
Tal vez el formidable escándalo que ahora rodea su figura tenga mucho que ver con esa función de “conciencia moral” de la sociedad que él se impuso y que ha mantenido a lo largo de toda su vida, a la vez que desarrollaba su actividad literaria. No me cabe duda de que Günter Grass es el último de esa estirpe, a la que pertenecieron un Victor Hugo, un Thomas Mann, un Albert Camus, un Jean-Paul Sartre. Creían que ser escritor era, al mismo tiempo que fantasear ficciones, dramas o poemas, agitar las conciencias de sus contemporáneos, animándolos a actuar, defendiendo ciertas opciones y rechazando otras, convencidos de que el escritor podía servir también como guía, consejero, animador o dinamitero ideológico sobre los grandes temas sociales, políticos, culturales y morales, y que, gracias a su intervención, la vida política superaba el mero pragmatismo y se volvía gesta intelectual, debate de ideas, creación.
Ningún joven intelectual de nuestro tiempo cree que ésa sea también la función de un escritor y la sola idea de asumir el rol de “conciencia de una sociedad” le parece pretenciosa y ridícula. Más modestos, acaso más realistas, los escritores de las nuevas generaciones parecen aceptar que la literatura no es nada más -no es nada menos- que una forma elevada del entretenimiento, algo respetabilísimo desde luego, pues divertir, hacer soñar, arrancar de la sordidez y la mediocridad en que está sumido la mayor parte del tiempo el ser humano, ¿no es acaso imprescindible para hacer la vida mejor, o por lo menos más vivible? Por otra parte, esos escritores que se creían videntes, sabios, profetas, que daban lecciones, ¿no se equivocaron tanto y a veces de manera tan espantosa, contribuyendo a embellecer el horror y buscando justificaciones para los peores crímenes? Mejor aceptar que los escritores, por el simple hecho de serlo, no tienen que ser ni más lúcidos ni más puros ni más nobles que cualquiera de los otros bípedos, esos que viven en el anonimato y jamás llegan a los titulares de los periódicos.
Tal vez sea ésa la razón por la que, con motivo de la revelación de su paso fugaz por la Waffen-SS cuando era un adolescente, haya sido llevado Günter Grass a la picota y tantos se encarnicen estos días con él. No es con él. Es contra esa idea del escritor que él ha tratado de encarnar, con desesperación, a lo largo de toda su vida: la del que opina y polemiza sobre todo, la del que quiere que la vida se amolde a los sueños y a las ideas como lo hacen las ficciones que fantasea, la del que cree que la del escritor es la más formidable de las funciones porque, además de entretener, también educa, enseña, guía, orienta y da lecciones. Esa era otra ficción con la que nos hemos estado embelesando mucho tiempo, amigo Günter Grass. Pero ya se acabó.
Cobardes y reclutas/Niall Ferguson, cátedra A. Tisch de Historia de la Universidad de Harvard
Tomado de La Vanguardia, 27/08/2006
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Ésa es una pregunta que Gertrude Harris (de soltera, Farr) nunca pudo hacerle a su padre Harry. Sólo hacía siete días que había nacido cuando él se fue para luchar en la Primera Guerra Mundial. Tras dos años de combates en el frente occidental, fue condenado a muerte por “seguir un comportamiento inadecuado ante el enemigo y demostrar cobardía”. Hace unos pocos días, sin embargo, el ministro de Defensa, Des Browne, decidió solicitar el perdón para Farr y los más de trescientos soldados que fueron ejecutados entre 1914 y 1918 por infringir la disciplina militar. Si el Parlamento aprueba el perdón en grupo, Harry Farr no habrá muerto como cobarde. Lo ascenderán (según las palabras del señor Browne) a “víctima de la guerra”.
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Sin lugar a dudas, los gemelos de Günter Grass le habrán hecho esta pregunta a menudo. Durante años, el premio Nobel, autor de El tambor de hojalata, daba una respuesta inocua. Contaba que, al igual que muchos otros adolescentes alemanes durante los últimos días de la guerra, fue un soldado auxiliar en una unidad antiaérea. Fue herido y, al final, lo hicieron prisionero. Una víctima de la guerra, en otras palabras.
Sin embargo, hace un par de semanas Grass admitió en una entrevista que, en realidad, lo asignaron a la 10. ª división acorazada Frundsburg de las SS. Sí, lo han leído bien: la figura literaria más destacada de la izquierda alemana - que en 1985 censuró al canciller Helmut Kohl y al presidente Ronald Reagan por visitar el cementerio de guerra de Bitburg, ya que en él había enterrados 24 oficiales de las SS- resulta que él mismo fue miembro de las SS, un miembro hecho y derecho de la guardia pretoriana del partido Nazi, declarada organización criminal en Nuremberg e implicada de forma más directa en el holocausto que cualquier otra organización del Tercer Reich.
Esto no significa - como podrían dar a entender algunas de las reacciones más indignadas tras su confesión- que el señor Grass fuera un criminal de guerra, puesto que el mero hecho de pertenecer a las Waffen-SS (el brazo militar de las SS) nunca ha sido motivo para enjuiciar a alguien. Según el nuevo testimonio de Grass, no hizo más que “holgazanear” y “sobrevivir” en los últimos meses de la guerra, cuando su división intentaba, en vano, detener el avance soviético en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia.
No obstante, la noticia (que, por cierto, no ha perjudicado en absoluto las ventas de su autobiografía, publicada de forma simultánea) deja en ridículo el supuesto papel fundamental que ha desempeñado Grass para ayudar a que la Alemania de posguerra aceptara el pasado.”Ha demostrado - afirmó el representante de la academia sueca que le entregó el Nobel en 1999- que mientras la literatura recuerde lo que la gente se apresura a olvidar, seguirá siendo un poder al que habrá que tener en cuenta”. Oh, cielos.
Vergangenheitsbewältigung (aceptar el pasado) es una palabra muy alemana, pero una actividad universal. Estos dos casos ilustran uno de los principales problemas de intentar ponerla en práctica: el peligro de formular juicios históricos partiendo de la base de unos criterios anacrónicos. Se trata del mismo error que cometieron aquellos que califican las hambrunas indias de holocaustos victorianos o aquellos que comparan la campaña contra Mau Mau en la década de 1950 en Kenia con el terror de Stalin.
Examinemos con mayor detenimiento el caso del soldado Farr. Habría que tener un corazón de piedra para no conmoverse ante la suerte que corrió. Tras sufrir una gran conmoción por la explosión de un obús, permaneció hospitalizado durante cinco meses. Le temblaban tanto las manos que no podía ni sujetar un bolígrafo. Cuando lo enviaron de nuevo a las trincheras, se vino abajo. “Como no vayas al puto frente, te reventaré el puto cerebro”, le dijo su brigada. “No puedo ir”, respondió Farr. El tribunal militar sólo tardó veinte minutos en condenarlo a muerte ante un pelotón de fusilamiento. Si lo juzgáramos según los principios de hoy en día, el trato que recibió Farr fue, sin lugar a dudas, una violación vergonzosa de sus derechos humanos. De hecho, hay gente que diría que los que lo condenaron a muerte eran los verdaderos criminales. Sin embargo, algo parecido podría decirse sobre la mayoría, si no todas. HAY QUE ENTENDER LA experiencia de Günter Grass en un contexto donde la justicia militar alemana ejecutó a 20,000 de sus hombres por desertar. LA PROPENSIÓN A desertar de los británicos parece constante a lo largo del tiempo, a pesar de la moderación de la justicia militar las ejecuciones por actos criminales llevadas a cabo a lo largo de la historia. Si uno está en contra de la pena de muerte por principio, podría preguntarse por qué se ha elegido a unos cuantos centenares de soldados rasos para perdonarlos. Muchos de los crímenes por los que fueron ahorcados varios jóvenes del siglo XVIII, por ejemplo, no fueron más que pequeños hurtos. Hoy en día, la mayoría de esos delincuentes juveniles sólo deberían hacer frente a una amonestación o a una sentencia por comportamiento antisocial. ¿No deberíamos perdonar también a los ladrones ahorcados, ya que estamos en ello?
Durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar británica fue, sin duda alguna, muy dura, aunque la juzguemos por el rasero de la época. De acuerdo con la ley del Ejército (1881) y la ley del Ejército Indio (1911), se fusiló a 266 soldados británicos y coloniales por deserción, a 18 por cobardía, a siete por abandonar sus puestos y a dos por deshacerse de sus armas: 293 en total. (Las otras ejecuciones fueron por delitos de naturaleza distinta, como el asesinato.) Y esto sólo supone una parte de las 3.000 sentencias de muerte dictadas por los tribunales militares, la mayoría de las cuales no se ejecutaron. Sin embargo, sólo 150 alemanes fueron condenados a muerte por negligencias comparables en el cumplimiento del deber, de los cuales 18 fueron fusilados.
Los oficiales británicos de alto rango insistían en que era necesario fusilar a soldados como Harry Farr (recurriendo a la famosa cita de Voltaire) “pour encourager les autres”. Al fin y al cabo, durante gran parte de la guerra el ejército británico tuvo una fuerza de combate inferior a la del enemigo, ya que había reclutado y preparado a sus hombres a toda prisa después de que hubiera empezado la guerra, y también se hallaba en una posición estratégica más débil, ya que se vio obligado a lanzar repetidas ofensivas contra las posiciones alemanas, que estaban muy bien defendidas, en Bélgica y Francia. Sin embargo, el porcentaje de deserción del ejército británico no fue superior en la Segunda Guerra Mundial en comparación con la Primera, a pesar del hecho de que se había abolido la pena de muerte como castigo por deserción en 1930. De hecho, la media fue algo inferior (7 por 1.000 en la segunda, en comparación con el 10 por 1.000 de la primera).
¿Cómo puede compararse todo eso con el ejército de hoy en día que, según grupos como Military Families Against the War, está sufriendo una gran desmoralización debido a la experiencia de Iraq? Según las cifras que proporcionó el Ministerio de Defensa hace poco más de una semana, 2.030 soldados británicos abandonaron sus unidades entre el 2003 y el 2005 y posteriormente fueron despedidos (en la actualidad pocos casos llegan a un tribunal militar; aquellos que abandonan el ejército sin permiso simplemente son despedidos al cabo de un tiempo). Todo esto da como resultado un porcentaje de deserción del 7 por 1.000 durante el año 2005, un punto menos que el año anterior. En otras palabras, la propensión a desertar de los soldados británicos parece muy constante a lo largo del tiempo, a pesar de una acentuada moderación de la justicia militar y de los profundos cambios que ha habido en la naturaleza de la guerra.
En el otro extremo del ejército voluntario de verdad que existe hoy en día se encontraba la experiencia alemana de la Segunda Guerra Mundial. Después de adoptar una posición relativamente liberal durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar alemana pasó a ser draconiana en el periodo final de la Segunda. La Wehrmacht ejecutó a entre 15.000 y 20.000 de sus hombres por los llamados crímenes políticos de deserción o Wehrkraftzersetzung (desmoralización del ejército) y condenó a muerte a miles de soldados más al destinarlos a batallones de castigo.
Es en este contexto en el que hay que entender la experiencia de Günter Grass en las Waffen-SS. Cuando lo llamaron a filas, en noviembre de 1944, estaba clarísimo que Alemania iba a perder la guerra y, además, se había volcado en un último esfuerzo a la desesperada para impedir que el país fuera invadido por el ejército Rojo. Una de las medidas que tomaron los máximos dirigentes nazis para reforzar la dañada moral de sus hombres fue la de no restringir la pena de muerte. En esa época los alemanes normales corrían casi el mismo peligro que las minorías étnicas que se habían convertido en el principal objetivo de los nazis.
En retrospectiva, conceder el perdón a unos desertores de la Primera Guerra Mundial es un gesto tan huero como condenar a unos reclutas de la Segunda. Harry Farr y Günter Grass no fueron más que dos pequeñas piezas de la monstruosa maquinaria de picar carne de la guerra total. Por este motivo, la pregunta que los niños deberían hacerle a los veteranos no es “¿qué hiciste en la guerra, papá?”, sino “¿qué te hizo la guerra?”.
Penitentes vitalicios/José María Ridao, es diplomático
Tomado de La Vanguardia, 27/08/2006
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Ésa es una pregunta que Gertrude Harris (de soltera, Farr) nunca pudo hacerle a su padre Harry. Sólo hacía siete días que había nacido cuando él se fue para luchar en la Primera Guerra Mundial. Tras dos años de combates en el frente occidental, fue condenado a muerte por “seguir un comportamiento inadecuado ante el enemigo y demostrar cobardía”. Hace unos pocos días, sin embargo, el ministro de Defensa, Des Browne, decidió solicitar el perdón para Farr y los más de trescientos soldados que fueron ejecutados entre 1914 y 1918 por infringir la disciplina militar. Si el Parlamento aprueba el perdón en grupo, Harry Farr no habrá muerto como cobarde. Lo ascenderán (según las palabras del señor Browne) a “víctima de la guerra”.
¿Qué hiciste en la guerra, papá? Sin lugar a dudas, los gemelos de Günter Grass le habrán hecho esta pregunta a menudo. Durante años, el premio Nobel, autor de El tambor de hojalata, daba una respuesta inocua. Contaba que, al igual que muchos otros adolescentes alemanes durante los últimos días de la guerra, fue un soldado auxiliar en una unidad antiaérea. Fue herido y, al final, lo hicieron prisionero. Una víctima de la guerra, en otras palabras.
Sin embargo, hace un par de semanas Grass admitió en una entrevista que, en realidad, lo asignaron a la 10. ª división acorazada Frundsburg de las SS. Sí, lo han leído bien: la figura literaria más destacada de la izquierda alemana - que en 1985 censuró al canciller Helmut Kohl y al presidente Ronald Reagan por visitar el cementerio de guerra de Bitburg, ya que en él había enterrados 24 oficiales de las SS- resulta que él mismo fue miembro de las SS, un miembro hecho y derecho de la guardia pretoriana del partido Nazi, declarada organización criminal en Nuremberg e implicada de forma más directa en el holocausto que cualquier otra organización del Tercer Reich.
Esto no significa - como podrían dar a entender algunas de las reacciones más indignadas tras su confesión- que el señor Grass fuera un criminal de guerra, puesto que el mero hecho de pertenecer a las Waffen-SS (el brazo militar de las SS) nunca ha sido motivo para enjuiciar a alguien. Según el nuevo testimonio de Grass, no hizo más que “holgazanear” y “sobrevivir” en los últimos meses de la guerra, cuando su división intentaba, en vano, detener el avance soviético en la frontera entre Alemania y Checoslovaquia.
No obstante, la noticia (que, por cierto, no ha perjudicado en absoluto las ventas de su autobiografía, publicada de forma simultánea) deja en ridículo el supuesto papel fundamental que ha desempeñado Grass para ayudar a que la Alemania de posguerra aceptara el pasado.”Ha demostrado - afirmó el representante de la academia sueca que le entregó el Nobel en 1999- que mientras la literatura recuerde lo que la gente se apresura a olvidar, seguirá siendo un poder al que habrá que tener en cuenta”. Oh, cielos.
Vergangenheitsbewältigung (aceptar el pasado) es una palabra muy alemana, pero una actividad universal. Estos dos casos ilustran uno de los principales problemas de intentar ponerla en práctica: el peligro de formular juicios históricos partiendo de la base de unos criterios anacrónicos. Se trata del mismo error que cometieron aquellos que califican las hambrunas indias de holocaustos victorianos o aquellos que comparan la campaña contra Mau Mau en la década de 1950 en Kenia con el terror de Stalin.
Examinemos con mayor detenimiento el caso del soldado Farr. Habría que tener un corazón de piedra para no conmoverse ante la suerte que corrió. Tras sufrir una gran conmoción por la explosión de un obús, permaneció hospitalizado durante cinco meses. Le temblaban tanto las manos que no podía ni sujetar un bolígrafo. Cuando lo enviaron de nuevo a las trincheras, se vino abajo. “Como no vayas al puto frente, te reventaré el puto cerebro”, le dijo su brigada. “No puedo ir”, respondió Farr. El tribunal militar sólo tardó veinte minutos en condenarlo a muerte ante un pelotón de fusilamiento. Si lo juzgáramos según los principios de hoy en día, el trato que recibió Farr fue, sin lugar a dudas, una violación vergonzosa de sus derechos humanos. De hecho, hay gente que diría que los que lo condenaron a muerte eran los verdaderos criminales. Sin embargo, algo parecido podría decirse sobre la mayoría, si no todas. HAY QUE ENTENDER LA experiencia de Günter Grass en un contexto donde la justicia militar alemana ejecutó a 20,000 de sus hombres por desertar. LA PROPENSIÓN A desertar de los británicos parece constante a lo largo del tiempo, a pesar de la moderación de la justicia militar las ejecuciones por actos criminales llevadas a cabo a lo largo de la historia. Si uno está en contra de la pena de muerte por principio, podría preguntarse por qué se ha elegido a unos cuantos centenares de soldados rasos para perdonarlos. Muchos de los crímenes por los que fueron ahorcados varios jóvenes del siglo XVIII, por ejemplo, no fueron más que pequeños hurtos. Hoy en día, la mayoría de esos delincuentes juveniles sólo deberían hacer frente a una amonestación o a una sentencia por comportamiento antisocial. ¿No deberíamos perdonar también a los ladrones ahorcados, ya que estamos en ello?
Durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar británica fue, sin duda alguna, muy dura, aunque la juzguemos por el rasero de la época. De acuerdo con la ley del Ejército (1881) y la ley del Ejército Indio (1911), se fusiló a 266 soldados británicos y coloniales por deserción, a 18 por cobardía, a siete por abandonar sus puestos y a dos por deshacerse de sus armas: 293 en total. (Las otras ejecuciones fueron por delitos de naturaleza distinta, como el asesinato.) Y esto sólo supone una parte de las 3.000 sentencias de muerte dictadas por los tribunales militares, la mayoría de las cuales no se ejecutaron. Sin embargo, sólo 150 alemanes fueron condenados a muerte por negligencias comparables en el cumplimiento del deber, de los cuales 18 fueron fusilados.
Los oficiales británicos de alto rango insistían en que era necesario fusilar a soldados como Harry Farr (recurriendo a la famosa cita de Voltaire) “pour encourager les autres”. Al fin y al cabo, durante gran parte de la guerra el ejército británico tuvo una fuerza de combate inferior a la del enemigo, ya que había reclutado y preparado a sus hombres a toda prisa después de que hubiera empezado la guerra, y también se hallaba en una posición estratégica más débil, ya que se vio obligado a lanzar repetidas ofensivas contra las posiciones alemanas, que estaban muy bien defendidas, en Bélgica y Francia. Sin embargo, el porcentaje de deserción del ejército británico no fue superior en la Segunda Guerra Mundial en comparación con la Primera, a pesar del hecho de que se había abolido la pena de muerte como castigo por deserción en 1930. De hecho, la media fue algo inferior (7 por 1.000 en la segunda, en comparación con el 10 por 1.000 de la primera).
¿Cómo puede compararse todo eso con el ejército de hoy en día que, según grupos como Military Families Against the War, está sufriendo una gran desmoralización debido a la experiencia de Iraq? Según las cifras que proporcionó el Ministerio de Defensa hace poco más de una semana, 2.030 soldados británicos abandonaron sus unidades entre el 2003 y el 2005 y posteriormente fueron despedidos (en la actualidad pocos casos llegan a un tribunal militar; aquellos que abandonan el ejército sin permiso simplemente son despedidos al cabo de un tiempo). Todo esto da como resultado un porcentaje de deserción del 7 por 1.000 durante el año 2005, un punto menos que el año anterior. En otras palabras, la propensión a desertar de los soldados británicos parece muy constante a lo largo del tiempo, a pesar de una acentuada moderación de la justicia militar y de los profundos cambios que ha habido en la naturaleza de la guerra.
En el otro extremo del ejército voluntario de verdad que existe hoy en día se encontraba la experiencia alemana de la Segunda Guerra Mundial. Después de adoptar una posición relativamente liberal durante la Primera Guerra Mundial, la justicia militar alemana pasó a ser draconiana en el periodo final de la Segunda. La Wehrmacht ejecutó a entre 15.000 y 20.000 de sus hombres por los llamados crímenes políticos de deserción o Wehrkraftzersetzung (desmoralización del ejército) y condenó a muerte a miles de soldados más al destinarlos a batallones de castigo.
Es en este contexto en el que hay que entender la experiencia de Günter Grass en las Waffen-SS. Cuando lo llamaron a filas, en noviembre de 1944, estaba clarísimo que Alemania iba a perder la guerra y, además, se había volcado en un último esfuerzo a la desesperada para impedir que el país fuera invadido por el ejército Rojo. Una de las medidas que tomaron los máximos dirigentes nazis para reforzar la dañada moral de sus hombres fue la de no restringir la pena de muerte. En esa época los alemanes normales corrían casi el mismo peligro que las minorías étnicas que se habían convertido en el principal objetivo de los nazis.
En retrospectiva, conceder el perdón a unos desertores de la Primera Guerra Mundial es un gesto tan huero como condenar a unos reclutas de la Segunda. Harry Farr y Günter Grass no fueron más que dos pequeñas piezas de la monstruosa maquinaria de picar carne de la guerra total. Por este motivo, la pregunta que los niños deberían hacerle a los veteranos no es “¿qué hiciste en la guerra, papá?”, sino “¿qué te hizo la guerra?”.
Penitentes vitalicios/José María Ridao, es diplomático
Publicado en EL País, 03/09/2006
Salvar la obra y condenar al hombre: a grandes rasgos, ésa ha sido la postura dominante en el escándalo que ha desencadenado la tardía confesión de Günter Grass reconociendo su pertenencia juvenil a las SS. Y en la tarea de condenar al hombre no han faltado quienes consideran, por lo visto, que el hallazgo de un talón de Aquiles en el adversario político o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las más bajas pasiones, porque permite disfrazarlas de rigor crítico, de lúcida independencia, incluso de insobornable virtud. El repertorio de argumentos vejatorios contra el autor de El tambor de hojalata ha ido, así, desde considerar que la revelación se inscribe en una bien orquestada campaña publicitaria para arropar la publicación de sus memorias, hasta la insinuación de que, en realidad, se trata de un intento de adelantar una versión edulcorada de su biografía para cerrar el paso a otros datos más comprometedores.
En España, la confesión de Grass ha servido, además, para seguir engordando en su jaula de papel a ese muñeco del izquierdista ramplón inventado por algunos escritores y periodistas que, sin que se conozca a ciencia cierta el motivo, se han arrogado entre nosotros el monopolio de las ideas liberales. Después de vestirlo con chompas y pasamontañas, después de colocarle entre las manos pancartas defendiendo las causas más inverosímiles, ahora le ha llegado el turno a su altarcito de referentes morales.
Si lo que se ha sabido del pasado de Grass fuese una rarísima excepción, no sólo en Alemania, sino en la totalidad del mundo germánico, y también europeo, habría motivos para despachar el asunto como una imperdonable ocultación semejante a la de quienes pretenden protegerse de una homosexualidad latente exhibiendo una virulenta homofobia. Pero resulta que el caso Grass es un nuevo episodio en una saga de la que, de manera recurrente, se ha ido teniendo noticia con el antiguo secretario general de Naciones Unidas Kurt Waldheim, el genial director de orquesta Herbert von Karajan, o el reconocido teólogo y actual cabeza de la Iglesia católica, Joseph Ratzinger. En cada uno de estos episodios, y en tantos otros menos conocidos o aún por conocer, lo que quedaba implícitamente en entredicho era el principio, o mejor, el criterio, la simple convención, que los Aliados adoptaron para evitar que los procesos judiciales abiertos al término de la Segunda Guerra Mundial sentasen en el banquillo, por una u otra razón, desde el primero hasta el último de los alemanes vencidos. La decisión fue considerar que, a falta de mejores pruebas, los soldados movilizados por la Wehrmacht eran inocentes, mientras que los miembros de las SS, como prolongación del Partido Nazi, eran culpables. Esta distinción, trazada a ojo de buen cubero entre las ruinas aún humeantes del conflicto más devastador de la historia, permitió algo de lo que los herederos de los Aliados deberían sentirse orgullosos: Alemania dejó de ser una amenaza para nadie, incluidos los propios alemanes.
En cada ocasión en que ha estallado un escándalo como el que ahora envuelve a la figura de Grass, lo único que hacen quienes se aprestan a encender las hogueras es proclamar, como si se tratase de un descubrimiento decisivo, que no es verdad algo que, en el origen, nadie consideró como verdad, y es que ese reparto previo de la inocencia y la culpabilidad entre la Wehrmacht y las SS obedeciera a la realidad de los hechos. Como por una burla del destino, el caso Grass parece guardar una cierta simetría con el caso Waldheim. Mientras que éste ocultó encontrarse en los Balcanes y Salónica cuando la Wehrmacht, el ejército en teoría inocente, perpetró atroces matanzas, Grass, por su parte, ocultó haber pertenecido a la organización declarada culpable cuando ésta ya sólo estaba en condiciones de reclutar criaturas para intentar una resistencia numantina. Tanto en un caso como en el otro, la responsabilidad personal, la que deriva de los actos efectivamente realizados, fue limitada: según estableció una comisión oficial de historiadores austriacos, Waldheim pudo tener conocimiento de lo que estaba sucediendo, pero no se encontró prueba ninguna sobre su participación en los crímenes.
En cuanto a Grass, el adolescente que lució la doble runa en sus solapas fue hecho prisionero apenas unas semanas más tarde de estrenar el uniforme, sin que, por fortuna, llegase a perpetrar ninguno de los desafueros que formaban parte del perverso ideario de la organización. Así lo entendió el mando Aliado cuando lo dejó en libertad, juzgándole con menos severidad que sus censores actuales.
La ausencia de graves responsabilidades personales en el caso de Waldheim y Grass, comotambién en el de Von Karajan y Ratzinger, debería contribuir a calibrar el verdadero alcance y el verdadero fundamento de los escándalos en los que estas figuras eminentes se han visto envueltas. Entre otras cosas, porque el riesgo mayor que ha terminado provocando el aproximativo reparto de la inocencia y la culpabilidad realizado por los Aliados al término de la guerra no es el de haber dejado sin castigo a los principales responsables de los crímenes del nazismo; por sorprendente que resulte, el riesgo mayor es el de haber contribuido a consagrar una manera de contar la historia reciente de Europa que, de algún modo, se está volviendo contra Europa misma. A fuerza de repetir que la Wehrmacht era inocente y las SS culpables, a fuerza de concentrar la mirada sobre lo que sucedió en Alemania y sólo en Alemania, se ha llegado progresivamente a la convicción de que las siniestras fuerzas de élite del nazismo no sólo fueron responsables de las innumerables y sobrecogedoras atrocidades que cometieron, sino también del ingente número de las que no cometieron. Hasta el punto de que, según se relata hoy el pasado, la Segunda Guerra Mundial ha sido elevada a la categoría de conflicto moral entre un único culpable, encarnación del mal y la tiranía, y una constelación más o menos amplia de inocentes, encarnación del bien y la democracia.
De este modo se ha perdido de vista que el culpable no fue único ni estuvo solo, sino que contó con entusiastas partidarios en un buen número de países europeos, incluso instalados en el gobierno, como fue el caso de Francia, Italia o España, donde los extravíos de juventud son tratados hoy, y precisamente por quienes más se ensañan con Grass, con un rasero cuando menos distinto. En el bando de los inocentes, por su parte, y siempre de acuerdo con el relato escatológico de la Segunda Guerra Mundial que se ha impuesto, habría que contar gobiernos tan democráticos como la Unión Soviética de Stalin; o prácticas tan características del bien como arrasar un país de punta a punta para aterrorizar a la población, según la orden literal de Churchill a Harris, jefe del monstruoso Bombing Command, o como lanzar un artefacto nuclear contra Hiroshima y, apenas unos días más tarde, contra Nagasaki. No deja de resultar desconcertante que una de las pocas voces capaces de hablar con claridad desde el interior mismo de aquel pozo negro de la historia, que no guerra moral, ni conflicto escatológico entre el bien y el mal, fuera la de un escritor católico hoy apenas frecuentado, como fue François Mauriac: combatir a un enemigo tan feroz, vino a decir en Le cahier noir, nos está arrastrando fatalmente a emplear sus mismos métodos. Uno de sus más tempranos y ardientes contradictores acabaría siendo, paradójicamente, uno de sus lectores más atentos y respetuosos: Albert Camus.
Salvar la obra y, en cualquier caso, no caer en la vileza de creer, como se ha creído con Günter Grass, que el hallazgo de un talón de Aquiles en el adversario político o intelectual autoriza a dar rienda suelta a las más bajas pasiones. Si quienes hemos tenido la suerte de vivir en un mundo que, hasta ahora, no nos ha obligado a realizar opciones trágicas tenemos la osadía de juzgar comportamientos ajenos en el pasado, de ganar guerras que ya fueron ganadas, deberíamos al menos ser conscientes de que nada nos garantiza que nosotros hubiéramos adoptado entonces la postura noble y no la indigna. De Sophie Scholl y tantos otros resistentes alemanes al nazismo hay, sin duda, mucho que aprender; pero tanto como de Grass, Waldheim, Von Karajan o Ratzinger, jóvenes fatalmente equivocados y no criminales, que intentaron extraer, cada cual a su modo, cada cual en íntimo combate con sus fantasmas y su vergüenza, como penitentes vitalicios, las amargas lecciones de su error.
El drama de Günter Grass/Carlos Castilla del Pino, es psiquiatra y escritor
Publicado en El País, 2/09/2006
Disiento de la opinión de Vargas Llosa, expuesta en su artículo Günter Grass, en la picota (EL PAÍS, 27 de agosto de 2006). Aunque pueda errar en mi interpretación, entiendo “las proporciones desmesuradas que ha tomado en el mundo la revelación, hecha por él mismo”, de su alistamiento voluntario en la temible Waffen-SS, un secreto guardado por Günter Grass durante 60 años.
¿Por qué esta revelación ahora? Descarto la tan banal como maliciosa interpretación, hecha por algunos, de que Günter Grass busca la publicidad para sus memorias. Venderá más, sin duda, tras el escándalo, pero ese plus en las ventas, ¿justificaría razonablemente el escándalo de su declaración y, lo que es más grave, el deterioro -justificado desde mi punto de vista- de su imagen pública, naturalmente que no la de escritor en tanto tal, sino la de su yo moral -el superyó, para acogerme a un término freudiano que todos conocemos- de Alemania, con seudópodos también por fuera de ella?
No; no es presumible esta hipótesis economicista, por demasiado costosa e ininteligente. Porque es precisamente en esa faceta moral, la más importante para muchos, y desde luego para él, en donde se ha producido el deterioro de su imagen, y supongo que, aunque no unánimemente, con caracteres definitivos e irreversibles.
Las razones para esta tesis son, a mi modo de ver, varias. En primer lugar, él se ha esforzado en presentarse ante los demás como una conciencia moral (podía haberse limitado meramente a ofrecer la del gran narrador que es), olvidando que nadie está justificado para sermonear al mundo, como un Moisés que baja del Sinaí con las Tablas de la Ley entre sus manos, para decir a todos lo que se debe hacer, porque justamente es lo que él cree que se debe hacer. En segundo lugar, porque, aunque no dudo de las muchas virtudes que deben adornar a Günter Grass, ni él ni nadie debe proclamarlas. Las virtudes se practican, pero no se exhiben. Son los demás, en todo caso, los que las descubrirán y colocarán entonces al virtuoso en el pedestal de los hombres heroicamente ejemplares, pero discretos. Decía William James, el gran psicólogo de Harvard, a finales del XIX, que lo que él denominaba yo social, es decir, la imagen pública de cada uno, “está en la mente de los demás”. Y así es, añado yo, por muchos esfuerzos y prédicas que cada cual haga para que los demás acepten la buena imagen que en general uno tiene de sí mismo.
Por último, la razón por la que considero definitivo e irreversible el deterioro de su imagen estriba en un hecho que él mismo ha puesto de manifiesto; a saber: mintió. No se limitó a ocultar, esto es, callar lo que hizo, sino que en su lugar afirmó haber sido lo que no fue: miembro de una batería antiaérea del Ejército regular. La mentira confesada facilita la hipótesis -inverificable y que, por tanto, quedará como permanente sospecha- de que pudo haber otras mentiras, y aún más graves (¿por qué no, si mintió antes?) y no confesadas. Desde ahí, el deterioro definitivo de su imagen a que he hecho referencia, la pérdida de su credibilidad y la imposible restauración de la misma.
¿Y por qué su declaración ahora? Aquí solo caben conjeturas. La más verosímil es que, como todos los que llevan el peso oculto de la culpa, haya temido que en cualquier momento alguien la revelara, y, ante esa eventualidad, lo menos malo, o lo que es igual, lo más inteligente, es descubrirla antes por sí mismo. Piénsese por un momento lo que hubiera significado para Günter Grass el que alguien hubiera denunciado su secreto antes que él. La confesión pública ofrecida es, repito, más inteligente, y desde luego más rentable que la temida denuncia.
Hace ya más de un siglo, Dostoievski escribió una frase eufónicamente feliz, pero absolutamente inexacta: “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. No es así. Por desgracia, a lo largo de los siglos, la creencia en Dios no ha evitado el que los desmanes de muchos creyentes sean equiparables, en cuantía y calidad, a los de muchos incrédulos.
Lo que sí puede asegurarse es que si los demás no existieran, todo estaría permitido. Porque son “los otros” los que componen la conciencia de cada cual. En mi libro La culpa recogí una conclusión de Freud: “La culpa es siempre culpa social”, una formulación equiparable a la de William James, aunque en otra esfera de la vida humana.
El drama de Günter Grass viene a sumarse al de muchos miles de alemanes (y no alemanes). Es uno de los más graves de nuestra historia contemporánea. Pensemos en Pío XII, Kurt Waldheim, Martin Heidegger, Francis Genoud, Leni Riefenstahl y muchos más, algunos de los cuales se contienen en el impresionante volumen de Guitta Sereny El trauma alemán. Como entre nosotros, españoles, lo fue el de Dionisio Ridruejo, Luis Rosales o Pedro Laín Entralgo. Como presumiblemente lo hubiera sido para muchos de nosotros si hubiéramos venido al mundo en un día y una hora tan desafortunados.
El pasado de Gunter Grass/Miguel Escudero y Blanca Álvarez
El CORREO DIGITAL, 4/09/2006
Hace unos años, cuando la vida era en blanco o rojo y vivía en permanente estado de radicalidad, hube de enfrentarme a las lágrimas de un hombre a punto de jubilarse de la Guardia Civil. No lloraba por apego al cuerpo, su llanto resultaba más terrible al imaginarlo bajo un tricornio y lo resumió en una frase: «Tenía quince años, hijo de viuda pobre en una aldea perdida de Galicia; cruzar el océano con una maleta de cartón me daba vértigo. O eso, o entrar al servicio de la Guardia Civil, o morir de hambre. Mi padre había sido un socialista que me enseñó a leer en panfletos ocultos bajo el colchón de hojas de maíz». Tenía 16 años cuando firmó su entrada.
No somos ni ángeles ni demonios. Pero entre las lágrimas del guardia civil y la desmemoria de tipejos que navegan por la política o las revistas del corazón sin recordar las cadenas y consignas utilizadas sólo unos años atrás hay una diferencia: la conciencia. En el primer caso aún sangraba, entre los segundos sólo existe el corcho. Gunter Grass ha confesado, hermosa y olvidada palabra como la de solicitar el perdón por los errores, haber estado alistado en las filas nazis. Con 15 años y en mitad del horror. No sé si es tarde, si existen intereses espurios o tan sólo se trata de saldar cuentas al final de todo. No dirigió, con voluntad, edad y conocimiento, un campo de exterminio, como quienes siguieron viviendo e incluso creando imperios empresariales de los dientes de oro arrancados a los prisioneros y protegidos por silencios interesados. No dirigió masacres a niños y mujeres en Shabra y Chatila para ser presidente, como Sharon.
Olvidamos el derrumbe de un hotel por fraude en los materiales de Jesús Gil y llega hasta la Alcaldía de Marbella; olvidamos el pasado franquista de faraones nacionales que se jubilan con pensión de ministro y agradecimientos por los servicios prestados -ríanse- a la Constitución. Sin embargo todo ‘quisqui’ se siente obligado a denostar la figura de Grass. Claro, es escritor. Los escribas fueron sagrados en la antigüedad, respetados, envidiados, admirados, marginados y ensalzados. A ellos pertenecía el don de la palabra. Ningún padre desea que su hijo sea escritor, pero no existe un burgués de medio pelo que no se fascine con la supuestamente interesante vida del escritor. Y Grass lo es. Por encima y por debajo de sus miserias humanas. Como lo fue Céline por más que nos indignen sus admiraciones al fascismo, como lo fue Ezra Pound, condenado a los hospitales psiquiátricos por sus mismas admiraciones. Como lo fue Víctor Hugo, a cuyo entierro asistieron todos los desheredados de París. Como lo fue Rimbaud, que abjuró de los burgueses que pagaban sus versos y masacraban a obreros revolucionarios.
Quien padece las glorias y miserias de este oficio ha de saber dos cosas: lo admirarán como a un dios mientras buscan la manera de asesinarlo; cualquiera de sus gestos será examinado a la luz de todos los soles, para imitarlo, calumniarlo, acusarlo, derrotarlo. Su palabra aún mantendrá algo de la divinidad para el resto de los mortales y su vida pertenecerá siempre a la marginación. Aunque se la revistan de metales preciosos. He dicho escritor, no cortesano/a. Lean este último término en todas las acepciones del diccionario de la Real Academia. Sorprende mucho el revuelo que se ha formado este verano al saberse que Günter Grass sirvió en las SS. Ha sido el propio escritor quien lo ha revelado a un periódico alemán, pocos días antes de aparecer su libro ‘Pelando la cebolla’, en donde refiere someramente su paso por esa ignominiosa organización. No obstante, su juvenil militancia nazi era bien conocida. Grass ha dicho que necesitaba y le agobiaba confesar su paso por las SS. No sé, a la vejez, viruelas. Ahora bien, la cuestión es saber si tal adscripción supuso algún delito concreto que se deba recriminar.
El autor de ‘El tambor de hojalata’ (1959) tenía 11 años cuando el régimen nazi hizo estallar la II Guerra Mundial. En 1990, nueve años antes de obtener el premio Nobel de Literatura, publicó un artículo, ‘Escribir después de Auschwitz’, en donde decía que a los quince años, seducido por la posibilidad de hacer novillos, inició su actividad como colaborador juvenil de la defensa antiaérea y refería su fanatismo como miembro de las Juventudes Hitlerianas, «era una estupidez generalizada, situada por encima de diferencias de clase o religión, que se alimentaba de la autocomplacencia de los alemanes». Asimismo deploraba haber aceptado sumirse en la ignorancia y consagrarse a causas ‘idealistas’, como la de considerar que ‘la bandera es más importante que la vida’; ¿qué bandera y qué vida?, podríamos preguntarnos.
Hasta el final del III Reich, su educación «había consistido en un mero adoctrinamiento en las metas del nacionalsocialismo». Pero ya hace más de dos decenios que Günter Grass dijo en público: «Desde los quince años, yo sabía que en los alrededores de mi ciudad natal (Danzig, la actual Gdansk polaca) se encontraba el campo de concentración de Stutthof, rodeado de un hermoso paisaje, entre el Báltico y la ensenada. No sólo Dachau y Buchenwald estaban cerca. Uno de los 1,634 campos de concentración registrados se llamaba Bergen-Belsen. En toda Alemania resonaban cotidianamente, en tono de amenaza o advertencia, los nombres de los campos cercanos; la abreviatura KZ era usual. Pero nadie preguntaba: ¿Qué pasa ahí y en otros lugares, a quiénes les pasa eso, y hasta qué extremo? Yo tampoco preguntaba». ¿No es un claro descargo de conciencia?
Alguien ha escrito que ahora Grass ha dejado de ser un ‘referente’ moral. Para mí nunca lo fue y, en cambio, sigue siendo lo que era: un escritor. ¿No se desenfoca la realidad con puritanismo? ¿Podría ‘recuperar puntos’ por haber fundado la ‘Asociación de Votantes Socialdemócratas’ o por ver ese ideario como exigencia de «revisión permanente de lo establecido»?
Hasta el final del III Reich, su educación «había consistido en un mero adoctrinamiento en las metas del nacionalsocialismo». Pero ya hace más de dos decenios que Günter Grass dijo en público: «Desde los quince años, yo sabía que en los alrededores de mi ciudad natal (Danzig, la actual Gdansk polaca) se encontraba el campo de concentración de Stutthof, rodeado de un hermoso paisaje, entre el Báltico y la ensenada. No sólo Dachau y Buchenwald estaban cerca. Uno de los 1,634 campos de concentración registrados se llamaba Bergen-Belsen. En toda Alemania resonaban cotidianamente, en tono de amenaza o advertencia, los nombres de los campos cercanos; la abreviatura KZ era usual. Pero nadie preguntaba: ¿Qué pasa ahí y en otros lugares, a quiénes les pasa eso, y hasta qué extremo? Yo tampoco preguntaba». ¿No es un claro descargo de conciencia?
Alguien ha escrito que ahora Grass ha dejado de ser un ‘referente’ moral. Para mí nunca lo fue y, en cambio, sigue siendo lo que era: un escritor. ¿No se desenfoca la realidad con puritanismo? ¿Podría ‘recuperar puntos’ por haber fundado la ‘Asociación de Votantes Socialdemócratas’ o por ver ese ideario como exigencia de «revisión permanente de lo establecido»?
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