Cabría establecer la hipótesis de que un país con una población de 300 millones de estadounidenses constituye una magnitud suficiente como para gobernar todo el planeta o, como mínimo, un par de países frágiles y desestructurados del mundo. Iraq tiene 27 millones, Afganistán 31 millones de habitantes. No obstante, mientras Estados Unidos acaba de alcanzar oficialmente la cifra de 300 millones, hemos oído asombrosas manifestaciones que vienen a levantar acta de las dimensiones de la crisis que encara el virtual imperio norteamericano.
El primer reconocimiento en tal sentido ha procedido de la persona del propio George W. Bush. A la pregunta de los periodistas de si la situación en Iraq era comparable a la de Vietnam en la fase de la ofensiva del Tet de 1968 - situación interpretada de forma errónea por muchos como el principio del fin del apoyo norteamericano a Vietnam del Sur-, el presidente admitió que la comparación “podría ser correcta y acertada”.
Ese mismo día, el portavoz del mando militar estadounidense en Iraq confesó que el último esfuerzo de sus fuerzas armadas para sofocar la escalada de la guerra civil en el centro de Iraq “no ha respondido a nuestras expectativas, tendentes a conseguir unos niveles inferiores de violencia”. Jerga militar para decir que han “fracasado por completo”.
Hace un año, tales declaraciones habrían sido titulares de prensa.
Ahora, la gente se ha limitado a encogerse de hombros. De hecho, es ya un tópico afirmar que Iraq se ha convertido en la nueva pesadilla para Estados Unidos.
Ahora bien, ¿se trata de una realidad inexorable? Hace menos de un siglo, antes de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña tenía 26 millones de habitantes, apenas un 2,5% de la humanidad. Sin embargo, los británicos fueron capaces de gobernar un enorme imperio que abarcaba 375 millones de habitantes suplementarios, más de una quinta parte de la población mundial. Entonces, ¿cómo es que 300 millones de estadounidenses no pueden reducir y poner en vereda a menos de 30 millones de iraquíes?
Hace tres años, cuando Estados Unidos irrumpía en Iraq, escribí un libro titulado Coloso, cuyo subtítulo, Auge y decadencia del imperio americano, resumía, de hecho, una sombría y pesimista predicción. Mi razonamiento señalaba que resultaba improbable que Estados Unidos pudiera ser un poder imperial tan exitoso y tenaz en su empeño como lo había sido su predecesor británico, debido a un triple motivo: su déficit económico, su dispersión y falta de coordinación en el terreno de la iniciativa política, y sus insuficientes recursos humanos en el plano militar. De manera bastante brutal y aun bárbara, comparé el imperio norteamericano con “esos obesos teleadictos (…) que viven a crédito, se resisten a marchar al frente y se sienten inclinados a perder todo interés en tareas que requieran un esfuerzo prolongado”.
Me habría gustado equivocarme. Lamentablemente, los acontecimientos en Iraq han dado la razón a este análisis. No ha cuajado ningún plan Marshall para reanimar la economía iraquí y el respaldo interno a la operación en marcha duró poco.
Invertí buena parte del mes pasado viajando por distintos puntos del país (deteniéndome en librerías y salas de conferencias, donde departía con lectores y público diverso), de Manhattan a California y Arizona. Casi todas las personas con las que tuve ocasión de conversar - incluidos numerosos republicanos- suspiraban por que su país saliera de Iraq (esta semana he recibido un e-mail que resume el talante: “Estamos hartos de él (Bush) y de su guerra”).
En fin, falta de fondos y apoyo pasajero, efímero… La verdad, no obstante, es que se trataba de problemas de fácil pronóstico que por cierto ya se han registrado en anteriores incursiones de Estados Unidos en tierras extranjeras (la presencia en Alemania occidental y Japón durante la posguerra constituyen excepciones que demuestran la regla). En todo caso, sigue siendo preocupante el déficit apreciable de recursos disponibles.
Veamos: ¿por qué posee tan pocas tropas desplegadas el tercer país más populoso del mundo? La respuesta que salta a la vista es que si se atiende al tamaño de la población estadounidense y al enorme presupuesto del Pentágono, resalta de forma patente que el contingente de las fuerzas armadas estadounidenses es notablemente reducido. En el 2004, el personal en activo adscrito al departamento de Defensa era de 1,427.000 personas, cifra sensiblemente inferior a los más de dos millones de internos en establecimientos penitenciarios. Apenas una quinta parte del mencionado personal activo de defensa se hallaba destacado en esa fecha en el extranjero, de ellos 171.000 en Iraq. Lo que equivale a un 0,06% de la población estadounidense total.
La cifra de tropas actualmente estacionada en Iraq no alcanza los 140.000 efectivos, lo que viene a ser un contingente similar al de los soldados británicos enviados a Iraq para derrotar a la insurgencia en 1920… en un momento en que la población iraquí constituía una décima parte de la actual.
Suele reconocerse habitualmente que el escaso nivel de uniformados es en Estados Unidos una tradición nacional. Hace un siglo, las fuerzas armadas representaban el 1,6% de la población francesa, el 1,1% de la población alemana y el 0,9% de la población británica, pero sólo el 0,1% de toda la población estadounidense. La diferencia estriba en que actualmente Estados Unidos trata de desempeñar la clase de papel que desempañaron entonces las potencias extranjeras. El problema es que se trata de un imperio, para decirlo sin rodeos, dotado de insuficientes legiones.
Para empeorar las cosas, el Departamento de Defensa ha sido dirigido desde el 2001 por un hombre fervientemente convencido de que menos es más. Ahora sabemos que fue Donald Rumsfeld quien desdeñó reiteradamente el consejo de los expertos en el sentido de que serían necesarios varios cientos de miles de soldados para garantizar la estabilidad de Iraq a lo largo de la posguerra. Fue él, también, quien insistió en reducir el número de tropas precisamente cuando su número les proporcionaba sobre el terreno mayores niveles de seguridad.
Ya en el 2003 razoné que esta clase de error sólo podría corregirse si los líderes políticos de Estados Unidos aprendieran un poco de historia. ¡Qué ingenuo fui entonces! Porque lo cierto es que la política relativa a Iraq no se ha fundamentado nunca en un cálculo racional de las necesidades del país. Ala vista está que la máxima preocupación de Rumsfeld ha consistido en tratar de ganar la partida en las riñas y disputas entre el Departamento de Defensa, los altos mandos del Estado Mayor y el Departamento de Estado… al igual que el vicepresidente, Dick Cheney, ansiaba satisfacer las aspiraciones de las bases republicanas en pos de recortes fiscales y victorias fáciles.
El historiador alemán Eckart Kehr sostuvo en los años 20 que la política extranjera de la Alemania del káiser Guillermo II fue una fruta en mal estado resultante de la primacía de la política interior.
Las decisiones en materia de diplomacia y estrategia - razonó- no obedecían a un cálculo razonable en el tablero internacional, sino a miopes maquinaciones políticas dedicadas, por ejemplo, a establecer si una armada de mayores proporciones satisfaría las aspiraciones de este o aquel grupo industrial o si unos impuestos más altos podrían ajustar las cuentas a los terratenientes prusianos. He ido cayendo en la cuenta, sencillamente, de que la política exterior estadounidense se halla aquejada de una patología similar. La primacía de la política interior - traducida en disputas intestinas y manipulación electoral- explica los motivos por los que la empresa iraquí, desde un principio, ha acusado escasez de personal.
El déficit de recursos, sin embargo, no se circunscribe a la política y a las decisiones que deben adoptarse. “Ahora somos un imperio“, dijo un asesor presidencial al periodista Ron Suskind en un arranque de arrogancia en el 2004, “y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad”. Pero es posible que tal realidad consista en que Estados Unidos sea demográficamente incapaz de proceder como un imperio tradicional. Al fin y al cabo, ser un imperio tiene que ver con la capacidad de exportar población, con la existencia y la obra de colonizadores. Estados Unidos, en cambio, es una realidad que cabe asociar a la importación de población, aproximadamente a razón de 1,5 millón de personas al año.
En mi libro Coloso: auge y decadencia del imperio americano indiqué que la Unión Europea constituía una nueva especie de entidad política: ¡en lugar de un empire, un impire! Esto es, un contrapeso (una Europa a medio camino entre Bruselas y Bizancio) a la influencia internacional estadounidense, ampliado mediante el consenso y no la coerción. Ahora comprendo lo que no distinguí antes: que tras la fachada de su poderío militar, Estados Unidos es también un impire… Se ensancha importando, no exportando gente.
En la era del imperialismo las poblaciones europeas crecieron tan rápidamente que se enseñoreaban de los océanos, conquistando y colonizando cuantas tierras pisaban. En la actualidad, prosigue el flujo migratorio hacia Estados Unidos, donde representa aproximadamente la mitad del crecimiento total de la población, pero procede, sobre todo, de Latinoamérica y Asia, no de Europa. Entre tanto, las áreas del planeta colonizadas en su día por los europeos están invirtiendo los términos colonizando Europa…
Tal vez, así las cosas, la invasión de Iraq ha sido un anacronismo, un salto atrás a la época en que los imperios europeos y sus retoños colonizadores como Estados Unidos podían dominar despóticamente al resto del mundo. Las proyecciones de las Naciones Unidas indican que los diez países más populosos del mundo serán en el 2050 asiáticos o africanos, con dos únicas excepciones: México y Estados Unidos. Y, atención: según la oficina del censo estadounidense, al menos una cuarta parte de la población de Estados Unidos será de origen hispano. Y únicamente uno de cada dos será blanco no hispano.
*Profesor de Historia Laurence A. Tisch de la Universidad de Harvard y miembro de la junta de gobierno del Jesus College de Oxford.
*Profesor de Historia Laurence A. Tisch de la Universidad de Harvard y miembro de la junta de gobierno del Jesus College de Oxford.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
Tomado de LA VANGUARDIA, 27/10/2006)
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