Guerra en Georgia/Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa
La mayoría de comentarios de los medios de comunicación occidentales sobre el conflicto que opone Georgia a Rusia a propósito de Osetia del Sur dibujan un enfrentamiento desigual entre una gran potencia y un pequeño país democrático que merece una respuesta solidaria.
Las cosas son seguramente un poco más complicadas, más allá de la valoración del carácter del régimen georgiano.
Si bien es verdad que desde hace tres o cuatro años se asiste a un regreso con brío de Rusia a la escena internacional y Moscú emplea crecientemente un lenguaje de fuerza, es realmente Georgia la que tomó la iniciativa de desencadenar las hostilidades lanzando un ataque contra los separatistas osetios el mismo día de la apertura de los Juegos Olímpicos.
El presidente Saakashvili ha cometido un grave error de análisis. Ciertamente se las ha arreglado para consolidar su poder interno galvanizando la unión nacional. Sin embargo, ¿esperaba que Moscú no reaccionara? ¿Confiaba en que en caso contrario contaría con un respaldo firme de sus aliados occidentales, con Estados Unidos a la cabeza? ¿Quería obligar a Washington a actuar a su pesar aprovechando los últimos meses de la presencia de George W. Bush en la Casa Blanca?
No era menester ser un gran experto para saber que el Kremlin no se sentiría suficientemente impresionado por la tregua olímpica como para permitir que las fuerzas georgianas reconquistaran Osetia: habría sido una enorme confesión de debilidad que el nuevo presidente Medvedev no podía ni quería permitirse. Rusia había lanzado advertencias suficientemente numerosas como para disipar cualquier ilusión o espejismo. La correlación de fuerzas militares se inclina indiscutiblemente en favor de Moscú, sabiamente consciente de que en el peor de los casos los países occidentales respaldarán moralmente a Tiflis pero evitarán cuidadosamente involucrarse directamente en el plano militar, postura que les enfrentaría a Rusia.
Lo más previsible, en consecuencia, es que el control directo de Rusia o bien por aliados interpuestos sobre Osetia o sobre la otra región separatista georgiana Abjasia se reforzará especialmente. Cabe preguntarse si el gesto irreflexivo del presidente Saakashvili anuncia el final de las esperanzas de ver restablecida la soberanía georgiana en estos territorios. Los países occidentales alegarán indudablemente la necesidad de respetar la integridad territorial de Georgia. Pero, aparte de que no disponen de instrumento específico alguno para imponerla a Rusia, esta última cuidará de recordar en todo momento que tal principio no se juzgó sacrosanto en el caso de Serbia cuando la mayoría de ellos reconocieron la independencia de Kosovo.
Georgia puede asimismo ir arrinconando su sueño de ser admitida en el seno de la OTAN. Desde luego, podrá afirmar que la amenaza rusa que invoca desde hace mucho tiempo para justificar el ingreso en la Alianza Atlántica ha resultado ser muy tangible. Sin embargo, mediante su iniciativa el presidente georgiano no ha incrementado indudablemente los deseos de algunos países miembros de la Alianza de admitir en su seno a un país capaz de desencadenar un conflicto armado con Rusia.
La guerra ha regresado aparatosamente a Europa. No obstante, y aunque lo peor no debe descartarse nunca, este conflicto debería poder solucionarse a través de una mediación internacional plausiblemente en términos mucho más próximos a los deseados por Moscú que por Tiflis. Los rusos no han desdeñado la oportunidad de mostrar a las claras que su declive estratégico de los años noventa (mientras asistían impotentes a las sucesivas ampliaciones de la OTAN y a la guerra de Kosovo) ha terminado. Ya no están a la defensiva en ese plano estratégico y rechazan los razonamientos morales que califican de geometría variable de los occidentales.
Las cosas son seguramente un poco más complicadas, más allá de la valoración del carácter del régimen georgiano.
Si bien es verdad que desde hace tres o cuatro años se asiste a un regreso con brío de Rusia a la escena internacional y Moscú emplea crecientemente un lenguaje de fuerza, es realmente Georgia la que tomó la iniciativa de desencadenar las hostilidades lanzando un ataque contra los separatistas osetios el mismo día de la apertura de los Juegos Olímpicos.
El presidente Saakashvili ha cometido un grave error de análisis. Ciertamente se las ha arreglado para consolidar su poder interno galvanizando la unión nacional. Sin embargo, ¿esperaba que Moscú no reaccionara? ¿Confiaba en que en caso contrario contaría con un respaldo firme de sus aliados occidentales, con Estados Unidos a la cabeza? ¿Quería obligar a Washington a actuar a su pesar aprovechando los últimos meses de la presencia de George W. Bush en la Casa Blanca?
No era menester ser un gran experto para saber que el Kremlin no se sentiría suficientemente impresionado por la tregua olímpica como para permitir que las fuerzas georgianas reconquistaran Osetia: habría sido una enorme confesión de debilidad que el nuevo presidente Medvedev no podía ni quería permitirse. Rusia había lanzado advertencias suficientemente numerosas como para disipar cualquier ilusión o espejismo. La correlación de fuerzas militares se inclina indiscutiblemente en favor de Moscú, sabiamente consciente de que en el peor de los casos los países occidentales respaldarán moralmente a Tiflis pero evitarán cuidadosamente involucrarse directamente en el plano militar, postura que les enfrentaría a Rusia.
Lo más previsible, en consecuencia, es que el control directo de Rusia o bien por aliados interpuestos sobre Osetia o sobre la otra región separatista georgiana Abjasia se reforzará especialmente. Cabe preguntarse si el gesto irreflexivo del presidente Saakashvili anuncia el final de las esperanzas de ver restablecida la soberanía georgiana en estos territorios. Los países occidentales alegarán indudablemente la necesidad de respetar la integridad territorial de Georgia. Pero, aparte de que no disponen de instrumento específico alguno para imponerla a Rusia, esta última cuidará de recordar en todo momento que tal principio no se juzgó sacrosanto en el caso de Serbia cuando la mayoría de ellos reconocieron la independencia de Kosovo.
Georgia puede asimismo ir arrinconando su sueño de ser admitida en el seno de la OTAN. Desde luego, podrá afirmar que la amenaza rusa que invoca desde hace mucho tiempo para justificar el ingreso en la Alianza Atlántica ha resultado ser muy tangible. Sin embargo, mediante su iniciativa el presidente georgiano no ha incrementado indudablemente los deseos de algunos países miembros de la Alianza de admitir en su seno a un país capaz de desencadenar un conflicto armado con Rusia.
La guerra ha regresado aparatosamente a Europa. No obstante, y aunque lo peor no debe descartarse nunca, este conflicto debería poder solucionarse a través de una mediación internacional plausiblemente en términos mucho más próximos a los deseados por Moscú que por Tiflis. Los rusos no han desdeñado la oportunidad de mostrar a las claras que su declive estratégico de los años noventa (mientras asistían impotentes a las sucesivas ampliaciones de la OTAN y a la guerra de Kosovo) ha terminado. Ya no están a la defensiva en ese plano estratégico y rechazan los razonamientos morales que califican de geometría variable de los occidentales.
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