Columna Plaza Pública/Miguel Angel Granados Chapa,
Los muertos de Juárez
La violencia criminal en la frontera chihuahuense, expresada contra mujeres y esparcida después en forma de narcoejecuciones, se expandió por doquier, hasta la Sierra Tarahumara
El gobernador José Reyes Baeza será mañana objeto central de atención periodística en la sesión del Consejo Nacional de Seguridad Pública. Es que a la entidad que gobierna, Chihuahua, le corresponde el triste honor de ser, en este momento, el estado con mayor número de asesinados en todo el país. Sólo en agosto, en la primera mitad de este mes, fueron ejecutadas 130 personas según las cuentas del Ejecutivo, que se queda corto si se atiende el recuento periodístico, que eleva la suma a 170 víctimas.
Conforme a un lugar común, se dice que Chihuahua vive en este mes una ola de violencia. Pero si recordamos que las hubo también en meses anteriores, tendríamos que hablar más bien de una marea de destrucción criminal. En marzo por ejemplo, después de una reunión del gabinete federal de seguridad pública, se dispuso el envío de 2 mil 500 militares más a ese estado, pues no cesaba ni amainaba siquiera la criminalidad. La presencia castrense ha mostrado su futilidad, como se percibe con la sola información de estos días de agosto. Como en el pasado, la violencia tiene un escenario desgraciadamente privilegiado en el antiguo Paso del Norte, que ganó deplorable fama por los feminicidios, que cobraron incontables víctimas, y que no cesan, pero cuya persistencia palidece ante nuevas modalidades del crimen organizado, que obligan a hablar de Los muertos de Juárez.
Éstos son adictos en rehabilitación a los que declaró la guerra el crimen organizado. Funcionaban en la ciudad por lo menos cuatro Centros de Integración de Alcohólicos y Drogadictos (CIAD), un esfuerzo civil con apoyo gubernamental dirigido por pastores cristianos, que se empeñaban en cumplir "una doble función": en ellos, "los adictos... obtienen tratamientos para abandonar la farmacodependencia", que incluyen jornadas de oración, mientras que a los miembros de pandillas les permite abandonarlas, pues "convertirse al cristianismo es la única forma aceptada entre ellos para salir de la agrupación" (Reforma, 15 de agosto).
Pero estos centros dejaron de funcionar después de que dos de ellos fueron atacados este mes. El 1o. de agosto el encargado de uno de esos establecimientos y un interno fueron asesinados en ese lugar. Dos semanas después, otro CIAD fue atacado con mayor brutalidad: un comando armado disparó sin límites contra una asamblea que oraba bajo la dirección del pastor Juan Manuel Martínez Montañés conocido como Joel. Él mismo y cinco personas cayeron muertas en el ataque, y dos más pocas horas después. Hubo muchos lesionados. Y sobre todo hubo aterrorizados. Los dos centros restantes dispersaron sin rumbo conocido a sus internos y cerraron las instalaciones, para evitar la reedición de los atentados, o para cumplir órdenes de bandas a las que no conviene la reducción de su clientela mediante la rehabilitación ni que los compradores insolventes cuenten con un resguardo protector.
En cambio, proliferan los centros de consumo. El semanario Proceso publicó el mes pasado un estremecedor reportaje de Patricia Dávila y Germán Canseco sobre los picaderos juarenses: "Para llegar a esos refugios, conseguir el veneno e inyectarse no se requiere de un mapa secreto ni de un guía que lo lleve por los escondrijos de esta ciudad tocada permanentemente por la violencia. No, los picaderos pueden encontrarse a dos cuadras del zócalo, del mercado principal o la presidencia municipal. Aquí todos saben dónde se ubican, a unos pasos de los operativos del Ejército, de la Policía federal, de la fuerza pública estatal" (Proceso, 6 de julio).
No es inocua la presencia militar: "la incursión de las Fuerzas Armadas provocó que se modificara el precio de la dosis. Antes de la llegada del Ejército -finales de marzo pasado- se pagaban 50 pesos por 40 rayas. A partir de los operativos esa dosis llegó a cotizarse hasta en el doble". Los refuerzos castrenses son indispensables, en la estrategia gubernamental, para aplacar la guerra entre bandas: "Según declaraciones de autoridades locales de seguridad pública, el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, insiste en disputarle la plaza al cártel comandado por Los Zetas y sus hoy aliados, los hermanos Beltrán Leyva y el cártel de Juárez, que dirige Vicente Carrillo Fuentes. A su vez, este cártel lidera al grupo de ex policías conocidos como La Línea, que junto con la banda de Los Aztecas controlan la venta de la droga en esta ciudad fronteriza desde 1989".
Nunca exclusiva de la frontera, la violencia criminal se ha diseminado por todo Chihuahua. Apenas el sábado pasado en el poblado turístico de Creel, donde para el ferrocarril Chihuahua-Pacífico, en plena Sierra Tarahumara ocurrió una trágica muestra de esa metástasis. Una familia y sus amigos se reunían en un salón de fiestas la tarde del 16 de agosto cuando fueron asaltados por un comando dotado de armas de grueso calibre. Murieron en el acto 12 personas, entre ellos un niño que apenas había cumplido un año de edad. En las horas siguientes murió una persona más.
Sobra decir que en ninguno de los casos referidos se sabe nada de los homicidas. En Chihuahua, como en todo el país, la impunidad favorece a los asesinos. Nadie ha sido detenido, lo que muestra la vacuedad propagandística del gobierno local que se ufanó de las dimensiones de la operación lanzada tras los asesinos de la familia en Creel. Por eso el gobernador Reyes Baeza quizá aporte al Consejo que se reúne mañana información sobre cómo decir que se combate al crimen.
El gobernador José Reyes Baeza será mañana objeto central de atención periodística en la sesión del Consejo Nacional de Seguridad Pública. Es que a la entidad que gobierna, Chihuahua, le corresponde el triste honor de ser, en este momento, el estado con mayor número de asesinados en todo el país. Sólo en agosto, en la primera mitad de este mes, fueron ejecutadas 130 personas según las cuentas del Ejecutivo, que se queda corto si se atiende el recuento periodístico, que eleva la suma a 170 víctimas.
Conforme a un lugar común, se dice que Chihuahua vive en este mes una ola de violencia. Pero si recordamos que las hubo también en meses anteriores, tendríamos que hablar más bien de una marea de destrucción criminal. En marzo por ejemplo, después de una reunión del gabinete federal de seguridad pública, se dispuso el envío de 2 mil 500 militares más a ese estado, pues no cesaba ni amainaba siquiera la criminalidad. La presencia castrense ha mostrado su futilidad, como se percibe con la sola información de estos días de agosto. Como en el pasado, la violencia tiene un escenario desgraciadamente privilegiado en el antiguo Paso del Norte, que ganó deplorable fama por los feminicidios, que cobraron incontables víctimas, y que no cesan, pero cuya persistencia palidece ante nuevas modalidades del crimen organizado, que obligan a hablar de Los muertos de Juárez.
Éstos son adictos en rehabilitación a los que declaró la guerra el crimen organizado. Funcionaban en la ciudad por lo menos cuatro Centros de Integración de Alcohólicos y Drogadictos (CIAD), un esfuerzo civil con apoyo gubernamental dirigido por pastores cristianos, que se empeñaban en cumplir "una doble función": en ellos, "los adictos... obtienen tratamientos para abandonar la farmacodependencia", que incluyen jornadas de oración, mientras que a los miembros de pandillas les permite abandonarlas, pues "convertirse al cristianismo es la única forma aceptada entre ellos para salir de la agrupación" (Reforma, 15 de agosto).
Pero estos centros dejaron de funcionar después de que dos de ellos fueron atacados este mes. El 1o. de agosto el encargado de uno de esos establecimientos y un interno fueron asesinados en ese lugar. Dos semanas después, otro CIAD fue atacado con mayor brutalidad: un comando armado disparó sin límites contra una asamblea que oraba bajo la dirección del pastor Juan Manuel Martínez Montañés conocido como Joel. Él mismo y cinco personas cayeron muertas en el ataque, y dos más pocas horas después. Hubo muchos lesionados. Y sobre todo hubo aterrorizados. Los dos centros restantes dispersaron sin rumbo conocido a sus internos y cerraron las instalaciones, para evitar la reedición de los atentados, o para cumplir órdenes de bandas a las que no conviene la reducción de su clientela mediante la rehabilitación ni que los compradores insolventes cuenten con un resguardo protector.
En cambio, proliferan los centros de consumo. El semanario Proceso publicó el mes pasado un estremecedor reportaje de Patricia Dávila y Germán Canseco sobre los picaderos juarenses: "Para llegar a esos refugios, conseguir el veneno e inyectarse no se requiere de un mapa secreto ni de un guía que lo lleve por los escondrijos de esta ciudad tocada permanentemente por la violencia. No, los picaderos pueden encontrarse a dos cuadras del zócalo, del mercado principal o la presidencia municipal. Aquí todos saben dónde se ubican, a unos pasos de los operativos del Ejército, de la Policía federal, de la fuerza pública estatal" (Proceso, 6 de julio).
No es inocua la presencia militar: "la incursión de las Fuerzas Armadas provocó que se modificara el precio de la dosis. Antes de la llegada del Ejército -finales de marzo pasado- se pagaban 50 pesos por 40 rayas. A partir de los operativos esa dosis llegó a cotizarse hasta en el doble". Los refuerzos castrenses son indispensables, en la estrategia gubernamental, para aplacar la guerra entre bandas: "Según declaraciones de autoridades locales de seguridad pública, el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín El Chapo Guzmán, insiste en disputarle la plaza al cártel comandado por Los Zetas y sus hoy aliados, los hermanos Beltrán Leyva y el cártel de Juárez, que dirige Vicente Carrillo Fuentes. A su vez, este cártel lidera al grupo de ex policías conocidos como La Línea, que junto con la banda de Los Aztecas controlan la venta de la droga en esta ciudad fronteriza desde 1989".
Nunca exclusiva de la frontera, la violencia criminal se ha diseminado por todo Chihuahua. Apenas el sábado pasado en el poblado turístico de Creel, donde para el ferrocarril Chihuahua-Pacífico, en plena Sierra Tarahumara ocurrió una trágica muestra de esa metástasis. Una familia y sus amigos se reunían en un salón de fiestas la tarde del 16 de agosto cuando fueron asaltados por un comando dotado de armas de grueso calibre. Murieron en el acto 12 personas, entre ellos un niño que apenas había cumplido un año de edad. En las horas siguientes murió una persona más.
Sobra decir que en ninguno de los casos referidos se sabe nada de los homicidas. En Chihuahua, como en todo el país, la impunidad favorece a los asesinos. Nadie ha sido detenido, lo que muestra la vacuedad propagandística del gobierno local que se ufanó de las dimensiones de la operación lanzada tras los asesinos de la familia en Creel. Por eso el gobernador Reyes Baeza quizá aporte al Consejo que se reúne mañana información sobre cómo decir que se combate al crimen.
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