El uso moral de la memoria/Carlos Castilla del Pino, psiquiatra
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 25/07/06;
Los seres humanos se definen por lo que hacen y se les recuerda por lo que hicieron. Hay quien actúa con el solo propósito de dejar memoria de su existencia. La razón profunda de este comportamiento es que ser recordado es una forma de existencia, en vida pero también después de haber vivido. Sólo cuando se es olvidado por aquellos que nos recordaban, o cuando éstos han perecido, se puede afirmar que inexistimos. Por eso, aunque no podemos tener experiencia de lo que será el olvido en que quedaremos sumidos después de nuestra muerte, no lo deseamos de ninguna manera.
Aquellas actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos de éstos merecen ser recordados, los que aún viven son los que han de hacer que se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existió. Por el contrario, sobrevive mientras se le recuerde.
La conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre. También, y quizá lo mejor de todo, un montón de páginas como esta que el lector tiene en sus manos y no podrá abandonar. De esta forma, alguien murió, otros que lo recordaron morirán también, pero antes lo harán recordar a los demás. El sentido de la expresión, ya acuñada, “derecho a la memoria” va en esta dirección. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les negó esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por él. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo “memoria” tiene en estas páginas, primero el significado de recordar, y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que vienen después, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de los demás. “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, que decía Luis Cernuda.
La memoria es un instrumento de que dispone el sujeto para su actuación en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La función de la memoria está intrínsecamente ligada a una de las características del sujeto: su dependencia del pasado, la imposible abdicación de su pasado, del saber indeclinable que uno es lo que “ha ido siendo” hasta ahora, momento, el de ahora, en que también “se está siendo” y que se añadirá a los que le precedieron. Así nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades con experiencias de vida vivida, sujetos con historia (la nuestra), o más exactamente, con biografía. Por eso, la evocación tiene una estructura narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por escrito. Lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simultáneamente nuestro fracaso como narrador. Es mi convicción que el suicidio de Primo Levi derivó de su conciencia de la imposibilidad de decir la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que experimentó Kertész.
¿Por qué es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La memoria es personal, como lo son los hechos que se recuer-dan, porque personal fue la experiencia del hecho cuando se vivió. Somos porque se ha hecho en nosotros nuestra historia, elaboración y reelaboración de nuestro pasado. La memoria es la condición necesaria para el logro de nuestra identidad, vocablo que, despojado de toda connotación moral, significa ser alguien, responder asimismo a la pregunta de quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o quién es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque tenemos memoria; es más, somos nuestra memoria. He aquí, a continuación, una demostración empírica de este aserto.
El número de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un experimento natural (como decía Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace ver cómo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la inversa, cómo la pérdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de él; cuando ya no recuerda haber sido médico o albañil no sabe la identidad social que mantuvo; y, al fin, si vive aún como para no recordar su nombre, no sabe quién fue, es decir, ha dejado de ser, no es ya (aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir quién fue (hablo desde el punto de vista psicológico, no jurídico), pero eso es función de nuestra memoria de él, no de la de él, que ha desaparecido. La memoria nos da, como decíamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de él que “vegeta”, es la muerte del enfermo como sujeto, la disolución de su conciencia autobiográfica, aunque persista, sin embargo, la vida biológica que la hizo posible hasta entonces (circulación, respiración, metabolismo, es decir, las funciones autonómicas). Los que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos quién fue. Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya pereció, sobreviven, pues, en nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos recuerden perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí -que se sepa, no hay ningún otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos lograrlo en la memoria de los demás. Es lo que demuestra Agustín Santos, un superviviente de Mauthausen, cuando, refiriéndose a la muerte de Azuaga, su compañero de evasión, dice: “Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas”. De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En puridad, lo de “inmortales” es una metáfora. Ellos no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de “los que venimos después” en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato) podría decirse que es como si no hubieran existido.
La implacable dictadura franquista duró tanto que muchos de los que la padecieron, incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o el vecino, murieron sin poder ofrecernos su versión, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y si bien una experiencia singular rara vez es útil para la construcción de lo que llamamos Historia, es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biografía. Cuando hablamos de la recuperación de la memoria histórica, un apartado fundamental de la misma es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron el drama. No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima parte, la oquedad dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no sabríamos siquiera que existieron. Éste es el fundamento moral del recordarlos.
Aquellas actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos de éstos merecen ser recordados, los que aún viven son los que han de hacer que se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existió. Por el contrario, sobrevive mientras se le recuerde.
La conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre. También, y quizá lo mejor de todo, un montón de páginas como esta que el lector tiene en sus manos y no podrá abandonar. De esta forma, alguien murió, otros que lo recordaron morirán también, pero antes lo harán recordar a los demás. El sentido de la expresión, ya acuñada, “derecho a la memoria” va en esta dirección. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les negó esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por él. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo “memoria” tiene en estas páginas, primero el significado de recordar, y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que vienen después, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de los demás. “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, que decía Luis Cernuda.
La memoria es un instrumento de que dispone el sujeto para su actuación en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La función de la memoria está intrínsecamente ligada a una de las características del sujeto: su dependencia del pasado, la imposible abdicación de su pasado, del saber indeclinable que uno es lo que “ha ido siendo” hasta ahora, momento, el de ahora, en que también “se está siendo” y que se añadirá a los que le precedieron. Así nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades con experiencias de vida vivida, sujetos con historia (la nuestra), o más exactamente, con biografía. Por eso, la evocación tiene una estructura narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por escrito. Lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simultáneamente nuestro fracaso como narrador. Es mi convicción que el suicidio de Primo Levi derivó de su conciencia de la imposibilidad de decir la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que experimentó Kertész.
¿Por qué es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La memoria es personal, como lo son los hechos que se recuer-dan, porque personal fue la experiencia del hecho cuando se vivió. Somos porque se ha hecho en nosotros nuestra historia, elaboración y reelaboración de nuestro pasado. La memoria es la condición necesaria para el logro de nuestra identidad, vocablo que, despojado de toda connotación moral, significa ser alguien, responder asimismo a la pregunta de quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o quién es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque tenemos memoria; es más, somos nuestra memoria. He aquí, a continuación, una demostración empírica de este aserto.
El número de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un experimento natural (como decía Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace ver cómo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la inversa, cómo la pérdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de él; cuando ya no recuerda haber sido médico o albañil no sabe la identidad social que mantuvo; y, al fin, si vive aún como para no recordar su nombre, no sabe quién fue, es decir, ha dejado de ser, no es ya (aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir quién fue (hablo desde el punto de vista psicológico, no jurídico), pero eso es función de nuestra memoria de él, no de la de él, que ha desaparecido. La memoria nos da, como decíamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de él que “vegeta”, es la muerte del enfermo como sujeto, la disolución de su conciencia autobiográfica, aunque persista, sin embargo, la vida biológica que la hizo posible hasta entonces (circulación, respiración, metabolismo, es decir, las funciones autonómicas). Los que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos quién fue. Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya pereció, sobreviven, pues, en nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos recuerden perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí -que se sepa, no hay ningún otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos lograrlo en la memoria de los demás. Es lo que demuestra Agustín Santos, un superviviente de Mauthausen, cuando, refiriéndose a la muerte de Azuaga, su compañero de evasión, dice: “Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas”. De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En puridad, lo de “inmortales” es una metáfora. Ellos no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de “los que venimos después” en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato) podría decirse que es como si no hubieran existido.
La implacable dictadura franquista duró tanto que muchos de los que la padecieron, incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o el vecino, murieron sin poder ofrecernos su versión, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y si bien una experiencia singular rara vez es útil para la construcción de lo que llamamos Historia, es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biografía. Cuando hablamos de la recuperación de la memoria histórica, un apartado fundamental de la misma es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron el drama. No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima parte, la oquedad dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no sabríamos siquiera que existieron. Éste es el fundamento moral del recordarlos.
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