Las excusas frente a la Justicia internacional/Mariano Aguirre, director Centro Noruego para la Constitución de la Paz, Oslo
Publicado e EL CORREO DIGITAL, 06/03/09;
La decisión de los jueces de la Corte Penal Internacional (CPI) de acusar al presidente Omar Bashir de Sudán de una serie de crímenes contra la Humanidad en Darfur vuelve a abrir el debate sobre los alcances de la Justicia internacional en relación a la soberanía nacional de los Estados en casos de violaciones masivas de derechos humanos.
La Corte Penal Internacional, un cuerpo multilateral independiente, fue establecida en 2002 con el fin de investigar e iniciar causas en casos de genocidio, crímenes contra la Humanidad, crímenes de guerra y agresión. El Tratado de Roma, que guía sus acciones, indica que tiene «el poder de ejercer su jurisdicción sobre personas que hayan cometido los crímenes más graves». En la actualidad, 108 Estados son miembros de la Corte (y 30 son africanos), aunque 40 de ellos no han ratificado su pertenencia. Estados Unidos, India, China, Rusia y el mismo Sudán no son miembros. Washington, de hecho, lo firmó poco antes de terminar la presidencia de Bill Clinton, pero nunca lo ratificó. La CPI es un cuerpo judicial «de última instancia» que sólo actúa cuando los tribunales nacionales son incapaces o no tienen la voluntad de actuar.
La Corte fue objeto del debate en los años noventa sobre la responsabilidad de la comunidad internacional en casos en los que el Estado no cumpla con sus obligaciones de proteger a sus ciudadanos. Las guerras en los Balcanes, la desintegración violenta de Somalia, la matanza en Ruanda y la guerra continua en la República Democrática de Congo (ex Zaire) fueron casos utilizados por los políticos, intelectuales y activistas a favor de la intervención humanitaria, o sea, el supuesto derecho que tiene la comunidad internacional para alterar el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados e intervenir, inclusive usando la fuerza, para proteger a poblaciones en peligro.
No existe un derecho de intervención humanitaria, pero algunos juristas consideran que hay una costumbre jurídica, un clima social y político favorable, que permite que la comunidad internacional pueda actuar dentro de una cierta legalidad si se trata de defender a poblaciones en peligro. Una corriente de académicos y activistas (como el presidente del International Crisis Group, Gareth Evans) considera que se debe avanzar en reglamentar dentro del derecho internacional la responsabilidad de prevenir, proteger y rehabilitar a poblaciones en peligro.
Esa responsabilidad de la comunidad internacional no se manifestó desde la década de los noventa solamente con el debate sobre injerencia humanitaria, sino que también se avanzó en la posibilidad de que crímenes cometidos en un país fueran considerados competencia de sistemas judiciales de otros países. Las constituciones de algunos Estados, como España, Bélgica y Alemania, dejan suficiente espacio legal como para que se puedan iniciar causas criminales contra autores de determinados crímenes contra la Humanidad aunque no sean españoles, belgas o alemanes. La causa que inició la Justicia española contra el general Augusto Pinochet en 1998 se basó en este hecho.
Un camino intermedio entre las acciones de la CPI y las causas desde Estados individuales ha sido la creación de tribunales especiales, por ejemplo, para juzgar crímenes cometidos en las guerras en la antigua Yugoslavia, o el tribunal especial para Ruanda. La CPI está investigando crímenes en Uganda, la República Democrática de Congo, la República Centroafricana y Darfur. Igualmente, está considerando si abrir o no una causa contra Israel por sus recientes acciones en Gaza, y estudia los casos de Afganistán, Colombia y Georgia.
El Gobierno de Sudán rechaza la acusación y denuncia que Occidente quiere desestabilizar el país y atentar contra su soberanía. A la vez, trata de polarizar la situación y ha hecho un llamamiento a otros Estados miembros de la Liga Árabe, la Unión Africana, la Organización de la Conferencia Islámica y el Grupo de los 77 para que renuncien a ser parte de la Corte Penal Internacional. Su posición es la que mantienen otros gobiernos que temen que, si el concepto y la práctica jurídica de la justicia internacional gana terreno, podrían verse acusados, perseguidos y juzgados por sus acciones represivas. La excusa que usan estos gobernantes es que la CPI y otras formas internacionales de rendición de cuentas son mecanismos neocoloniales manejados por potencias imperiales que pretenden desestabilizarlos para controlar sus países.
Este argumento es compartido por diversos sectores que consideran que la injerencia humanitaria, las acciones de la CPI, los tribunales especiales o la legislación de algunos países son formas neocoloniales para imponerse sobre los países del Sur. Otro sector considera que estos países tienen que tener su propio desarrollo histórico, como lo tuvo Europa durante siglos, y que no se debe interferir.
La cuestión es que los dictadores usan el argumento postcolonial para evitar ser juzgados tanto por los tribunales de sus países como los internacionales. Sus acciones les restan credibilidad. Por otro lado, quienes se oponen a toda forma de intervención internacional en la soberanía no dan respuesta al problema de la protección de las víctimas. ¿Ante otras matanzas como las de Ruanda, Camboya, Congo, Bosnia, que han acabado con la vida de millones de personas sólo en las últimas décadas, debe la comunidad internacional permanecer impasible para no violar la soberanía nacional?
Igualmente, es cierto que el derecho internacional y la justicia postestatal han sido y son usadas de forma parcial por algunos Estados con el fin de penalizar a unos políticos represivos al tiempo que protegen y apoyan a otros. Pero el uso parcial de una ley no anula los principios en que se basa, ni la necesidad de que exista y se luche para su correcta, universal y justa aplicación.
Por último, el argumento basado en las historia de Europa y de los países del sur deja de lado los avances que se han hecho en el derecho nacional e internacional para proteger a los ciudadanos de eventuales violaciones de derechos humanos. Jurídica y moralmente existe un cuerpo de teoría y práctica sobre la protección de las personas, el respeto a sus derechos y la penalización de quienes violan esos derechos, que no puede abandonarse en función de un supuesto respeto al desarrollo histórico de cada país. Los tribunales de Núremberg para juzgar a los oficiales nazis después de la Segunda Guerra Mundial fueron uno de los precedentes jurídicos.
El obispo anglicano de Sudáfrica, premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu escribió hace pocos días que la orden de arresto contra Bashir obliga a elegir si se está del lado de la justicia o de la injusticia, y recordó que los crímenes que se quieren juzgar han sido realizados por africanos contra africanos. «Por dolorosa que pueda ser la justicia, indicó, hemos visto que la alternativa, o sea, dejar de lado la opción de que se rindan cuentas, es peor».
La Corte Penal Internacional, un cuerpo multilateral independiente, fue establecida en 2002 con el fin de investigar e iniciar causas en casos de genocidio, crímenes contra la Humanidad, crímenes de guerra y agresión. El Tratado de Roma, que guía sus acciones, indica que tiene «el poder de ejercer su jurisdicción sobre personas que hayan cometido los crímenes más graves». En la actualidad, 108 Estados son miembros de la Corte (y 30 son africanos), aunque 40 de ellos no han ratificado su pertenencia. Estados Unidos, India, China, Rusia y el mismo Sudán no son miembros. Washington, de hecho, lo firmó poco antes de terminar la presidencia de Bill Clinton, pero nunca lo ratificó. La CPI es un cuerpo judicial «de última instancia» que sólo actúa cuando los tribunales nacionales son incapaces o no tienen la voluntad de actuar.
La Corte fue objeto del debate en los años noventa sobre la responsabilidad de la comunidad internacional en casos en los que el Estado no cumpla con sus obligaciones de proteger a sus ciudadanos. Las guerras en los Balcanes, la desintegración violenta de Somalia, la matanza en Ruanda y la guerra continua en la República Democrática de Congo (ex Zaire) fueron casos utilizados por los políticos, intelectuales y activistas a favor de la intervención humanitaria, o sea, el supuesto derecho que tiene la comunidad internacional para alterar el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados e intervenir, inclusive usando la fuerza, para proteger a poblaciones en peligro.
No existe un derecho de intervención humanitaria, pero algunos juristas consideran que hay una costumbre jurídica, un clima social y político favorable, que permite que la comunidad internacional pueda actuar dentro de una cierta legalidad si se trata de defender a poblaciones en peligro. Una corriente de académicos y activistas (como el presidente del International Crisis Group, Gareth Evans) considera que se debe avanzar en reglamentar dentro del derecho internacional la responsabilidad de prevenir, proteger y rehabilitar a poblaciones en peligro.
Esa responsabilidad de la comunidad internacional no se manifestó desde la década de los noventa solamente con el debate sobre injerencia humanitaria, sino que también se avanzó en la posibilidad de que crímenes cometidos en un país fueran considerados competencia de sistemas judiciales de otros países. Las constituciones de algunos Estados, como España, Bélgica y Alemania, dejan suficiente espacio legal como para que se puedan iniciar causas criminales contra autores de determinados crímenes contra la Humanidad aunque no sean españoles, belgas o alemanes. La causa que inició la Justicia española contra el general Augusto Pinochet en 1998 se basó en este hecho.
Un camino intermedio entre las acciones de la CPI y las causas desde Estados individuales ha sido la creación de tribunales especiales, por ejemplo, para juzgar crímenes cometidos en las guerras en la antigua Yugoslavia, o el tribunal especial para Ruanda. La CPI está investigando crímenes en Uganda, la República Democrática de Congo, la República Centroafricana y Darfur. Igualmente, está considerando si abrir o no una causa contra Israel por sus recientes acciones en Gaza, y estudia los casos de Afganistán, Colombia y Georgia.
El Gobierno de Sudán rechaza la acusación y denuncia que Occidente quiere desestabilizar el país y atentar contra su soberanía. A la vez, trata de polarizar la situación y ha hecho un llamamiento a otros Estados miembros de la Liga Árabe, la Unión Africana, la Organización de la Conferencia Islámica y el Grupo de los 77 para que renuncien a ser parte de la Corte Penal Internacional. Su posición es la que mantienen otros gobiernos que temen que, si el concepto y la práctica jurídica de la justicia internacional gana terreno, podrían verse acusados, perseguidos y juzgados por sus acciones represivas. La excusa que usan estos gobernantes es que la CPI y otras formas internacionales de rendición de cuentas son mecanismos neocoloniales manejados por potencias imperiales que pretenden desestabilizarlos para controlar sus países.
Este argumento es compartido por diversos sectores que consideran que la injerencia humanitaria, las acciones de la CPI, los tribunales especiales o la legislación de algunos países son formas neocoloniales para imponerse sobre los países del Sur. Otro sector considera que estos países tienen que tener su propio desarrollo histórico, como lo tuvo Europa durante siglos, y que no se debe interferir.
La cuestión es que los dictadores usan el argumento postcolonial para evitar ser juzgados tanto por los tribunales de sus países como los internacionales. Sus acciones les restan credibilidad. Por otro lado, quienes se oponen a toda forma de intervención internacional en la soberanía no dan respuesta al problema de la protección de las víctimas. ¿Ante otras matanzas como las de Ruanda, Camboya, Congo, Bosnia, que han acabado con la vida de millones de personas sólo en las últimas décadas, debe la comunidad internacional permanecer impasible para no violar la soberanía nacional?
Igualmente, es cierto que el derecho internacional y la justicia postestatal han sido y son usadas de forma parcial por algunos Estados con el fin de penalizar a unos políticos represivos al tiempo que protegen y apoyan a otros. Pero el uso parcial de una ley no anula los principios en que se basa, ni la necesidad de que exista y se luche para su correcta, universal y justa aplicación.
Por último, el argumento basado en las historia de Europa y de los países del sur deja de lado los avances que se han hecho en el derecho nacional e internacional para proteger a los ciudadanos de eventuales violaciones de derechos humanos. Jurídica y moralmente existe un cuerpo de teoría y práctica sobre la protección de las personas, el respeto a sus derechos y la penalización de quienes violan esos derechos, que no puede abandonarse en función de un supuesto respeto al desarrollo histórico de cada país. Los tribunales de Núremberg para juzgar a los oficiales nazis después de la Segunda Guerra Mundial fueron uno de los precedentes jurídicos.
El obispo anglicano de Sudáfrica, premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu escribió hace pocos días que la orden de arresto contra Bashir obliga a elegir si se está del lado de la justicia o de la injusticia, y recordó que los crímenes que se quieren juzgar han sido realizados por africanos contra africanos. «Por dolorosa que pueda ser la justicia, indicó, hemos visto que la alternativa, o sea, dejar de lado la opción de que se rindan cuentas, es peor».
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