6 mar 2010

Conjuros contra la muerte

Conjuros contra la muerte
JOSÉ MARÍA RIDAO
Babelia, EP, 6/03/2010
David Grossman reformula la utopía sionista dando cabida en la conciencia de los israelíes al sufrimiento palestino. El activismo por la paz ha influido en su obra, y a la inversa. Vivir en una "zona de catástrofe" impulsa la tarea literaria y cívica del escritor, cuyo hijo Uri murió en la guerra de Líbano en 2006
David Grossman afirma que su tarea literaria y su actitud cívica obedecen a un único estímulo: vivir y trabajar en "una zona de catástrofe", según la expresión que dio título a una conferencia suya en Nueva York, pronunciada en abril de 2007. Hijo de un judío polaco emigrado a Palestina en 1936, y de una madre nacida bajo el mandato británico, forma parte de los israelíes comprometidos con una "universalidad progresista, civil, liberal y esencialmente laica" para que Israel alcance la "normalidad de una nación entre las naciones". El activismo en el "campo de la paz" ha influido en su narrativa, y a la inversa. Concebir la tarea del escritor como el esfuerzo de "conocer al otro por dentro" le ha llevado en cada una de sus novelas, y en una espiral cada vez más amplia y atrevida, a idear sus personajes como una indagación en las razones de los seres más próximos -familia, amigos, conciudadanos- y también de los más alejados. En sus propios términos: los enemigos, a quienes describió durante una vibrante alocución de 2006 con motivo de la conmemoración del asesinato de Rabin como "un pueblo no menos atormentado que nosotros; un pueblo ocupado, oprimido, sin esperanza".
El desenlace de la Guerra de los Seis Días en 1967, tras la que Israel se apoderó en una demostración de fuerza militar sin precedentes del Golán sirio y del Neguev egipcio, además de Cisjordania, Gaza y la parte este de Jerusalén, que correspondían a los palestinos según el plan de partición, fijó los datos políticos y morales sobre los que más tarde se desarrollaría el debate intelectual del país, en el que Grossman ocupa hoy una posición destacada. El objetivo declarado de aquel conflicto fue dotar a Israel de una poderosa baza negociadora frente a sus vecinos, a los que se ofrecería recuperar los territorios a cambio de aceptar un acuerdo de paz definitivo. La estrategia dio resultados con Egipto, pero fracasó en el resto de los casos. Y no tanto debido a obstáculos interpuestos por los países árabes, que en 1981 observaron con aprensión el asesinato del presidente egipcio Sadat a manos de militares contrarios a los acuerdos de paz de Camp David, como al cambio de postura israelí en relación con los nuevos territorios bajo su poder. Las reservas acuíferas del Golán, así como su valor estratégico para Israel, cerraron la puerta a una eventual negociación con Siria.
Entre tanto, la posibilidad de un acuerdo sobre Cisjordania, Gaza y la parte este de Jerusalén tropezó con un problema imprevisto y que no encontró solución hasta los acuerdos de Oslo. Israel pretendía entonces que su interlocutor para la paz fuera el Gobierno jordano, que había administrado esos territorios palestinos desde la guerra de 1948 y el armisticio de Rodas del año siguiente. El Gobierno jordano, por su parte, no estaba en condiciones de sentarse a ninguna mesa en ausencia de la OLP, considerada por Naciones Unidas como único y legítimo representante de los palestinos y no reconocida por Israel. Ya fuera porque el bloqueo de las negociaciones a cuenta de los problemas de interlocución permitió que los partidarios del Gran Israel impusieran su criterio o porque en el diseño original de la estrategia israelí no estuviera el abandono de los territorios palestinos ocupados, lo cierto es que desde muy pronto Israel puso en marcha un proyecto de colonización que conducía a la anexión de hecho de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, y que provocaba la consecuente desposesión y desplazamiento de la población originaria, condenándola a vivir indefinidamente en campos de refugiados.
Cuando los acuerdos de Oslo de 1993 resolvieron el problema de la interlocución para la paz, ofreciendo a los palestinos la posibilidad de elegir democráticamente a sus representantes, la colonización de los territorios ocupados, así como las emociones y los intereses políticos en torno a ellos parecían irreversibles: como si la historia reciente de Oriente Próximo se reflejase en un espejo aterrador, el primer ministro Rabin, artífice de los acuerdos, fue asesinado en 1995 por un extremista israelí contrario a la devolución de los territorios, lo mismo que Sadat lo había sido por radicales egipcios contrarios a la paz. La salida del laberinto a la que se adscribía David Grossman quedó seriamente dañada, con el agravante de que el endurecimiento de la política israelí auspiciada por los sucesores de Rabin entró en resonancia con una simétrica radicalización palestina que dio lugar a la victoria de Hamás en las urnas. Durante esos años de esperanza brutalmente clausurados, el conflicto se extendió, además, hacia Líbano, un país invadido por Israel en 1982, ocupado parcialmente hasta 2000 y vuelto a atacar en 2006.
La degradación política y moral que ha supuesto para Israel el mantenimiento de la ocupación y la adopción de una política basada primordialmente en la fuerza ha propiciado entre sus intelectuales un género de crítica que, prolongando la posición de los "nuevos historiadores", propone revisar la utopía sionista y los mitos fundadores de la nación. A diferencia de esta aproximación, Grossman ha tratado de reformular la utopía y, sin cuestionar los mitos fundacionales, sino reflexionando a partir de ellos, dar cabida en la conciencia de los israelíes al sufrimiento de los palestinos. La simultánea publicación en España de su novela y su ensayo más recientes, La vida entera (Mondadori) y Escribir en la oscuridad (Debate), permite comprobar hasta qué punto el narrador y el intelectual responden a un único estímulo, según afirmó en su conferencia de Nueva York de 2007. Escribir en la oscuridad recoge los artículos y conferencias en los que Grossman reclama la paz con los palestinos y da cuenta de por qué la reclama, mostrando la indisolubilidad de su actitud cívica y de su tarea literaria. En La vida entera, por su parte, narra la angustia de una mujer cuyo hijo ha sido movilizado por el Ejército israelí en la Guerra de los Seis Días. Su manera de conjurar la muerte del hijo consiste en caminar sin descanso a lo largo y ancho de Israel, como si pretendiese zafarse de ese instante en que un representante del Ejército, de cualquier Ejército, llama a una puerta y entrega una sobria notificación y unos pocos efectos personales.
Según confiesa Grossman, con la redacción de La vida entera quiso hacer lo mismo que su personaje. Pero su hijo Uri murió en la guerra de Líbano de 2006, dejándolo más solo en la "zona de catástrofe".

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