6 mar 2010

"El Asedio" de Pérez-Reverte

Guerra, amor y asesinato
JUSTO NAVARRO
Babelia, 06/03/2010
Arturo Pérez-Reverte en plenitud: El asedio tiene fuerza plástica y potencia narrativa. La fluidez entre ambientes y episodios es perfecta. Sus rotundos personajes se cruzan en Cádiz, barco sitiado pero felizmente abierto al mar, espléndido y crepuscular a la vez, el escenario idóneo para que coincidan la disciplina científica de la guerra moderna y el ancestral misterio del crimen
Sopla el levante en Cádiz y mueve el látigo de un asesino, en 1811, tiempos de guerra. Napoleón sitia una ciudad que, en fatal decadencia poco visible todavía, quiere sobrevivir haciendo nuevo lo viejo. Las Cortes Constituyentes se reúnen en Cádiz, "culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable", según el capitán de la artillería francesa. Caen bombas. Un asesino mata como un carnicero sucio. Se hacen negocios. La gente se enamora. Todo pasa, todo sigue. Es el mundo de El asedio, Arturo Pérez-Reverte en plenitud.
Muchachas casi adolescentes aparecen destrozadas a latigazos, y, puesto que hay un asesino, tiene que haber un policía: el comisario Tizón mira con espanto y frío detenimiento profesional a esas niñas de la edad que tendría su hija, si no se la hubiera quitado la muerte. Descubre una conexión entre dos cosas: las bombas vuelan y el asesino mata a pocos pasos de donde caen. El enemigo más cruel no es el que dispara desde posiciones francesas: está en la ciudad. El policía, habitual ajedrecista de café, ve cómo Cádiz se convierte en tablero. ¿Dónde estallará la próxima bomba? ¿Dónde matará otra vez el criminal? Viejo perro callejero, husmea cada huella, cada indicio, pero, con el colmillo izquierdo de oro, es menos un detective lógico, a lo Holmes, que un sabueso de Serie Negra, con una conciencia instintiva de que la actividad policial guarda más relación con la delación y la tortura que con una investigación científica.
Los rotundos personajes de Pérez-Reverte se cruzan en Cádiz, barco sitiado pero felizmente abierto al mar. Bulle de vecinos, 100.000, refugiados, comerciantes, chusma portuaria, curas, soldados, cronistas, diputados en Cortes. Lolita Palma, soltera, de 32 años, pertenece a la mejor sociedad gaditana. Se sienta en el sillón del padre difunto, al frente de su familia y de la razón social Palma e Hijos. Armadora de buques que trafican con América y Rusia o navegan con patente de corso, podría ser una de esas mujeres de negocios que popularizó Hollywood en los años cuarenta, o una empresaria de ahora mismo. Es jefa y socia del capitán Lobo, corsario, no un caballero probablemente, pero sabio en su profesión, valiente, reflexivo y sin doblez, del tipo de criaturas que parecen condenadas al desamor y el fracaso heroico.
Los actores de reparto son excelentes. El artillero Desfosseux agujerea Cádiz con sus bombas y se toma la guerra como un problema matemático. Su enemigo no son los españoles, sino los obstáculos que imponen la ley de la gravedad, la materia y los vientos de la bahía. El espía taxidermista Fumagal, librepensador solitario que ha hecho de la razón su delirio, vive en un paraíso de animales disecados y palomas mensajeras. Morraja, salinero, cazador furtivo, duro como el cuero viejo, escopetero del rey, se gana miserablemente la vida en la paz y en la guerra y tiene una niña sirviendo en casa de los Palma. Los personajes de El asedio llevan nombres parlantes, emblemas de su condición.
Siente Pérez-Reverte devoción por las palabras, fetichista de las palabras y las cosas perdidas o en vías de perderse, y hay una incesante felicidad evocativa en su relato, que se demora en el papel de cartas de Lolita, en el bastón brutal de Tizón, en las ropas, en la levita color nuez del lechuguino anglófilo, en el corbatín algo flojo del comerciante que exhibe en ese mínimo desarreglo su sometimiento a una "intensa y honorable jornada laboral". Pasan en una ráfaga los fracs oscuros de los diputados, la casaca verde del embajador inglés, una chaquetilla con pesetas de plata como botonadura, la infantil alegría heráldica de los uniformes militares. Y surcan el mar faluchos, bergantines, polacras, balandras y goletas. Si Pérez-Reverte recurre a un vocabulario de añosa literatura, lo usa con la verdad física, inmediata, de una conversación. Aquí y allí saltan expresiones que parecen de toda la vida, entre lo anacrónico y el anacronismo: a la mujer que va para soltera "se le pasa el arroz", y, si no, que baje Dios y lo vea. Coger al asesino es buscar una aguja en un pajar. El que quiera higos de Lepe, que trepe. ¿Aguanta el sospechoso torturado? Pues se le puede seguir dando hilo a la cometa, y le siguen dando. Es inocente.
El asedio tiene fuerza plástica y potencia narrativa. La fluidez entre ambientes y episodios es perfecta. Guerra y negocios discurren juntos. La gloria bélica resplandece en la desordenada ejecución de tres desertores, bajo un diluvio negro, en el fango. Aquí, como en toda buena fábula, el mundo está hecho de contraposiciones, entre los afectos, la guerra, el comercio, la política, el amor entre la Palma y el Lobo, de un frío candente, mortal para el metal menos templado. Hay vidas, como la del capitán y la criada de Lolita, que no decide el destino, sino el interés esencial o accidental de la casa Palma e Hijos. Cádiz es a la vez espléndido y crepuscular, espectacular y subterráneo, el escenario idóneo para que coincidan la disciplina científica de la guerra moderna y el ancestral misterio del crimen. -
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REPORTAJE: CITA EN CÁDIZ
Pérez-Reverte muestra el corazón de su novela
JACINTO ANTÓN
El País, 21/02/2010
Cádiz, 1811-1812. La ciudad resiste el sitio de los franceses. Bajo la lluvia de fuego, un asesino mata impunemente. Batallas, amor, intriga, honor. 'El asedio' (Alfaguara), su nueva novela, es Arturo Pérez-Reverte en estado puro. Un compendio de sus pasiones. Él mismo nos guía por los escenarios de su obra. Cádiz, 1811-1812. La ciudad resiste el sitio de los franceses. Bajo la lluvia de fuego, un asesino mata impunemente. Batallas, amor, intriga, honor. 'El asedio' (Alfaguara), su nueva novela, es Arturo Pérez-Reverte en estado puro. Un compendio de sus pasiones. Él mismo nos guía por los escenarios de su obra. Por jacinto antón. Fotografía de sofía moro
Ha caído la noche en Cádiz y se despliegan las sombras. Un silencio espeso y siniestro llena las calles estrechas. Vagando por ellas, influido por la lectura, es imposible no pensar en el terrible asesino en serie de El asedio (Alfaguara), la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, que azota a sus víctimas hasta la muerte, dejándoles al aire la espina dorsal; afortunadamente, prefiere a las jovencitas vírgenes.
La entrevista con el escritor en la ciudad escenario de su novela es mañana, pero el destino -o algo más geométrico y complicado, como el extraño principio científico de causalidad que se descifra en el relato- quiere que Pérez-Reverte aparezca de manera inesperada ahí, en la plaza de san Agustín, sentado en un banco. Fibroso, alerta, cubierto por un tres cuartos oscuro de Burberry que sugiere de manera pertinente una levita del XIX, se encuentra en su elemento en el desasosegante ambiente nocturno. La luz de un farol le alumbra la cara afilada de contrabandista. Tiene su morbo verlo desde la esquina, sin que él se aperciba. Estudiar sus gestos, vigilarlo, acecharlo, emboscarlo: la perspectiva del cazador. Vana ilusión con este hombre que ha transitado zonas de guerra cuajadas de francotiradores y parece tener ojos en el cogote; al cabo de unos momentos suena el móvil: sí, es él, y me ha visto hace rato. "Ya que estás por aquí", dice, "¿tomamos una copa?".
En la plaza de la catedral, ante unos vinos, bajo un cielo opresivo que amenaza lluvia -al menos no son los cañonazos franceses de la novela-, Pérez-Reverte desgrana algunos detalles previos al paseo que daremos mañana por los escenarios de El asedio, un pedazo de novela, de más de setecientas páginas, que se lee casi sin respirar, buenísima, de las que se disfrutan de verdad y quedan en la memoria. Un compendio de sus temas y obsesiones con un planteamiento y una amplitud tan ambiciosos, que alguien, disparando por elevación, lo ha calificado ya de la Guerra y paz del autor de La tabla de Flandes. Se desarrolla en 1811 y 1812, durante el sitio de Cádiz por los franceses, en tiempos de la guerra de la Independencia. Es una novela coral, con un buen montón de personajes, muy diversos, cuyas vidas se van entrecruzando sobre el mapa letal de la ciudad, que funciona también como un gran tablero de ajedrez.
Los protagonistas son un competente capitán de artillería francés (Desfosseux), empeñado en lograr la excelencia absoluta de su cañones; el implacable y desabrido jefe de Policía de Cádiz (Tizón), obsesionado con atrapar al criminal que anda suelto y en descifrar el extraño patrón con que actúa; un miserable y valiente cazador furtivo y salinero devenido guerrillero (Mojarra), que lucha por sobrevivir y sacar adelante a los suyos; un corsario tipo Corto Maltés, al mando de una veloz balandra o cutter de ocho cañones llamada Culebra (capitán Lobo), que busca en el mar el golpe de suerte para cambiar de vida; un retorcido taxidermista y espía (Fumagol) al que le impulsa destruir la vieja España; una hermosa y lista armadora (Lolita Palma) consagrada a los negocios de la empresa familiar, y, claro, el asesino (?), que puede o no ser uno de ellos. Alrededor están los grandes acontecimientos históricos, la guerra, las Cortes de Cádiz, la Pepa, el alba de la independencia de las colonias americanas (un tema tan actual hoy, con el inicio de las conmemoraciones del bicentenario). Y están también unos secundarios de lujo: Ricardo Maraña (mi favorito), el lermontoviano, temerario y disoluto (y tísico) piloto y primer oficial de la Culebra, amigo de Lobo; el ajedrecista Barrull, en diálogo socrático permanente con el comisario; Cadalso, el torturador; el diputado americano José Mexía Lequerica; el dibujante Virués, capitán de ingenieros; Zafra, el indeseable periodista de El jacobino ilustrado; el simpático primo Toño; el Mulato, contrabandista y conseguidor de monos y loros para el taxidermista, y last but not least, el omnipresente obús de 10 pulgadas Fanfán, que escupe hierro sobre Cádiz.
La ambientación, la exactitud y el lenguaje (¡qué bellas las palabras nostramo -contramaestre- o pasavante -pase para un buque-!), como siempre en Pérez-Reverte, un lujo. Hay un lado costumbrista que es nuevo en el autor y un tono general amargo, oscuro y gélido que te va horadando como si te metieran un sacacorchos en el corazón.
Mientras degusta una tapa, el creador de El asedio, que no ha dejado de valorar que uno lleve bajo el brazo, además de su libro, El Cádiz de las Cortes, la vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813, de Ramón Solís (Sílex, 2000) -"muy bien, chaval"-, destaca la dimensión histórica de su novela -"es un momento en que están pasando muchas cosas y todas son decisivas"-. Pero recalca desde el principio, y a ver quién le lleva la contraria, que la suya no es una novela histórica (¡?), ni negra (pese al asesino en serie), ni bélica (aunque ni Alistar MacLean puso nunca tantos cañones), ni didáctica (pero nadie, excepto quizá Galdós, ha hecho tan interesante y explicado así de bien el mundo y el funcionamiento de las Cortes de Cádiz). Tampoco es (con sus zafarranchos de botafuego humeante y sus abordajes de sable y alfanje) sólo una novela de aventuras. Ni es El asedio, concluye, una novela de amor (y sin embargo, ¡qué romántica!: "Se dejaría matar por ella porque una vez lo besó"). Es una novela y punto. Perezrevertiana.
En el trayecto de regreso al hotel, Pérez-Reverte, que entra y sale de la Cádiz actual y la fantasmagórica de 1812 con una naturalidad pasmosa -no en balde se ha sumergido en innumerables memorias y periódicos de la época-, señala una casa y dice con una mueca que entremezcla rencor y tristeza: "Aquí murió Gravina, de resultas de lo de Trafalgar". El paseo nocturno trae confidencias. Hablamos de la hipótesis de que los húsares se trenzaran el largo cabello para proteger el cuello de los golpes de sable. Pérez-Reverte apunta que la coleta de los marinos servía para lo mismo. Explica luego la alegría (?) que le dio a Javier Marías al regalarle un casco colonial británico de la época de la guerra con los zulúes. La conversación deriva hacia una escena de navajazos en la novela. "¿Has visto alguna pelea con navajas?". No, Arturo, por Dios. El novelista empuña una faca imaginaria y se pone a tirar tajos y puñaladas en medio de la calle. Una esgrima sucia, canalla, pero realista, tipo Alatriste. Pasamos a hablar de los duelos a pistola, que Pérez-Reverte mima con igual soltura. Hay un duelo estupendo en El asedio. El capitán Pepe Lobo, el marino devenido corsario, se bate con un militar por un asunto de faldas en el arrecife bajo el fuerte de Santa Catalina, donde medran los cormoranes, con marea baja (veremos el lugar mañana).Vestido de negro para dificultar la puntería del rival, Lobo aguantará el disparo de éste y luego se le acercará para, de la manera menos elegante, endosarle a quemarropa un balazo en la rodilla. El novelista sonríe al recordar el episodio. Anoto mentalmente no batirme nunca con él.
Al día siguiente la mañana luce espléndida. Pérez-Reverte ha contratado un coche con conductor para recorrer los escenarios de El asedio. Despliega un enorme mapa 1:50.000 y entra en materia con maneras de oficial de Estado Mayor de Rommel. "Era imposible tomar Cádiz sin flota. Estaba protegida naturalmente por mar y marismas, fangales. Así que los franceses le ponen sitio. Instalan baterías aquí (Trocadero) y aquí (la Cabezuela) y se dedican a bombardear la ciudad. Los proyectiles van aumentando su alcance -gracias al ingenio de los artilleros franceses, como mi Desfosseux- y llegan hasta la plaza de San Antonio, aquí", señala, "e incluso hasta la de San Felipe Neri, aquí", vuelve a señalar, "donde se reúnen las Cortes. La planta de la ciudad actual", informa, "coincide exactamente con la de la antigua; gracias a eso, y a la minuciosa lectura de documentos de la época, me ha sido fácil moverme en el libro por la Cádiz de 1811, su topografía, su mundo social y comercial. Sé lo que vale un alquiler, el sueldo de un ministro, la carga de pólvora de un obús. Cuando digo que se ve un cometa es cierto. Cuando uno de mis personajes se desplaza lo hace sobre un paisaje absolutamente real, y el lector con él. Pero insisto en que todo eso no es mero virtuosismo: sólo aparece porque es necesario para la trama".
Señalando con un amplio gesto hacia la parte superior del mapa (debe de ser el norte, digo yo), continúa: "Eso de ahí es la ensenada de Rota, donde transcurre el último combate de la Culebra, la balandra corsaria que capitanea Lobo". Nos quedamos pensando en ese tremendo lance, y casi parece que se oiga a Pérez-Reverte rechinando los dientes. El autor ha disfrutado mucho en los pasajes de navegación. En alguno se abarloa a Patrick O'Brian: "El velacho braceado a sotavento en su verga, sobre la cofa". Incluso aparecen carronadas y se navega de bolina.
A punto de salir de la ciudad intramuros, por la Puerta de Tierra, pasamos frente a la antigua cárcel real, donde tiene despacho el comisario Tizón, experto en los ángulos oscuros de la condición humana, y donde practica la tortura de la mesa, con el reo extendido de espaldas y con el torso colgando por el borde desde la cintura.
La primera parada que hacemos es cerca de la caleta del Agua, en Puerto de Santa María. Desde aquí, a través de la bahía de Cádiz, se ve la ciudad. Dan ganas, con perdón -es la influencia de la novela-, de bombardearla. El escritor extiende el mapa sobre el capó y pone mirada soñadora, si es que Arturo Pérez-Reverte puede poner mirada soñadora. "La visión de mi artillero, de Desfosseux, es aproximadamente ésta, dos años se pasó con Cádiz enfrente, cercana e inalcanzable. Está basado, Desfosseux, en personajes reales, teóricos y técnicos, ingenieros". ¿Qué hacían aquí los franceses? "Ésta era la España insurrecta. Había que someterla por orden de Napoleón". Miramos a la ciudad. Pérez-Reverte habla como ensimismado. "Mi interés por la ciudad como espacio acogedor que puede volverse repentinamente peligroso, en el que puedes irte a dormir tranquilo y te despiertas degollado, viene de la guerra de Troya, de la lectura muy pronto en mi vida de la Ilíada. Luego, cada estancia en Beirut, en Sarajevo, como reportero de guerra, me fue reforzando ese sentimiento. Hice unas fotos en la terraza del Sheraton de Beirut, al comienzo de la guerra civil libanesa, durante la batalla de los hoteles, que muestran la geometría del caos. Un paisaje urbano hecho de ángulos muertos, líneas de tiro, espacios batidos, por el que te mueves entre balas trazadoras y bajo la mira telescópica de los francotiradores".
Eso de la geografía de la guerra recuerda a Falques, el protagonista de El pintor de batallas. "Ahí era un aspecto, aquí es esencial. Cuando te has movido en esas ciudades sigues haciéndolo inconscientemente de la misma manera en todas. La topografía de una ciudad en guerra condiciona las actitudes de quienes están dentro. Por eso elegí el Cádiz sitiado. Es un gran escenario para plantear esa teoría de la ciudad como territorio hostil o falsamente seguro. De ese impulso salió la novela. Asedio de Troya, asedio de Cádiz. La ciudad, un Cádiz oscuro -no olvidemos que entonces la vida transcurría en sombras, con poquita luz, y la noche era noche de verdad, ámbito de misterio-, muy distinto de la imagen de carnaval y chirigota, y la bahía son los protagonistas, más que los propios personajes. Súmale mi fascinación por el ajedrez, el mejor símbolo de la vida humana. La ciudad y la bahía aparecen como un tablero de ajedrez. ¿Y quién mueve las piezas? ¿Qué Dios hay detrás de Dios?, como diría Borges. ¿Qué jugador juega con la trayectoria de las bombas francesas y la vida de la gente? Aquí entran los clásicos griegos, su teatro, las tragedias, el destino. El asedio es mi teoría de la ciudad y el teatro griego sobre un tablero de ajedrez". De ahí la cita del Ayax de Sófocles al inicio y el papel de la obra, que obsesiona al comisario, en la novela. "En Ayax está el comienzo del género policiaco, con Ulises investigando las huellas sobre la arena en el escenario de un crimen durante la guerra de Troya".
El autor muestra un especial cariño, además de al artillero francés (¡y al escalofriante taxidermista!), al encallecido comisario Rogelio Tizón, un tipo a lo bad lieutenant, pero en gaditano, y que, como el propio novelista, colecciona trozos de metralla. Es el que abre la novela orquestando la somanta de zurriagazos que le endosa su esbirro Cadalso a un sospechoso. "Es un policía corrupto, cruel y brutal, y si se lo ordenaran haría detener sin que le temblara el pulso a los mismos diputados de las Cortes a los que saluda quitándose el sombrero, pero le redime su obsesión por encontrar al asesino". La verdad, querríamos que Arturo Pérez-Reverte se identificara más con el corsario Lobo, pero no. "Yo soy todos y ninguno. Es verdad que me gusta Tizón, pero yo no torturaría... si no fuera necesario". Uno se queda escrutando la lobuna sonrisa del escritor tras la boutade. El capitán Lobo. "Lobo es un héroe absolutamente moderno, que no pierde el mundo de vista, pero al que un estallido romántico hace que cambie su vida". Tiene un aire del Coy de La carta esférica. "Lo veo con más distancia, aunque hay unos ecos sentimentales. El cabrón es un romántico, a su pesar, y eso es su condenación. Acabará enfrentado a su peor miedo. Mi mirada es más ahora la del artillero y la del policía". El estallido en la vida de Lobo lo pone Lolita Palma. "Sería ridículo hacerla feminista. En las mujeres del Cádiz de la época, como Frasquita Larrea, hay mucha inteligencia, pero no son feministas avant la lettre y yo no iba a poner una feminista de pastel, sería falso. Lolita es una mujer moderna, culta, con idiomas, como muchas gaditanas de la alta burguesía de entonces, pero sometida a su tiempo. Se enamora, vive y trabaja en el marco de lo posible. No es un invento, como no lo son los otros personajes, sino un destilado de muchas biografías auténticas".
En realidad, considera Pérez-Reverte, lo que prima en la novela, "una novela sin héroes", es una "descarnadísima visión sobre el ser humano". De hecho, algunas escenas, muy crudas, parecen salidas de los cuadros de Goya, como el sargento francés del 95º de línea aserrado por la mitad o lo de arrancarle los dientes de oro a los caídos a culatazos (pero el novelista dice que eso lo ha visto con sus propios ojos: no es extraño que a veces sea tan hosco). Cuántas cosas en la novela, Arturo. Si hasta hay balística ¡y colombofilia! "En El asedio está toda mi vida de escritor y de ser humano", dice el novelista en un raro arrebato sentimental, como de Napoleón el día después de Eylau. Hay momentos en que uno está tentado de darle una palmadita en el hombro. Pero vete a saber cómo reaccionaría. "Está mi vida", continúa, "pero no de manera faulkneriana, contemplativa, sino llena de acción, de enigmas, de asaltos, de combates". El novelista mira al cielo, parece rebobinar, y dice: "El asedio es una novela de geometría y de sombras". Le gusta la frase y se queda saboreándola. "De geometría y de sombras".
Eso de las geometrías, esa forma de ver la vida, tan fría, matemática, inhumana. Líneas, trayectorias. "Es la guerra", responde Pérez-Reverte sin mirarme. "Yo nunca presumo de la guerra, pero he pasado 21 años en países en guerra. Y la guerra es geometría. Ángulos seguros e inseguros, enfilaciones, parábolas, impactos. Los que hemos estado allí sabemos que la guerra es geometría y aritmética. No es algo nuevo en mi obra. Está en El maestro de esgrima -la esgrima es todo ángulos, como bien sabes-. En El húsar: la geometría de la carga de caballería contra la línea. Hay una geometría de la catástrofe que se ha infiltrado en mi manera de mirar. Y es una paradoja porque yo soy de letras, lo contrario a la mirada científica, pésimo estudiante de química, física, matemáticas. Para esta novela tenía intuiciones, pero carecía de la cultura científica para resolver el enigma que me había planteado yo mismo. Así que recabé la ayuda de José Manuel Sánchez Ron, que es un gran amigo. Él me explicó que había formulaciones científicas para concretar en el lenguaje de la ciencia -en el de la ciencia de 1811- el enigma que planteaba". Ese enigma de El asedio es el de la misteriosa relación entre los proyectiles que caen sobre Cádiz y los asesinatos de jovencitas que se producen en la ciudad. La resolución, un tanto ardua -¡vórtices!-, puede dejar al lector algo estupefacto. Se lo digo tímidamente a Pérez-Reverte. "Es lo que hay", responde. Zanjado.
En la ermita chiclanera de Santa Ana, en una colina en las alturas afuera de Puerto Real, nos regalamos la vista con la perspectiva del mando napoleónico durante el asedio, que ya es lujo. Allí, a la izquierda, fue la batalla de Chiclana -que se describe fragmentaria y enfebrecidamente en El asedio; también se muestra en una de las aventuras del fusilero Sharpe de Bernard Cornwel, La furia de Sharpe (Edhasa), que transcurre igualmente en Cádiz: es divertido compararlas, de tan diferentes que son-. En la novela hay un argumento policiaco y guerra, pero Pérez-Reverte niega rotundamente que se pueda hablar de un thriller de ambiente bélico, ese subgénero tan en boga. "Aquí no se compara la guerra con el asesinato". El autor destaca la originalidad en la manera de matar de su asesino gaditano.
La siguiente parada es cerca del Pinar de los franceses, junto a las marismas y caños que hacían intransitable para un ejército el acceso a Cádiz a pie. Dado que es un espacio natural, aprovecho para echar un vistazo a los pájaros con mi telescopio, que no es un Dixey inglés, pero mola: mmm, correlimos, avoceta... Pérez-Reverte me mira con conmiseración, como diciendo: "Valiente Palafox estás hecho". Carraspea. Pliego enseguida el instrumento. "Mi episodio favorito de la novela es el del robo de la cañonera francesa. Es el tipo de golpe de mano de esa guerra. Es real, se trajeron una un hombre y su hijo, con dos cojones. Lo hicieron porque las autoridades españolas ofrecían una recompensa. Por supuesto, no les pagaron. Lo hicieron por eso, por dinero. La palabra patriotismo sólo aparece en la novela en boca de los que no combaten, porque Cádiz está lleno de gente nada heroica que se corre juergas vestida de uniforme y se toca los huevos. De hecho, los franceses lo pasaron peor: se sienten en el culo del mundo y eran unos sitiadores sitiados, mientras que Cádiz, que nunca sufrió bloqueo, estaba bien abastecido, recibía todos los suministros que quería por mar. No te imagines un Leningrado. Mojarra, mi guerrillero, que simboliza el fatalismo atávico del español forjado en siglos de desgracias, sí pelea, lucha por comida, y por unos zapatos para sus hijas; él sabe bien lo que tapan las banderas". La novela incluye algunas reflexiones sobre la guerra y los españoles hechas entre el desprecio y el temor por los franceses, que son también los que aportan la mayoría de los momentos de humor (gamberro, a lo La sombra del águila) del relato, más bien sombrío.
Le echamos un vistazo a Cádiz, más allá del laberinto de fango y canales. "La visión de Cádiz en la novela no es amable, esto no es un canto a Cádiz; aunque hay un evidente amor por la ciudad. Cádiz era entonces más parecido a Hamburgo, a Liverpool, a Manchester, a Baltimore que a Madrid o Burgos. Era una ciudad abierta al mar y al mundo por la que entraban ideas y libertades. Una ciudad en la que, por ejemplo, los mayordomos homosexuales estaban bien vistos. Con tolerancia. Burguesa, sí, pero culta y liberal, no refinada, pero sí de un nivel intelectual alto que hizo posible abrir la ventana, airear esa España de sacristía y sotana miserable. Escribiendo la novela he pasado dos años en ese Cádiz de 1811 y siento mucha melancolía de lo que pudo ser nuestro país, y rabia de ese rey hideputa (Fernando VII), el peor de la historia de España, y mira que los hemos tenido malos". Cuando Pérez-Reverte está de ese humor perro, desgranando su letanía de la negra historia, es mejor no interrumpirlo. "Fue un error de los radicales que no supieron combinar revolución con realismo y quisieron ir más deprisa de lo que el tiempo y la historia permitían. Por eso se fracasó. Cádiz era la ciudad más liberal de Europa, ¡si es que había censura en Francia y, en cambio, libertad de prensa en Cádiz! Y ya ves, todo se perdió y seguimos pagando el precio de esa pérdida. Y fue entonces cuando Inglaterra se aprovechó e hizo su agosto con nuestras colonias americanas".
Para sacarlo de ese discurso que le ensombrece le digo que hay poquito sexo en la novela. "No es necesario en ésta". Lástima. "Hay unas putas y la escena del comisario y la chica. Y entre Lobo y ella, todo el sexo que se podían permitir". Baste decir que a Lobo sólo le vemos abrir la portañuela del calzón para orinar. El paseo acaba con el regreso a Cádiz, y Pérez-Reverte se somete sobre la arena de la Caleta a la sesión de fotos. Lo hace con la altiva resignación de Torrijo y sus compañeros ante los pelotones de fusilamiento en la playa malagueña de San Andrés. Mientras posa -si es que alguien puede hacer posar a Pérez-Reverte- me dedico a coger algunos de los extraños guijarros característicos de Cádiz que siembran la Caleta y que semejan, con un poco de imaginación, trozos de metralla. Tardo en darme cuenta de que el novelista está a mi lado recolectando piedras él también. Ensimismado, por un momento, uno sólo, Pérez-Reverte parece relajado, feliz, confiado, hasta indefenso. Como un alfil retirado del tablero de juego y librado de su pesada carga: su mortífera diagonal, su esquinada perspectiva, su letal mirada...
Primer capítulo

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