Nikolaus Harnoncourt El sonido más fiel
JESÚS RUIZ MANTILLA
Babelia, 04/12/2010;
Nikolaus Harnoncourt es un grande de la dirección de orquesta mundial y uno de los mayores intelectuales de la música. Con su formación, Concentus Musicus, devolvió la autenticidad y la esencia a la interpretación de la música antigua y barroca. Varias generaciones han seguido su estela. El libro La música es más que las palabras reúne toda su sabiduría.
Los preocupantes síntomas de hinchazón llevaron a Nikolaus Harnoncourt (Berlín, 1929) en los cincuenta a cambiar la historia de la música en la descorazonada Austria de posguerra. El entonces violonchelista había detectado un bulto romántico, según confiesa personalmente, el moratón repetitivo de un arte que había perdido carácter y corría el riesgo de infectar sin remedio los oídos del público con aburrimiento, programas previsibles y ejecuciones cansinas: Brahms y Beethoven; Beethoven y Brahms con un interludio de valses de Strauss por año nuevo.
Él no era ningún nombre de postín todavía. Un disciplinado e inquieto miembro de la Sinfónica de Viena que dirigía por aquel entonces Herbert von Karajan. Corrían tiempos en los que las batutas ni admitían discusiones, ni réplicas, ni preguntas. Así que Harnoncourt y sus amigos tuvieron que reunirse clandestinamente en su casa para llevar a cabo el milagro: crear una corriente de interpretación de la música barroca y antigua con instrumentos de época. Bach y compañía recuperados en su pura esencia. "Objetivarlo todo", como dice él en el libro La música es más que las palabras (Paidós).
Viena despertaba de la pesadilla monstruosa del nazismo entre guerras subterráneas de espías y añoranzas de un imperio que luego resultó rentable para el turismo. Pero seguía siendo el lugar donde casi siempre se había regenerado la música, a veces de forma violenta. Hoy, en el XXI, existen escuelas, grupos y miles de partituras recuperadas por todo el mundo gracias a esa revolución iniciada por él con su grupo Concentus Musicus.
En su ánimo imperaba la discusión, la obsesión por el debate. Los gérmenes de lo que luego le ha hecho pasar a la historia por sus discursos sabios y revolucionarios acerca de la interpretación. Entonces chocaba con las maneras dictatoriales de Karajan, a quien respetaba, por otra parte. Pero sobre todo con cierto conservadurismo que no podía combatirse. No se admitían peros. Esa era una actitud poco convincente con quien desde niño había aprendido a pensar por sí mismo precisamente por rebeldía. "Los directores entonces no admitían sugerencias. Yo hice tres preguntas en mi etapa de violonchelista y me respondieron: 'Porque lo digo yo'. Ahora, cuando me preguntan a mí contesto hasta que se me acaban los argumentos y si no convenzo, entonces admito mi equivocación y cambio de opinión".
A Harnoncourt, su paso por las Juventudes Hitlerianas -una obligación para los niños que no se podían permitir el lujo de quedar apestados- le enseñó a ponerlo todo en solfa. Tanto bramido, tanto dogma, le repelía. "Debía de obedecer, decir sí a cada orden, pero en mi interior me preguntaba constantemente: ¿y si en vez de sí es no?".
Era un niño sensible, obsesionado con los teatros de marionetas. "De haber comprobado que podía ganarme la vida con ello, me hubiese dedicado a eso", confiesa desde su casa del Tirol, rodeado de montañas nevadas que hoy ya no puede escalar, pero que aún le soplan el sonido acuchillado del viento. Pero fue la música la que le ofreció un futuro. La música que siempre estuvo ahí, compañera fiel.
Nunca imaginó que el destino le deparara un lugar así en la historia. Las inquietudes constantes le llevaron lejos. Desde aquellas reuniones ocultas para Karajan hasta su nombre reivindicado hoy como punto de referencia mundial, ha llovido. "No le decíamos a Karajan qué hacíamos. De mí, sabía que tocaba por entonces la viola de gamba y adoraba a Bach, pero todo era secreto".
Tanto que comenzaron a ensayar y a reunirse en 1953, pero vieron la luz por primera vez en 1957. "Fue muy difícil, entonces no existían los instrumentos que necesitábamos. Tuvimos que pedirlos prestados en los museos para ensayar", relata Harnoncourt. También decidieron leer y leer partituras. Despojarlas de las interpretaciones y los cambios que habían ido sufriendo con el tiempo. Volver radicalmente a la esencia, sobre todo con Bach, su obsesión, pero sin perder el ancla de su tiempo. "Decidimos que interpretaríamos a los barrocos, con toda su pureza, en el cincuenta por ciento de nuestro repertorio. La otra mitad sería para los creadores contemporáneos".
El Concentus Musicus de Harnoncourt se convirtió así en doble referencia. "Acudieron a vernos trabajar desde Stravinski a Hindemith, que, por cierto, eran mucho menos fieles a sus propias partituras que nadie. Cambiaban sus tempos como les venía en gana, no se atenían a lo escrito. Muy curioso".
Poco a poco fueron extendiendo una tela de araña que crecía, crecía y envolvía con una nueva dimensión la interpretación musical más antigua. La contradicción era gloriosa. El sonido puro más fiel a las épocas pasadas se revelaba como algo completamente nuevo. Un efecto de autenticidad impactante que convirtió aquella corriente en una religión de la que hoy son devotas tres generaciones de músicos. De Harnoncourt a Fabio Biondi, pasando por John Eliot Gardiner, William Christie, Jordi Savall, Ton Koopman...
Los lazos no tardaron en surgir. Primero llegaron los holandeses, con figuras como Gustav Leonhardt a la cabeza. A la larga, él ha sido más papista que el Papa. "Sé que al principio tuvo reparos conmigo porque había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas, pero, una vez le aclaré que no había más opciones, nos hicimos amigos". Luego apenas ha habido tensión entre ellos pese a que Harnoncourt ha seguido con todos los repertorios de las épocas que le ha apetecido y el holandés, una especie de monje de clausura de la música antigua, no quiere saber nada de instrumentos más modernos que el clave o el órgano: "A Leonhardt, un piano le da miedo", asegura Harnoncourt. No puede entender que las partituras de Bach se adapten a un monstruo tan moderno.
Tampoco hace falta ser tan radical, cree el músico. "Yo lo soy, en muchas cosas, pero sé que nunca se puede lograr el cien por cien de los objetivos que se pone uno en la vida". Harnoncourt siempre ha sabido distinguir y entender lo que es sagrado o no lo es. Como las estructuras de pensamiento. Ambos campos se relacionan para el director.
La música que él ha resucitado está consagrada a la gloria de Dios. Fue el principal motor de Bach. "Entender que el arte es lo que nos hace humanos puede ser una especie de bendición relativa a un sentimiento religioso. No existe pueblo en la tierra, entre Siberia o África, que no consagre su creatividad a un sentido elevado. Siempre nos enfrentamos a un gran misterio sobre lo sagrado".
Las preguntas trascendentes nos diferencian de otras especies. "Creo que existen dos formas de pensamiento. La lógica y la fantástica. Un mono puede contar con la primera. Puede coger una piedra y partir una nuez. Es decir, utilizar la tecnología. Un mono podría fabricar un ordenador, pero no hacer un poema, para eso necesita el pensamiento fantástico. La música pertenece a este tipo de pensamiento".
Tampoco es que reniegue de los avances. Aunque sí ha llegado a una conclusión: "No creo en el progreso, pero sí en el cambio". Un matiz amplio que da para mucho, aunque las grandes preguntas, las grandes dudas en el arte permanecen intactas y sin posibilidad de resolución: "Desde los griegos, seguimos planteándonos las mismas cuestiones".
Después está la emoción. Y gran parte de la culpa de que el Concentus Musicus se pusiera en funcionamiento tuvo que ver con la búsqueda de nuevas sensaciones. "Cuando interpretábamos música barroca producía aburrimiento. Eso nos llevó a preguntarnos algo muy sencillo: ¿Por qué si al contemplar una escultura de Bernini nos pone los pelos de punta no nos sucede lo mismo con la música que se hacía en la época?".
La respuesta estaba clara. Cuando contemplaban una obra de arte lo hacían sin tapujos, transparentemente ante sus ojos, pero cuando escuchaban una partitura había sido tan despojada de su primitivo sentido, adaptada con tanto artificio a su tiempo, que había perdido la capacidad de emocionar.
Y esa búsqueda, para Harnoncourt, es intemporal. La concienzuda recuperación del pasado ha regenerado también la interpretación de todos los repertorios. También del romanticismo, periodo en el que este músico se centra sobre todo en su libro de entrevistas. En él realiza disquisiciones interesantes que abarcan la obra de Beethoven, Schubert o los Strauss. "El primero me parece un agitador de su época, un luchador por la libertad, el romántico de dimensiones heroicas, mientras que Schubert es el romántico pegado al alma, el de dimensiones íntimas y trágicas que no pudo llegar a escuchar sus sinfonías".
En cuanto a los Strauss, para Harnoncourt guardan una dimensión crucial en la identidad vienesa: "Cada ciudad interesante tiene su folclore, los Strauss y en cierto sentido también Schubert son folclore vienés sin que eso signifique que hicieran una música frívola o ligera, en absoluto".
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Tres generaciones consagradas al barroco
AGUSTÍ FANCELLI 04/12/2010
La interpretación historicista de la música pretérita es sin duda el debate de mayor calado que ha conocido este sector de la cultura a partir de la segunda mitad del siglo XX. De hecho se trata de un debate que entronca directamente con la modernidad por lo que tiene en su origen de experimentalismo.
La interpretación historicista de la música pretérita es sin duda el debate de mayor calado que ha conocido este sector de la cultura a partir de la segunda mitad del siglo XX. De hecho se trata de un debate que entronca directamente con la modernidad por lo que tiene en su origen de experimentalismo. Solo que este, comparado con otros que no prosperaron, ha acabado por crear un nuevo público, es decir, un mercado dinámico y estable. ¿Cómo empezó todo? Nikolaus Harnoncourt, precisamente, ha reflexionado a fondo sobre el hecho de que, tan solo 200 años atrás, la música que se interpretaba y se escuchaba era la estrictamente contemporánea, mientras que la compuesta apenas unas décadas antes quedaba irremisiblemente arrumbada en el desván o, a lo sumo, reciclada como una extravagancia alla antica. Tenía que ser el historicismo romántico el que estableciera una nueva forma de aproximarse a ese repertorio como objeto de arte, portador de unos valores que volvían a conectar con el espíritu del hombre contemporáneo. Hay una fecha comúnmente citada como fundacional de esa inversión de óptica: la dirección de Felix Mendelssohn, en Berlín, en 1829, de la olvidada Pasión según san Mateo de Bach. Esa fue la punta de lanza destinada a atravesar el siglo XX: en su estela, a partir de los años treinta, Pau Casals normalizó las Suites para violonchelo como repertorio de concierto, mientras que Wanda Landowska haría lo propio con las Variaciones Goldberg. Ese afán por el redescubrimiento llega reforzado hasta nuestros días y en este sentido cabría concluir, con Adolfo Salazar, que seguimos siendo deudores del Romanticismo. Ahora bien, a partir de la década de los años cincuenta, en consonancia con el creciente interés que en todas las disciplinas artísticas suscita la cuestión del lenguaje, se introduce un nuevo cambio de perspectiva con el repertorio antiguo. La operación no es ya la de acercar el pasado a la sensibilidad contemporánea, sino al revés, de conducir a esta hasta un supuesto "sonido original" construido científicamente, es decir, previo contraste de fuentes, pormenorizado análisis de la partitura e investigación profunda de los instrumentos de época. Los dos grandes padres fundadores de esta tendencia fueron Harnoncourt y Gustav Leonhardt cuando acometieron la grabación de las cantatas de Bach. Esa operación revolucionaria suscitó un encendido debate entre apocalípticos e integrados: los primeros despreciaban la frialdad de laboratorio de esas interpretaciones y las pocas concesiones a la emoción que se permitían, al tiempo que los segundos defendían sus postulados como la única verdad revelada.
¿Qué ha ocurrido después? Pues que el oído del público ha aprendido a escuchar el "nuevo sonido original" y lo ha hecho mayoritariamente suyo. Ello ha sido posible gracias a la segunda generación de intérpretes con instrumentos originales, nacidos a partir de los cuarenta, como Ton Koopman, Christopher Hogwood, Eliot Gardiner o Jordi Savall. Este último sintetiza mejor que nadie el boom de esta música cuando, en 1991, recupera el repertorio para viola de Sainte-Colombe y Marin Marais (siglo XVII) para la película Tous les matins du monde, de Alain Corneau. Esa música, como el gregoriano de los monjes de Silos, se convirtió por esos años en un inesperado fenómeno de masas que entró incluso en las discotecas a la hora del cierre.
¿Dónde estamos ahora? Para la tercera generación de intérpretes de música antigua la discusión lingüística ha quedado definitivamente atrás. Se acercan al repertorio sin complejos, con la misma tenacidad que sus predecesores para volver a la luz las obras que lo merecen, pero con menos remilgos filológicos y restricciones interpretativas a la hora de consignarlas. Y si las dos primeras generaciones pertenecieron mayoritariamente al centro y el norte de Europa (no se olvide que Savall se formó en Basilea), la tercera ha ampliado hacia el sur su radio de acción. Dos casos han sido modélicos en la recuperación del repertorio barroco de sus respectivos países: el italiano Fabio Biondi, que se formó, entre otros, con Savall e intervino en la banda sonora de Tous les matins du monde, por la misma época en que fundaba su grupo Europa Galante; y el español Eduardo López Banzo, que estudió en Ámsterdam con Leonhardt y a su regreso en 1988 fundó el grupo Al Ayre Español. Son dos ejemplos vivos de que la música interpretada con instrumentos originales no ha dicho aún su última palabra. Pero para que ello sea posible hizo falta que una primera generación rompiera el hielo, ni que fuera con las armas de la intransigencia.
La interpretación historicista de la música pretérita es sin duda el debate de mayor calado que ha conocido este sector de la cultura a partir de la segunda mitad del siglo XX. De hecho se trata de un debate que entronca directamente con la modernidad por lo que tiene en su origen de experimentalismo. Solo que este, comparado con otros que no prosperaron, ha acabado por crear un nuevo público, es decir, un mercado dinámico y estable. ¿Cómo empezó todo? Nikolaus Harnoncourt, precisamente, ha reflexionado a fondo sobre el hecho de que, tan solo 200 años atrás, la música que se interpretaba y se escuchaba era la estrictamente contemporánea, mientras que la compuesta apenas unas décadas antes quedaba irremisiblemente arrumbada en el desván o, a lo sumo, reciclada como una extravagancia alla antica. Tenía que ser el historicismo romántico el que estableciera una nueva forma de aproximarse a ese repertorio como objeto de arte, portador de unos valores que volvían a conectar con el espíritu del hombre contemporáneo. Hay una fecha comúnmente citada como fundacional de esa inversión de óptica: la dirección de Felix Mendelssohn, en Berlín, en 1829, de la olvidada Pasión según san Mateo de Bach. Esa fue la punta de lanza destinada a atravesar el siglo XX: en su estela, a partir de los años treinta, Pau Casals normalizó las Suites para violonchelo como repertorio de concierto, mientras que Wanda Landowska haría lo propio con las Variaciones Goldberg. Ese afán por el redescubrimiento llega reforzado hasta nuestros días y en este sentido cabría concluir, con Adolfo Salazar, que seguimos siendo deudores del Romanticismo. Ahora bien, a partir de la década de los años cincuenta, en consonancia con el creciente interés que en todas las disciplinas artísticas suscita la cuestión del lenguaje, se introduce un nuevo cambio de perspectiva con el repertorio antiguo. La operación no es ya la de acercar el pasado a la sensibilidad contemporánea, sino al revés, de conducir a esta hasta un supuesto "sonido original" construido científicamente, es decir, previo contraste de fuentes, pormenorizado análisis de la partitura e investigación profunda de los instrumentos de época. Los dos grandes padres fundadores de esta tendencia fueron Harnoncourt y Gustav Leonhardt cuando acometieron la grabación de las cantatas de Bach. Esa operación revolucionaria suscitó un encendido debate entre apocalípticos e integrados: los primeros despreciaban la frialdad de laboratorio de esas interpretaciones y las pocas concesiones a la emoción que se permitían, al tiempo que los segundos defendían sus postulados como la única verdad revelada.
¿Qué ha ocurrido después? Pues que el oído del público ha aprendido a escuchar el "nuevo sonido original" y lo ha hecho mayoritariamente suyo. Ello ha sido posible gracias a la segunda generación de intérpretes con instrumentos originales, nacidos a partir de los cuarenta, como Ton Koopman, Christopher Hogwood, Eliot Gardiner o Jordi Savall. Este último sintetiza mejor que nadie el boom de esta música cuando, en 1991, recupera el repertorio para viola de Sainte-Colombe y Marin Marais (siglo XVII) para la película Tous les matins du monde, de Alain Corneau. Esa música, como el gregoriano de los monjes de Silos, se convirtió por esos años en un inesperado fenómeno de masas que entró incluso en las discotecas a la hora del cierre.
¿Dónde estamos ahora? Para la tercera generación de intérpretes de música antigua la discusión lingüística ha quedado definitivamente atrás. Se acercan al repertorio sin complejos, con la misma tenacidad que sus predecesores para volver a la luz las obras que lo merecen, pero con menos remilgos filológicos y restricciones interpretativas a la hora de consignarlas. Y si las dos primeras generaciones pertenecieron mayoritariamente al centro y el norte de Europa (no se olvide que Savall se formó en Basilea), la tercera ha ampliado hacia el sur su radio de acción. Dos casos han sido modélicos en la recuperación del repertorio barroco de sus respectivos países: el italiano Fabio Biondi, que se formó, entre otros, con Savall e intervino en la banda sonora de Tous les matins du monde, por la misma época en que fundaba su grupo Europa Galante; y el español Eduardo López Banzo, que estudió en Ámsterdam con Leonhardt y a su regreso en 1988 fundó el grupo Al Ayre Español. Son dos ejemplos vivos de que la música interpretada con instrumentos originales no ha dicho aún su última palabra. Pero para que ello sea posible hizo falta que una primera generación rompiera el hielo, ni que fuera con las armas de la intransigencia.
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