Cara o cruz cada seis años
Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Excélsior, 8 de junio de 2011
Es difícil de creer, pero Ollanta Humala, elegido el domingo pasado, en segunda vuelta, nuevo presidente del Perú, estuvo flanqueado en su mitin de cierre de campaña nada menos que por el ex presidente Alejandro Toledo y Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor Mario Vargas Llosa, dos de sus adversarios históricos. Pero el hecho es que allí estuvieron apoyando a un personaje al que ellos y muchos otros temían hace unos años, al que se veía como una caricatura aún más populista que su mentor Hugo Chávez y que despertaba, y todavía despierta, fuertes recelos entre el electorado urbano de su país.
Para explicar esa transformación se debe saber que su rival en la segunda vuelta electoral era Keiko Fujimori, la hija del ex presidente Alberto Fujimori, preso hoy por corrupción y crímenes de lesa humanidad. Pero también se debe comprender que otros tres candidatos que garantizaban una línea de cierta continuidad con el exitoso gobierno de Alan García no pudieron llegar a acuerdos entre sí y quedaron detrás de Ollanta y Keiko, caracterizados como dos expresiones del más crudo populismo: uno de izquierda y la otra de derecha. Pero hay mucho más detrás de la elección peruana y entre ello destacan lecciones que no deberíamos ignorar.
Primero, que el éxito económico no garantiza satisfacción de la sociedad. Ningún gobierno del Perú había tenido el éxito económico logrado por el de Alan García en estos años: por primera vez en mucho tiempo, Perú tuvo crecimiento con estabilidad económica y financiera, superávit en su comercio exterior, una mejora en ingreso de muchos sectores, sobre todo medios, y una perspectiva muy optimista para los próximos años. Pero ese éxito económico no se reflejó en una disminución de la desigualdad: entre los más ricos y los más pobres, entre la sociedad urbana y la rural, los abismos se mantuvieron. Y mientras en unos las expectativas de mejoras en el futuro se mantenían, en los otros persistía el atraso y, además, una creciente inseguridad propiciada, entre otras cosas, por la presencia de grupos del narcotráfico (disfrazados en ocasiones como guerrillas) en las zonas andinas. El que los defensores del actual modelo económico no se hubieran podido poner de acuerdo para defender un solo proyecto, llevó al triunfo en la primera vuelta a Humala y Fujimori.
Lección: el buen manejo económico, incluso las amplias tasas de crecimiento, no son sinónimo de mayor igualdad social y mucho menos de votos sin un trabajo político sólido detrás.
Segundo: el pasado pesa. Lo que terminó volcando la votación a favor de Humala fue lo que representaba Fujimori. Ese temor al pasado pesó más que el miedo al futuro con el ex militar golpista reconvertido en candidato. No era para muchos una elección agradable pero, a la hora de decidir, la mayoría apostó por el futuro, aunque sea en unos comicios especialmente cerrados y donde el voto urbano apoyó mayoritariamente a Keiko. Pero si Humala no tuvo un derrumbe en las ciudades, fue por el apoyo que recibió de personajes como Toledo y Vargas Llosa que, públicamente, hicieron acuerdos con Humala sobre la base de que éste no cambiaría el curso económico y por el apoyo que recibió (y la garantía que ofreció) de quien es hoy uno de los personajes más respetados en la política latinoamericana, Luiz Inácio Lula da Silva, el ex presidente de Brasil. Incluso Humala publicó una suerte de carta compromiso que es copia textual de la que presentó en su momento Lula y que le permitió ganar, en 2002, la presidencia en Brasil.
Hay una tercera lección que no se puede olvidar: las elecciones se ganan desde el centro. Y en la disputa por el centro, Humala resultó mucho más confiable que Fujimori y estableció mayores acuerdos, incluso con adversarios históricos. Pero eso fue posible porque existió una segunda vuelta electoral. Sin ella, Humala hubiera sido también presidente, pero con menos de 30% de los votos. No hubiera negociado con sus anteriores rivales ni hubiera moderado, mediante esos acuerdos, su programa político y económico. Tampoco hubiera llegado, como ahora ocurrió, a acuerdos parlamentarios con esos anteriores adversarios que le permitirán tener una mayoría que le dé gobernabilidad a su futura administración. Claro que los acuerdos se pueden desconocer y las mayorías legislativas romperse. Pero hoy esos acuerdos le dieron un respaldo institucional y una exigencia de moderación que no hubiera tenido de llegar al poder con 29% de los votos.
En México, no habrá segunda vuelta. Nuestros políticos siguen prefiriendo jugar a todo o nada en su apuesta sexenal. Nuestro sistema aleja la posibilidad de acuerdos y de establecer, por esa vía, mayorías legislativas que garanticen mayor gobernabilidad. Nos jugamos todo a cara o cruz cada seis años.
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