Muere a los 77 años Javier Pradera, el gran intelectual de la Transición
El editor y columnista, que falleció el domingo en Madrid, se incorporó a EL PAÍS en 1976 como editorialista y jefe de la sección de Opinión
JOSÉ ANDRÉS ROJO - Madrid –
EP, 20/11/2011
El columnista, editor y periodista Javier Pradera ha muerto este domingo en su casa de Madrid a los 77 años. Sus restos serán trasladados al tanatorio de La Paz en Tres Cantos. No resulta nada fácil destacar en la vida de Javier Pradera cuál de sus ocupaciones fue la más relevante de todas. Estuvo en los disturbios estudiantiles que a mediados de los cincuenta combatieron contra el franquismo. Militó en el Partido Comunista entre 1954 y 1964, y lo abandonó cuando Fernando Claudín y Jorge Semprún fueron expulsados. Trabajó en Tecnos y Fondo de Cultura Económica, y fundó Siglo XXI, pero su fama de editor le viene de la época en que dirigió Alianza. En 1976 se incorporó a EL PAÍS como editorialista y jefe de la sección de Opinión. Dejó esos cometidos en
1986, pero continuó como analista, columnista y miembro de su Consejo Editorial. Formó parte, también, del Consejo de Administración del Grupo Prisa. Para cualquiera que, desde la izquierda democrática, siguiera la historia de este país, Javier Pradera estuvo donde había que estar en el momento oportuno.
Alto y delgado, un tanto desgarbado, con los pelos desordenados y sus gafas, la sonrisa en la comisura de los labios siempre lista para celebrar cualquier ocurrencia o maldad, y sus manos huesudas y largas pasando las páginas de una pila de periódicos, como si persiguiera cualquier idea sospechosa para refutarla de inmediato con una elaborada batería de argumentos. Sus primeros textos firmados en este diario aparecieron el 16 de mayo de 1976. Una columna, en la que hablaba de la desaparición de los procuradores franquistas y donde escribía que "el presidente de las Cortes, aliado con el Gobierno, ha improvisado un procedimiento de urgencia cuya fuente de legitimación no es jurídica sino política", y llamaba después a la unión de todos los partidos para que la legitimidad del proceso fuera irreprochable. Y la crítica de un libro, que le permitía reflexionar sobre lo que ocurrió en la Unión Soviética tras la muerte de Lenin. La lúcida reflexión sobre las reglas democráticas y los comentarios de sus lecturas que no cesaron de aparecer en estas páginas hasta hace muy poco. Siempre supo mantener un punto irónico, aun cuando su obsesión fuera el rigor y la contundencia. La batalla de ideas en la que se embarcó cada día fue una batalla por la libertad. Su última pieza apareció el domingo 20; se titulaba Al borde del abismo. No siempre se lo entendió, aunque fuera diáfano a la hora de defender sus posiciones. En 1990 puso en marcha, junto a Fernando Savater, Claves de Razón Práctica, una revista centrada en la reflexión sobre el tiempo en que vivimos.
Nacido en San Sebastián el 28 de abril de 1934, Javier Pradera se licenció en Derecho en 1955 en la Complutense con un premio extraordinario, y no tardó mucho en ingresar por oposición en el Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire. La primera vez que lo detuvieron fue en febrero de 1956, cuando Joaquín Ruíz Jiménez, que había abierto la mano a los estudiantes, fue destituido como ministro de Educación y los conflictos estallaron en la Universidad. Víctor Pradera, el abuelo de aquel joven revoltoso, había fundado el Bloque Nacional con José Calvo Sotelo y fue asesinado por un grupo de milicianos poco después de producirse el golpe de Estado contra la República. Su padre, Javier, corrió la misma suerte un día después. Así que aquel estallido universitario no solo fue relevante porque constituyera un claro desafío a un régimen rigurosamente autoritario, sino porque lo protagonizaban, entre otros, algunos descendientes del bando de los vencedores. El joven Javier Pradera mostraba así su radical independencia frente a los lazos más fuertes, los familiares, y se comprometía a fondo (fue expulsado de su trabajo en el Ejército del Aire casi inmediatamente) en la larga y enojosa lucha contra el franquismo.
Formaba ya parte del Partido Comunista y andaba metido hasta las cejas en la afanosa y dura vida de la militancia clandestina. Aun así, su honestidad le exigiría unos años más tarde cuestionar la expulsión de Claudín y Semprún de la organización en marzo de 1964. España estaba cambiando, y lo que aquellos intelectuales proponían era buscar apoyos en otros sectores de la oposición para acabar con el dictador frente al drástico designio de la ortodoxia que defendía que el PCE liderara una revolución democrática. Pradera se enfrentó al aparato: para que una democracia arraigara en esa España que empezaba a beneficiarse del crecimiento económico y que manejaba ya coches como el 600 y se ponía biquini en las playas era necesario contar con las nuevas clases medias.
Como editor, Pradera jugó también un papel decisivo. Cierto que se trataba de un papel sin brillo alguno, que se ejerce fuera de foco y que carece de proyección pública. Mucho más entonces que ahora. Era una labor que tiene mucho que ver con la de editorialista en un periódico. En un caso, lo que se proponen son libros; en el otro, argumentos e ideas.
Fueron imprescindibles cuando Franco murió y la dictadura pasó a la historia: España tuvo que girar bruscamente y aprender a vivir en democracia. El papel de Javier Pradera fue determinante en aquella difícil y compleja etapa. Desde el primer momento volvieron a imponerse en su nueva ocupación al frente de la sección de Opinión de este diario los viejos rasgos que lo habían acompañado hasta entonces. Si desde joven hubiera sido fiel a las ideas recibidas, por sus orígenes conservadores nunca hubiera cuestionado la dictadura. Lo hizo. Lo que le tocaba en la nueva etapa era analizar cada día las decisiones de los políticos, los jueces o los militares, entre tanto otros, y proponer una lectura de lo que estaba pasando a los ciudadanos. Cuando todo está en proceso de derribo es una tarea donde es muy fácil caer en la demagogia o los excesos ideológicos. Javier Pradera supo cuestionar cada idea recibida y cada nuevo argumento que se manejaba en el nuevo escenario público. La honestidad de su trayectoria, la inteligencia con la que se acercó a una sociedad sometida a un brusco cambio de valores, su generosidad, la radicalidad de no renunciar a la complejidad y saberle sacar punta a los matices. De eso trata su historia personal, que tanto tuvo que ver con la historia de este país. Vivió apasionadamente sin buscar nunca el protagonismo y procurando que, a través de la lucidez de sus comentarios, las cosas no se torcieran demasiado y pudiéramos todos ser cada vez un poco más libres.
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Javier Pradera dentro del PCE, una intensa y efímera estadía
RAFAEL FRAGUAS -
Madrid - 21/11/2011
La vida orgánica de Javier Pradera, como de manera eufemística se llamaba a la militancia dentro del Partido Comunista de España (PCE), se caracterizó por una cierta singularidad. Cada militante solía aportar una suerte de dote cuando se integraba en la organización: unos, su trabajo organizativo; otros, su entusiasmo revolucionario; otros más su disciplina y unos pocos, su capacidad de análisis. Junto con su condición de teniente auditor militar, esta última fue su principal aportación, derivada de su extensa cultura y unida, señaladamente, a las relaciones que por sus vínculos familiares mantenía con personalidades del régimen o diletantes del mismo, como lo fue Dionisio Ridruejo, al que le unía sincera amistad y profunda admiración intelectual y literaria.
La entrada del joven teniente jurídico en el PCE le fue dada por Julio Diamante, cineasta, que cuenta hoy con 80 años. "La idea de adentrarle en el Partido fue mía, no recibí instrucciones de nadie. Sabía que era un hombre valioso, muy prudente, inteligente y culto, además de buena persona y con sentido del humor", señala. "Fui yo quien le presentó a Jorge Semprún, miembro del Buró Político del PCE: era el verano de 1955 y los tres nos reunimos en una terraza que había en la Castellana, frente al arranque de la calle de Goya".
Diamante se refiere muy probablemente a la cafetería Toronto, que así se llamaba la terraza allí enclavada entonces. Y prosigue: "El caso es que Jorge y Javier se cayeron mutuamente muy bien y nació entre ellos una amistad de muchos años". Las reuniones de Pradera con dirigentes del partido se celebraban en lugares públicos o bien en la casa del propio Julio Diamante, en la calle de Castelló, 46. De Enrique Mújica, del que fue muy amigo, le preocupaba su extraversión y su facundia, ya que la prudencia obligaba a Pradera, entonces militar, a mantener una discreción plena sobre su militancia política, que la desbordante actividad de Múgica podía comprometer atrayendo hacia su entorno la atención de la Brigada Político Social, la policía política del franquismo o en su caso, al servicio de información del Ejército. "Sin embargo", precisa Diamante, "creo que Enrique se hallaba entonces cumpliendo el servicio militar en el País Vasco y él y Javier se vieron poco". El cineasta afirma que un año después de la entrada de Pradera en el PCE, los acontecimientos universitarios en la Complutense, en 1956, llevaron a la detención de ambos. "Javier cumplió arresto de unos cuatro meses, según creo, en un penal militar de la zona de Alcalá de Henares".
Otro de los lugares en los que los dirigentes y cuadros comunistas se reunían era en el barrio de Argüelles, en la casa de Domingo Dominguín. Pertenecía a la renombrada saga taurina, con quien Pradera mantuvo una estrecha amistad. En una ocasión, su hermano Luis Miguel Dominguín, afamado torero, fue invitado por Franco a una recepción oficial. El dictador se acercó al toreo y le espetó: "¿Luis Miguel: de sus hermanos, cuál es el comunista?" Y Luis Miguel le respondió con aplomo: "Los tres Excelencia".
En la casa de Domingo, de zaguán retranqueado, situada en la madrileña calle de Ferraz, 12, se celebraron muchas reuniones de la dirección clandestina del PCE en el interior: en numerosas ocasiones, los comunistas, para acceder al salón donde se iban a reunir, debían cruzar entre banderilleros, picadores y gentes del toro vinculadas a los Dominguín, allí congregadas. Por cierto, cuenta Armando López Salinas, responsable durante décadas del área de Cultura del PCE y de las relaciones con los intelectuales, que cuando Javier Pradera comenzó a distanciarse de las posiciones oficiales del PCE en los orígenes de la disidencia que Fernando Claudín encabezaba junto con Jorge Semprún, Dominguín, que se mantenía adscrito a la dirección oficial, preguntaba a Pradera: "¿Hablo tal vez con el renegado Kautsky?" en referencia al dirigente criticado por Lenin como arquetipo del desviacionista de derecha. Pradera, por su parte, le respondía: "¿Es Usted tal vez la fiera leninista?".
La amplia red de relaciones políticas, familiares y culturales de Pradera fue puesta al servicio del PCE en aquellos años que duró su militancia, entre 1955 y 1964, periodo en el que aproximadamente se mantuvo su adscripción orgánica. Fue precisamente el discurso político de Fernando Claudín, enfrentado al de Santiago Carrillo, el que llevó a Pradera a distanciarse del PCE. "No fue expulsado", precisa López Salinas, "se trató más bien de una irradiación", término que asocia a la separación del partido sin militancia. Según el veterano responsable de los intelectuales del PCE, "Pradera compartía las tesis de Claudín según las cuales, era necesario disolver las siglas del PCE e integrar sus fuerzas en un movimiento amplio, a imitación de lo que entonces se barajaba en el partido comunista griego".
Por su parte, Julio Diamante, señala que "el distanciamiento de Pradera del PCE se produjo "sin el desgarramiento que adquirió entre Claudín, Semprún y el partido, en su caso, fue algo mucho más discreto". Si bien Pradera, subraya López Salinas, no perteneció ni al Ejecutivo ni al Comité Central del PCE, se relacionó sin embargo con dirigentes clandestinos de la máxima importancia política, como Francisco Romero Marín, El Tanque, ex coronel del Ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial y responsable del aparato clandestino comunista en el interior de España, con quien Pradera mantuvo una actitud extraordinariamente respetuosa y a quien Semprún dedicó, al morir Romero, escritos muy elogiosos.
Años después, cuando Javier Pradera se encontraba con algún amigo militante del Partido Comunista, haciendo gala de su sarcasmo, solía ponerle las manos sobre los hombros, le miraba a los ojos y a modo de confesor le espetaba: "¿Qué tal por la Santa Madre Iglesia?". Muchos años después de su salida del PCE, cuentan que en una cena a la que asistían Javier Pradera y José Bergamín, intelectual cristiano y comunista, que vivía a la sazón en el País Vasco donde mostró afinidad con Herri Batasuna, ambos discutieron políticamente y acabaron algo enojados. Al concluir la cena, tomaron un taxi conjuntamente y Javier descendió primero frente al portal de su casa. Desde la ventanilla del taxi, Bergamín le espetó: "¿Sabes una cosa, Javier? ¡Viva Euskadi Askatuta!" Pradera se volvió y le respondió: "¿Sabes otra cosa tú? ¡Viva la fiel Infantería!".
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El maestro, el amigo/JOAQUÍN ESTEFANÍA
20/11/2011
Javier Pradera hubo de vivir bajo el síndrome de un acontecimiento del que era difícil que hablase: su padre y su abuelo, con un día de diferencia, fueron asesinados en San Sebastián, en 1936, por grupos incontrolados del bando republicano. Por ello tuvo más valor la apuesta que hizo de pasarse al bando de los vencidos de la Guerra Civil y convertirse en uno de los grandes pensadores de la transición democrática en España. Hizo suya la idea que expresa Santos Juliá en sus textos: para derribar la barrera divisoria entre vencedores y vencidos, para reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático era preciso que gentes procedentes de los dos lados de la barrera estableciesen una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro. Esto ocurrió en España con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados de los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el Coloquio de Múnich de 1962, con la reunión de las comisiones obreras y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y en las Juntas Democráticas. "En todos ellos", escribe el historiador, "se trataba de mirar el futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro".
Esta fue la principal idea-fuerza que representa la vida pública de Pradera: su compromiso militante como intelectual (primero desde las filas del Partido Comunista, que abandonó en los años cincuenta cuando la expulsión de sus amigos y camaradas Jorge Semprún y Fernando Claudín, y luego desde la cercanía crítica al socialismo de Felipe González); como editor en casas de libros como el Fondo de Cultura Económica y Alianza (donde fue uno de los precursores del libro de bolsillo); como uno de los constructores centrales de la línea editorial de EL PAÍS desde que nació este periódico, y en sus columnas y tribunas de opinión; y como agitador cultural codirigiendo la revista Claves de Razón Práctica. En cada uno de estos aspectos, Pradera tuvo un rol central, y el conjunto de todos ellos muestra su significación en el mundo de las ideas, la política y la cultura española en las últimas décadas.
Una de las últimas cosas que creí haber aprendido de Javier Pradera ?de las muchas que me enseñó? es a no escribir necrológicas en primera persona (porque hablar de la persona desaparecida sobrevalora al que la escribe). La lección no ha sido provechosa puesto que en estos momentos no puedo reprimir la necesidad de escribir sobre su faceta más privada desde la admiración moral a su persona. Existen otras dos variantes en su existencia mucho menos reconocidas por quienes no han pertenecido a su círculo más cercano. La primera, la de maestro indiscutible de una generación de intelectuales de casi todas las ciencias sociales, politólogos, economistas, sociólogos, juristas,... Sería casi imposible adjuntar los nombres de todos aquellos que se han sentido concernidos por su ansia de conocimiento, por su paraguas protector, sus discusiones interminables, sus ansias de aprender y de explicar, animados de forma exhaustiva para que divulgasen sus investigaciones y publicasen sus tesis. Su influencia ha sido seminal en ellos. Ha sido el mejor de todos.
La segunda, la de amigo de sus amigos: generoso hasta el límite, dispuesto a compartirlos, que se identificasen como tales en su amistad y complicidad y por tanto en el resultado de sus experiencias, su sabiduría y sus afectos, sin reservas mentales. Este verano, ya enfermo, viajó a Biriatú, pueblecito vasco-francés emplazado a orillas del Bidasoa (en que el Jorge Semprún quería ser enterrado, envuelto en la bandera republicana, y al que había sido transterrado Unamuno), para preparar el homenaje que merecía su amigo de correrías políticas, al que tanto quería, y que se celebrará el próximo sábado día 26. Pradera ya no podrá participar en un acto que se había esmerado en organizar, para reparar en parte el ninguneo al que la clase política y la sociedad civil española había sometido a un ciudadano universal como Semprún.
Javier Pradera ha muerto trabajando hasta el último momento. Dejó dicho que "quería vivir pero no durar". Dictó a su mujer sus últimas dos columnas a EL PAÍS, dado que no le quedaban fuerzas para ponerse al ordenador, dejó terciada la lectura de un libro sobre la Guerra Civil (Palabras como puños) con el que se confrontaba línea a línea en un esfuerzo de concentración impresionante, trataba ansiosamente de comprender la crisis del euro y el papel de la prima de riesgo en las dificultades de nuestro país y, sobre todo, analizaba con minuciosidad la campaña electoral, la única de la democracia que por su enfermedad no pudo seguir directamente (y en la que no pudo votar). Y dejó algunas páginas de unas memorias que se le resistieron en los últimos años de su vida -porque como buen editor siempre prefería leer a otros que escribir sobre sí mismo- cuyo contenido sólo conoce su mujer, Natalia Rodríguez Salmones, sin cuyo amor, complicidad y compañerismo es casi imposible entender la figura de Javier Pradera.
Javier Pradera dentro del PCE, una intensa y efímera estadía
RAFAEL FRAGUAS - Madrid - 21/11/2011
La vida orgánica de Javier Pradera, como de manera eufemística se llamaba a la militancia dentro del Partido Comunista de España (PCE), se caracterizó por una cierta singularidad. Cada militante solía aportar una suerte de dote cuando se integraba en la organización: unos, su trabajo organizativo; otros, su entusiasmo revolucionario; otros más su disciplina y unos pocos, su capacidad de análisis. Junto con su condición de teniente auditor militar, esta última fue su principal aportación, derivada de su extensa cultura y unida, señaladamente, a las relaciones que por sus vínculos familiares mantenía con personalidades del régimen o diletantes del mismo, como lo fue Dionisio Ridruejo, al que le unía sincera amistad y profunda admiración intelectual y literaria.
La entrada del joven teniente jurídico en el PCE le fue dada por Julio Diamante, cineasta, que cuenta hoy con 80 años. "La idea de adentrarle en el Partido fue mía, no recibí instrucciones de nadie. Sabía que era un hombre valioso, muy prudente, inteligente y culto, además de buena persona y con sentido del humor", señala. "Fui yo quien le presentó a Jorge Semprún, miembro del Buró Político del PCE: era el verano de 1955 y los tres nos reunimos en una terraza que había en la Castellana, frente al arranque de la calle de Goya".
Diamante se refiere muy probablemente a la cafetería Toronto, que así se llamaba la terraza allí enclavada entonces. Y prosigue: "El caso es que Jorge y Javier se cayeron mutuamente muy bien y nació entre ellos una amistad de muchos años". Las reuniones de Pradera con dirigentes del partido se celebraban en lugares públicos o bien en la casa del propio Julio Diamante, en la calle de Castelló, 46. De Enrique Mújica, del que fue muy amigo, le preocupaba su extraversión y su facundia, ya que la prudencia obligaba a Pradera, entonces militar, a mantener una discreción plena sobre su militancia política, que la desbordante actividad de Múgica podía comprometer atrayendo hacia su entorno la atención de la Brigada Político Social, la policía política del franquismo o en su caso, al servicio de información del Ejército. "Sin embargo", precisa Diamante, "creo que Enrique se hallaba entonces cumpliendo el servicio militar en el País Vasco y él y Javier se vieron poco". El cineasta afirma que un año después de la entrada de Pradera en el PCE, los acontecimientos universitarios en la Complutense, en 1956, llevaron a la detención de ambos. "Javier cumplió arresto de unos cuatro meses, según creo, en un penal militar de la zona de Alcalá de Henares".
Otro de los lugares en los que los dirigentes y cuadros comunistas se reunían era en el barrio de Argüelles, en la casa de Domingo Dominguín. Pertenecía a la renombrada saga taurina, con quien Pradera mantuvo una estrecha amistad. En una ocasión, su hermano Luis Miguel Dominguín, afamado torero, fue invitado por Franco a una recepción oficial. El dictador se acercó al toreo y le espetó: "¿Luis Miguel: de sus hermanos, cuál es el comunista?" Y Luis Miguel le respondió con aplomo: "Los tres Excelencia".
En la casa de Domingo, de zaguán retranqueado, situada en la madrileña calle de Ferraz, 12, se celebraron muchas reuniones de la dirección clandestina del PCE en el interior: en numerosas ocasiones, los comunistas, para acceder al salón donde se iban a reunir, debían cruzar entre banderilleros, picadores y gentes del toro vinculadas a los Dominguín, allí congregadas. Por cierto, cuenta Armando López Salinas, responsable durante décadas del área de Cultura del PCE y de las relaciones con los intelectuales, que cuando Javier Pradera comenzó a distanciarse de las posiciones oficiales del PCE en los orígenes de la disidencia que Fernando Claudín encabezaba junto con Jorge Semprún, Dominguín, que se mantenía adscrito a la dirección oficial, preguntaba a Pradera: "¿Hablo tal vez con el renegado Kautsky?" en referencia al dirigente criticado por Lenin como arquetipo del desviacionista de derecha. Pradera, por su parte, le respondía: "¿Es Usted tal vez la fiera leninista?".
La amplia red de relaciones políticas, familiares y culturales de Pradera fue puesta al servicio del PCE en aquellos años que duró su militancia, entre 1955 y 1964, periodo en el que aproximadamente se mantuvo su adscripción orgánica. Fue precisamente el discurso político de Fernando Claudín, enfrentado al de Santiago Carrillo, el que llevó a Pradera a distanciarse del PCE. "No fue expulsado", precisa López Salinas, "se trató más bien de una irradiación", término que asocia a la separación del partido sin militancia. Según el veterano responsable de los intelectuales del PCE, "Pradera compartía las tesis de Claudín según las cuales, era necesario disolver las siglas del PCE e integrar sus fuerzas en un movimiento amplio, a imitación de lo que entonces se barajaba en el partido comunista griego".
Por su parte, Julio Diamante, señala que "el distanciamiento de Pradera del PCE se produjo "sin el desgarramiento que adquirió entre Claudín, Semprún y el partido, en su caso, fue algo mucho más discreto". Si bien Pradera, subraya López Salinas, no perteneció ni al Ejecutivo ni al Comité Central del PCE, se relacionó sin embargo con dirigentes clandestinos de la máxima importancia política, como Francisco Romero Marín, El Tanque, ex coronel del Ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial y responsable del aparato clandestino comunista en el interior de España, con quien Pradera mantuvo una actitud extraordinariamente respetuosa y a quien Semprún dedicó, al morir Romero, escritos muy elogiosos.
Años después, cuando Javier Pradera se encontraba con algún amigo militante del Partido Comunista, haciendo gala de su sarcasmo, solía ponerle las manos sobre los hombros, le miraba a los ojos y a modo de confesor le espetaba: "¿Qué tal por la Santa Madre Iglesia?". Muchos años después de su salida del PCE, cuentan que en una cena a la que asistían Javier Pradera y José Bergamín, intelectual cristiano y comunista, que vivía a la sazón en el País Vasco donde mostró afinidad con Herri Batasuna, ambos discutieron políticamente y acabaron algo enojados. Al concluir la cena, tomaron un taxi conjuntamente y Javier descendió primero frente al portal de su casa. Desde la ventanilla del taxi, Bergamín le espetó: "¿Sabes una cosa, Javier? ¡Viva Euskadi Askatuta!" Pradera se volvió y le respondió: "¿Sabes otra cosa tú? ¡Viva la fiel Infantería!".
Pradera/JUAN LUIS CEBRIÁN
20/11/2011
Conocí a Javier Pradera un día de invierno a comienzos de los años sesenta. Era todavía responsable del clandestino Partido Comunista para la Universidad y mi amigo Julio Rodríguez Aramberri, que militaba conmigo en una confusa facción progresista demócrata cristiana, había enlazado con él para ver de colaborar con su grupo. Quedamos citados a mediodía en una terraza de las que entonces proliferaban en la Castellana. Fue una entrevista difícil. Javier parecía desconfiar de nuestras intenciones y durante largo tiempo nos sometió a un preciso interrogatorio sobre las mismas. Cuando se levantó para despedirse nos dijo: "Volveremos a vernos, pero tened en cuenta que os causaré problemas". Pasaron 15 años antes de que nos volviéramos a encontrar en los albores fundacionales de EL PAÍS. Nunca me causó problemas y sí, en cambio, me ayudó a resolver muchos.
Javier abandonó el partido poco después de aquel encuentro, en compañía de Jorge Semprún y Fernando Claudín, como consecuencia de sus diferencias con Santiago Carrillo. Años antes había pedido la baja en el Ejército, después de los sucesos de 1956, cuando una operación de la policía desarticuló gran parte del aparato comunista en la clandestinidad. Él era teniente jurídico, y portaba un apellido resonante en los círculos del franquismo. Su padre había sido un "mártir de la Cruzada", su tío era un diplomático considerado, su suegro Rafael Sanchez Mazas, falangista e intelectual orgánico del régimen. Los militares encontraron engorroso que un personaje así fuera a la cárcel por comunista. Cuando fue detenido exhibió su condición profesional y se negó a declarar ante la policía política, pidiendo hacerlo a sus superiores castrenses. Escapó así de la tortura. Durante años fue uno de los enlaces en Madrid de Federico Sánchez, el alias de Jorge Semprún como enviado especial de Carrillo. Se veían en los más variados lugares. No pocas veces en casa del sacerdote Jesús Aguirre, que acabaría sus días como Duque de Alba, y otras muchas en el Estadio Bernabeu, donde combinaban la conspiración con la hinchada. Javier fue por esa época una leyenda entre los jóvenes estudiantes descontentos con la dictadura.
A EL PAÍS llegó de la mano de Jesús Polanco y Pancho Pérez González. Desde el primer día mostró un entusiasmo indescriptible por colaborar en los trabajos del periódico. Era uno de los intelectuales más sólidos que nunca he conocido, hombre de vastísima cultura y con una formación jurídica de una solidez incomparable. Tras su abandono de la clandestinidad política se había dedicado a Alianza Editorial, de cuya mítica colección de bolsillo fue el genuino creador. Desde allí se dedicó a proporcionar a una España provinciana y aislada su visión cosmopolita y moderna de la cultura mundial. Llegaba al periódico con un bagaje de conocimientos y de contactos personales que casi ningún otro podía aportar. Su solo nombre era además una especie de sello de identidad de las posiciones progresistas del diario. Con su ayuda organizamos diversos grupos de reflexión que me ayudaran en la tarea de edificar la opinión del periódico. Enrique Fuentes, Luis Ángel Rojo, Jesús Aguirre, Alfredo Deaño, Clemente Auger, y tantos otros, ayudaron así a configurar el diario de la Transición. Javier escribía los editoriales, no todos, claro está, pero muchos de ellos. Logró establecer un estilo peculiar y riguroso, construyéndolos como piezas a un tiempo didácticas y polémicas. Pasábamos interminables horas discutiendo, más sobre la oportunidad o la forma que sobre el contenido en sí de los artículos, respecto al que rara vez discrepamos. Solo una vez lo hicimos seriamente, cuando encabezó un escrito pidiendo el sí para el referéndum de la OTAN convocado por Felipe González. Muchos lectores protestaron porque creían que aquello empañaba la independencia del diario. Yo procuré defender su postura cuando el Defensor del Lector me preguntó sobre ella, explicando que al fin y a la postre quien marcaba la línea editorial era el director del diario, y no él. Lo interpretó como una descalificación y se fue. Estuvo un año alejado de EL PAÍS y creo que ambos vivimos aquello con enorme tristeza y dolor. En realidad su relación conmigo era la que tiene un maestro con su discípulo, y yo no cesaba de aprender. Amigos comunes lograron convencerle para que volviera y desde entonces no ha dejado un solo día de contribuir a marcar la postura de EL PAÍS. En sus manos la pluma era como un bisturí. Diseccionaba la realidad y ordenaba sus despojos sobre la mesa, como un forense que realiza una autopsia.
La historia de nuestro periódico no hubiera podido escribirse sin él, y yo no hubiera podido ejercer de director sin su ayuda. No tenía la experiencia ni el saber político que él derrochaba. Era una persona de una lealtad hacia sus amigos inquebrantable, poseedor de una inmensa bondad, que ejercía de forma severa, y de la mente más lúcida de cuantas he conocido en mi vida. La democracia y la cultura españolas han perdido con su muerte a uno de sus mejores valedores.
Al borde del abismo/JAVIER PRADERA
El País, 20/11/2011
A medida que vayan elevando o descendiendo a lo largo del día de hoy los votos de los grandes y pequeños partidos en las circunscripciones provinciales españolas en comparación con los resultados de los comicios anteriores, podrán comprobarse las diferencias existentes según los calendarios horarios de las participaciones y las abstenciones de referencia. Pero en esta ocasión se habrá de prestar también una especialísima atención a un hecho de singular trascendencia: la crisis de la eurozona de 17 países sacudida en su estructura. ¿Qué podría ocurrir el lunes 21 de noviembre de 2011, una vez celebradas las elecciones españolas, si estallase con todo el fragor imaginable una nueva explosión de la crisis de la deuda soberana en la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional se viese obligado a una intervención en Italia y en España?
Según la ley del Gobierno -dictada en 1997 por un Consejo de Ministros de Aznar- el Ejecutivo cesa tras la celebración de elecciones generales, pero continúa en ejercicio hasta la toma de posesión de su sucesor, con las limitaciones establecidas en esa norma. Así, el Gobierno en funciones limitará su gestión al despacho de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas, hasta la toma de posesión del sucesor.
Desde luego, el presidente del Gobierno en funciones -Zapatero- no podrá disolver las Cámaras, plantear la cuestión de confianza o proponer al Rey la convocatoria de un referéndum consultivo. Tampoco podrá aprobar los Presupuestos Generales, ni presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado. De añadidura, las delegaciones legislativas otorgadas por las Cortes quedarán en suspenso durante todo ese periodo.
El formidable conflicto que durante ese periodo podría estallar haría remontar la historia europea seguramente (como ha señalado la señora Merkel) a los peores tiempos de la posguerra europea y descabalaría el delicado y peligroso mecanismo montando para hacer viable el sistema de pagos internacionales. Ni España ni Italia tienen el tamaño adecuado para ser amparadas por un sistema de rescate que no se llevara al traste los mecanismos de protección del sistema internacional. No es seguro, por desgracia, que el omnisciente registrador de la propiedad de Santa Pola tenga la capacidad de imaginación y la preparación técnica necesarias para prevenir esa eventual catástrofe. Porque la codicia de los mercados internacionales, la obstinación de Angela Merkel, las marrullerías en la sombra de Berlusconi y las incompetencias del resto de la eurozona podrían precipitarnos a los infiernos como hace un siglo. La capacidad del mundo de avanzar hacia el abismo y sumergirse en sus honduras parece marchar en contra de las posibilidades racionales; sin embargo, hace un siglo sucedió algo muy parecido. –
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