Traducido del inglés por David Meléndez Tormen (Project Syndicate, 08/03/12);
La campaña presidencial de este año en los Estados Unidos ha estado marcada por los llamados a Barack Obama de los posibles contendores republicanos a que emprenda una transformación radical de la política exterior estadounidense. Las campañas son siempre más extremas que la realidad final, pero los países deben ser cautelosos ante las peticiones de cambios transformacionales. Las cosas no siempre salen según lo previsto.
La política exterior no desempeñó casi ningún papel en las elecciones presidenciales estadounidenses del año 2000. En 2001, George W. Bush comenzó su primer mandato con poco interés por la política exterior, pero adoptó objetivos transformacionales después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Al igual que Woodrow Wilson, Franklin D. Roosevelt y Harry Truman antes que él, recurrió a la retórica de la democracia para unir a sus seguidores en tiempos de crisis
Bill Clinton también había hablado sobre la conveniencia de ampliar el papel de los derechos humanos y la democracia en la política exterior de EE.UU., pero en la década los 90 la mayoría de los estadounidenses prefería, en lugar de cambios, la normalidad y los dividendos de la paz posterior a la Guerra Fría. Por el contrario, la Estrategia de Seguridad Nacional de Bush de 2002, que llegó a ser llamada la Doctrina Bush, proclamaba que Estados Unidos “identificaría y eliminaría a los terroristas dondequiera que estén, junto con los regímenes que los apoyan”. La solución al problema terrorista era difundir la democracia en todo el mundo.
Bush invadió Irak con el pretexto de eliminar la capacidad de Saddam Hussein de usar armas de destrucción masiva y, en el proceso, cambiar el régimen. No se lo puede culpar por las fallas de inteligencia que atribuyeron ese tipo de armas a Saddam, teniendo en cuenta que varios otros países compartían esas estimaciones. Sin embargo, la falta de comprensión del contexto iraquí y regional, junto con la mala planificación y gestión, socavaron sus objetivos transformacionales. Aunque algunos de sus defensores de tratan de atribuirle el mérito de las revoluciones de la “Primareva árabe”, los principales protagonistas de las mismas rechazan estos argumentos.
Bush fue descrito por The Economist como “alguien obsesionado por la idea de ser un presidente transformacional, no sólo un operador del status-quo como Bill Clinton”. La entonces secretario de Estado Condoleezza Rice elogió las virtudes de la “diplomacia transformacional”. Sin embargo, aunque los teóricos del liderazgo y redactores de editoriales tienden a pensar que los gobernantes con objetivos transformacionales de política exterior son mejores en cuanto a ética o eficacia, la evidencia no apoya esta visión.
Otras habilidades de liderazgo son más importantes que la distinción habitual entre los líderes transformacionales y “transaccionales”. Considérese el presidente George H. W. Bush, que no se centró en ninguna “visión”, pero cuya buena gestión y ejecución fueron la base de una de las administraciones estadounidenses de política exterior más exitosas de la última mitad del siglo. Tal vez un día los ingenieros genéticos puedan llegar a producir líderes dotados por igual de visión y capacidad de gestión: si comparamos los dos Bush (que tenían en común la mitad de sus genes), está claro que la naturaleza todavía no ha resuelto el problema.
Este no es un argumento en contra de los líderes transformacionales. Mohandas Gandhi, Nelson Mandela y Martin Luther King Jr. desempeñaron papeles cruciales en la transformación de la identidad y las aspiraciones de las personas. Tampoco va contra los líderes transformacionales en la política exterior de EE.UU.: Franklin Roosevelt y Truman hicieron contribuciones importantes. Pero, al evaluar a los gobernantes, tenemos que prestar atención a los actos tanto de omisión como de comisión, a lo que sucedió y lo que se evitó, a los perros que ladraron y los que no lo hicieron.
Un gran problema de política exterior es la complejidad del contexto. Vivimos en un mundo de culturas diversas, y sabemos muy poco de ingeniería social y cómo “construir naciones”. Cuando no podemos estar seguros del modo de mejorar el mundo, la prudencia se convierte en una virtud importante, y las visiones grandiosas pueden suponer graves peligros.
En política exterior, como en la medicina, es importante recordar el juramento hipocrático: en primer lugar, no hacer daño. Por estas razones, las virtudes de los líderes transaccionales con buena inteligencia contextual son muy importantes. Alguien como George H. W. Bush, incapaz de articular una visión, pero capaz de conducir al país con éxito a través de una crisis, resulta ser un líder mejor que alguien como su hijo, poseído por una visión de gran alcance, pero con pocas habilidades de gestión o inteligencia contextual.
El ex secretario de Estado George Shultz, que cumplió funciones bajo Ronald Reagan, una vez comparó su papel con la jardinería: “el cuidado constante de una compleja serie de actores, intereses y metas”. Pero Condoleezza Rice, colega de Standford de Shultz, quería una diplomacia más transformacional que no aceptara el mundo tal como era, sino que intentara cambiarlo. Como dijera un observador, “la ambición de Rice no era sólo para ser jardinera, sino paisajista”. Hay un papel para ambos, dependiendo del contexto, pero debemos evitar el error común de pensar automáticamente que el paisajista transformacional es mejor líder que el jardinero cuidadoso.
Tengamos esto en cuenta al evaluar los actuales debates presidenciales en Estados Unidos, con su constante referencia a la decadencia estadounidense. La decadencia es una metáfora engañosa. Estados Unidos no se encuentra en una decadencia absoluta y, en términos relativos, existe una razonable probabilidad de que siga siendo más poderoso que cualquier otro país en las próximas décadas. No vivimos en un “mundo post-estadounidense”, pero tampoco en la época estadounidense de fines del siglo XX.
EE.UU. se enfrenta a un aumento de los recursos de poder de muchos otros actores, estatales y no estatales. También hará frente a una creciente cantidad de problemas que requieren el poder con los demás tanto como el poder sobre ellos, a fin de lograr los resultados que prefiere. La capacidad de Estados Unidos para mantener alianzas y crear redes de cooperación será una importante dimensión de su poder duro y blando.
El problema del papel de Estados Unidos en el siglo XXI no es una (mal especificada) “decadencia”, sino más bien desarrollar la inteligencia contextual que le permita entender que incluso el país más grande no puede lograr lo que quiere sin la ayuda de los demás. Educar al público para que comprenda esta compleja época de la información globalizada, y lo que se requiere para funcionar con éxito en ella, será la verdadera tarea de liderazgo transformacional. Hasta el momento, no hemos escuchado mucho al respecto de los candidatos republicanos.
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