El
fracaso de Occidente/Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París.
La
Vanguardia | 12 de marzo de 2015
Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
Dos
fenómenos recientes invitan a profundizar de forma sustancial en la reflexión
sobre la naturaleza del terrorismo contemporáneo. Por una parte, hay que
mencionar los espectaculares tiroteos en París, en la sede de Charlie Hebdo, el
7 de enero, y en un supermercado de comida kosher, el 9 de enero, además del
episodio posterior, en Dinamarca, el 14 de febrero con ocasión de un debate
sobre la libertad de expresión: tales hechos han recordado la existencia de una
violencia ejercida por individuos que pueden actuar solos o en grupos de dos o
tres, que apuntan contra objetivos claramente identificados, sean periodistas,
policías, judíos como en los casos citados, y además con resultados aparatosos
a ojos de todos. Tales episodios han golpeado a otros países, como Bélgica con
el atentado contra el museo judío de Bruselas, y han sido precedidos de otros
asesinatos del mismo tipo, por ejemplo el asesinato de Theo van Gogh en los
Países Bajos, de soldados y luego de niños en Toulouse.
El
islamismo radical constituye el ideal de los protagonistas de la cuestión que
nos ocupa, quienes dan fe de un odio sin fronteras con respecto a Occidente y
asimismo dan prueba de un antisemitismo desenfrenado. Ambas cuestiones son
indisociables, ya que los asesinatos cometidos en Europa presentan dimensiones
globales y no muestran únicamente un carácter interno en los países afectados.
Por más aislados que puedan parecer, sus autores mantienen vínculos virtuales,
a través de internet, pero además llevan a cabo prácticas o acciones concretas
en conexión con otros defensores de la yihad a quienes han podido conocer sobre
todo en la cárcel o en Siria, Yemen…
Para
hacer frente a estos radicalismos espantosos, se propone crecientemente
políticas con el marchamo de una desradicalización, un término acuñado
inicialmente en el mundo anglosajón. Pero esto no puede ser la panacea.
Conviene, en este punto, hacer algunas observaciones.
En
primer lugar, el islamismo no es el único factor significativo al que abocan
los llamados procesos de radicalización. La extrema derecha proporciona otro
elemento, como se vio en la acción de Anders Breivik en Noruega. En segundo
lugar, el islam no es necesariamente el punto de partida o el crisol donde se
moldean la pérdida de referencias y el descubrimiento de nuevas orientaciones
que desembocarán en la violencia extrema: la mayoría de yihadistas no han
recibido por lo general una formación religiosa más que de forma tardía,
reducida y de escasa solidez, y un porcentaje significativo de quienes se
desplazan a Siria son conversos, sobre todo católicos e, incluso en el caso de
algunos individuos, judíos.
En
tercer lugar, las explicaciones sociológicas demasiado elementales no funcionan
adecuadamente, ya que, si se trata de Europa, los jóvenes radicalizados no
proceden todos ellos de la inmigración de modo que, partiendo de ese hecho, hay
que referirse a la crisis de los suburbios, del paro, de la precariedad, de la
exclusión, del racismo y de las discriminaciones sufridas : algunos proceden de
las clases medias, de familias que han salido adelante en alguna medida.
El
punto de partida proviene de la entrada en escena de ciertos individuos en
procesos que combinarán lógicas de pérdida de sentido y lógicas de
reconstitución o de adopción de un sentido, sin que quepa proponer un modelo
único, un “enfoque óptimo”; de hecho, más bien una “vía peor”…
La
pérdida de sentido puede tener lugar desde la infancia, en la escuela o en el
instituto, sobre todo si se trata de familias desestructuradas, monoparentales.
Puede continuar en la cárcel. Sufre un proceso de aceleración por la crisis
económica, cuando las políticas públicas dedican medios insuficientes para
mantener el nivel de trabajo social o bien a los docentes en sus esfuerzos para
detectar y ayudar a los jóvenes en dificultades. Puede, asimismo, remitir a una
crisis de adolescencia mal gestionada o comprendida por el entorno, a un
sentimiento de vacío existencial que se convierte en una situación
insoportable, a una búsqueda de sentido que no aporta la modernidad de la
sociedad de consumo. Debe mucho al individualismo contemporáneo que insta a
cada cual a triunfar, a marcar su diferencia, a configurarse en tanto que
individuo singular por más que las condiciones objetivas de la existencia no lo
permitan.
El
proceso que conduce al islamismo radical debe mucho a lo que este ofrece. Tal
oferta permitirá al futuro asesino descargar sobre espaldas ajenas la
exclusión, echar la culpa no a sí mismo, a su propia impotencia, sino a la
sociedad, a Occidente, con sus valores referidos a un universalismo abstracto
válido para otros pero no para uno mismo. El individuo rechazado, despreciado,
totalmente excluido, que no ha encontrado ningún sitio en la sociedad se
convertirá, en última instancia, en un héroe de modo que su nombre y su imagen
circularán por los medios de comunicación. Los islamistas organizados, los que
gestionan la citada oferta de sentido, saben manipular la conciencia de los
jóvenes comprometidos en estos procesos, infundirles confianza, animarles en
esa rehabilitación o restablecimiento del ideal del yo que permite o propicia
la yihad en el marco de una determinada realidad.
Las
trayectorias en cuestión son variadas, y los individuos en cuestión pueden
mostrar un grado más o menos avanzado de radicalización; la desradicalización
debe tener en cuenta esfuerzos diferentes, en el caso de un joven apenas
comprometido en estos procesos, por ejemplo, y en el caso de otro plenamente
comprometido. Desde el momento en que un individuo ha ido lejos en los procesos
de pérdida y de búsqueda de sentido, se caracteriza por una capacidad, sin más
límite que su propia muerte, de entregarse a la barbarie. La deshumanización
que ha experimentado desemboca en más deshumanización, crueldad y violencia
sádica. Y el odio a Occidente no tiene vuelta de hoja, inextinguible, asociado
a un odio a los judíos igualmente sin fronteras.
Frente
a una idea preconcebida, el islam no es el punto de partida, ni la causa o
factor determinante de este doble odio, sino más bien su resultado. Si hay que
buscar los orígenes, hay que considerar más bien el fracaso de Occidente a la
hora de promover sus valores, sus modelos. Fracaso terrible, que se percibe
tanto en las sociedades de Oriente Medio cuanto en los países occidentales, que
no han sabido poner en práctica de modo aceptable para todos la transición
poscolonial. Quienes se apartan de modo violento de los valores universales, de
la modernidad, del humanismo, de la democracia, de los derechos humanos, son
también en primer lugar quienes no han tenido acceso a sus promesas o quienes
viven en la sensación de que media una brecha entre lo que se anuncia y la
realidad, en la que no quieren ver más que doblez, mentira, corrupción,
pretextos falsos.
La
teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington no podría ser válida
más que si tales violencias terroristas acompañaran o, al menos, anunciaran la
existencia de una civilización, cualquiera que fuera. Estamos lejos de ello
porque para el terrorismo contemporáneo se trata de destruir, sin proponer la
imagen de una cultura distinta de la de la muerte. Tal vez se verá surgir del
caos actual un islam renovado. Por el momento, el problema de las sociedades
occidentales, pero también del mundo árabe, consiste en hacer frente a las violencias
resultantes de un dilatado periodo histórico de fracaso.
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