- Cada vez que se habla de eutanasia, acuden a nuestro imaginario colectivo rostros de todos conocidos: Terri Schiavo en Estados Unidos, Ramón Sampedro o Inmaculada Echevarría en España, Chantal Sébire en Francia, Hugo Claus en Bélgica y un largo etcétera..
Publicado en El
Mundo |3 de agosto de 2015..
El
Tribunal Europeo de Derechos Humanos avaló la decisión de las autoridades
francesas de retirar la alimentación y la hidratación artificiales a Vicent
Lambert, un enfermero de 38 años que quedó tetrapléjico y en estado vegetativo
hace casi siete, como consecuencia de un accidente de moto. La sentencia del
Tribunal ha sido considerada como un hito histórico por los llamados defensores
de la muerte digna, al tiempo que algunas voces no han tardado en calificar el
denominado caso Lambert como un éxito de las tesis que postulan la
despenalización de la eutanasia en nuestro país.
La
necesaria protección de la intimidad de Vicent Lambert explica la ausencia de
detalles exactos acerca de su situación clínica. Ahora bien, los datos que se
han ido conociendo apuntan a que no nos hallamos ante un caso de eutanasia,
sino de limitación del esfuerzo terapéutico, que es cosa bien distinta. En
efecto, puede llegar un momento en el que, tras haber agotado -en conciencia-
los recursos terapéuticos razonables y comprobada su ineficacia, puede -o,
mejor dicho, debe- el médico renunciar a un tratamiento que no presenta ya
ninguna utilidad y dejar morir al paciente. La eutanasia, en cambio, consiste
en la conducta de un médico que provoca intencionadamente la muerte de un
paciente para que éste no sufra.
Cada
vez que se habla de eutanasia, acuden a nuestro imaginario colectivo rostros de
todos conocidos: Terri Schiavo en Estados Unidos, Ramón Sampedro o Inmaculada
Echevarría en España, Chantal Sébire en Francia, Hugo Claus en Bélgica y un
largo etcétera. Se trata de casos especialmente dramáticos, de casos límite,
cuyo tratamiento mediático ha contribuido a dotar al debate en torno a la
eutanasia de una fuerte carga emocional, plagado de eslóganes concebidos por
los sentimientos, pero huérfano, no pocas veces, de argumentos racionales.
Sería
de notoria insensibilidad no reconocer que existen situaciones médicas que
acarrean gran sufrimiento, en las que el paciente no puede más: está harto de
sentirse disminuido, humillado a veces por algunas manifestaciones penosas de
la enfermedad, cansado de seguir luchando en unas condiciones que se han vuelto
a sus ojos -y, a menudo, a ojos de los demás-, insoportables. En estas
condiciones, quiere acabar ya con su vida y pide la eutanasia.
La
pregunta que cabría hacerse entonces es la siguiente: ¿es la eutanasia del
paciente una respuesta aceptable de la medicina y de la sociedad para poner fin
a situaciones de gran sufrimiento? He aquí el punto de partida de todo debate
serio sobre la posible legalización de este tipo de prácticas. Debate que, por
elementales razones de prudencia, ha de verse alimentado por el cabal
conocimiento que los ciudadanos han de tener de lo que realmente está pasando
allí donde esa legalización ya se ha producido. Los casos de Bélgica y Holanda
son, sin duda, los más cercanos.
Lo
primero a destacar es que, en estos países, el control de la eutanasia
interviene a posteriori, es decir, después de que se ha practicado la
eutanasia, y sobre la base de los datos que el mismo médico que la ha llevado a
cabo suministra a una Comisión encargada de verificar la adecuación de la
práctica a los requisitos y el procedimiento que marca la ley. Ello puede
explicar que, por ejemplo, en Bélgica, más de 10 años después de la entrada en
vigor de la ley de despenalización de la eutanasia, la citada Comisión nunca
haya considerado necesario someter un caso a la investigación de la Fiscalía. Y
eso que, por haber, ha habido supuestos que, como poco, invitan a la reflexión.
En
septiembre de 2012, se practicó en Bélgica una eutanasia en prisión a un
detenido psiquiátrico de 48 años. Dos preguntas quedan en el aire: ¿Con un
tratamiento psiquiátrico adecuado, habría tomado esa decisión el detenido?
¿Podemos llegar a considerar que un encarcelamiento de larga duración
constituye un sufrimiento suficiente como para justificar la eutanasia? En
octubre de 2013, y también en Bélgica, se practicó la eutanasia en un hombre,
Nathan, de 44 años, tras una operación de cambio de sexo que falló. Según el
médico que llevó a cabo la eutanasia, se podía hablar sin duda de un caso de
sufrimiento psíquico insoportable.
Es
punto común, entre los defensores de la eutanasia, considerar que ésta ha de
quedar limitada a los supuestos de afecciones graves e incurables que comporten
un sufrimiento psíquico o físico constante e insoportable, que no puede ser
aliviado. La normativa belga acoge esta premisa. Pero…
Jeanne
tiene 88 años, conserva perfectamente la cabeza y quiere morir. No sufre ni de
un cáncer generalizado ni de ninguna otra enfermedad grave e incurable. Se le
aplica la eutanasia. Oficialmente, las condiciones legales se han respetado:
sufría de “patologías múltiples” que entrañaban un sufrimiento insoportable.
Para su hijo, es evidente que no sufría ninguna enfermedad incurable. El
antiguo médico de Jeanne comparte esta opinión.
El
caso de Amelie Van Esbeen es parecido. Salvo que se considere que la vejez es
una enfermedad incurable, todo lleva a pensar que esta mujer de 93 años
difícilmente reunía las condiciones legales para conseguir que le practicaran
la eutanasia. Su muerte, no obstante, fue provocada por un médico distinto a su
médico de familia, quien se negó a acceder a su petición de eutanasia.
Oficialmente, todas las condiciones legales fueron respetadas.
Un
último ejemplo: el de los hermanos gemelos Eddy y Marc Verbessem, sordos de
nacimiento. Se les practicó la eutanasia, a petición suya, el 14 de diciembre
de 2012 en una clínica universitaria belga. Su petición tiene su origen en el
diagnóstico de un glaucoma que, al parecer, les conduciría progresivamente a la
ceguera. Esta perspectiva, junto a la idea de perder su autonomía, les
resultaba insoportable. Es decir, se consideró que se reunían las condiciones
exigidas por la ley, al entender que el sufrimiento psicológico de los gemelos
provenía de la anticipación del sufrimiento futuro asociado a la ceguera y a la
pérdida de autonomía. Cabe preguntarse si la sociedad les ha apoyado lo
suficiente para garantizarles una calidad de vida aceptable a pesar de sus limitaciones.
Todos
estos casos evidencian la existencia, en los países en que la eutanasia ha sido
despenalizada, de lo que se ha denominado pendiente resbaladiza, esto es, de
una extensión gradual de la práctica a casos asimilados. En Bélgica, el primer
informe de la Comisión de control registró 259 declaraciones de actos
eutanásicos practicados entre el 22 de septiembre de 2002 y el 31 de diciembre
de 2003. Entre el 1 de enero de 2004 y el 31 de diciembre de 2005, las
declaraciones pasaron a ser ya de 349.
Parece,
en todo caso, que el énfasis en la autonomía personal -“cada cual debe poder
elegir su propia muerte”- y su manifestación en una ley de despenalización de
la eutanasia no hacen justicia a la complejidad de las cosas. En realidad, lo
que se plantea en esos casos no es ya la petición individual -ante la que hay
que ser sensible-, sino el derecho a satisfacerla que se otorga la sociedad.
Dicho de otro modo, con la eutanasia no se reconoce el derecho a disponer de
uno mismo, sino el derecho a disponer del otro. El permiso legal de la
eutanasia equivale a confiar a todos los médicos una atribución nueva: el poder
de administrar la muerte de otro. De ahí que la decisión del individuo no sea
el único parámetro a tener en cuenta puesto que, al menos, es requerido el
cuerpo médico para ponerse al servicio de su deseo de muerte. La eutanasia,
pues, no es una cuestión de orden estrictamente privado, que sólo atañe al
interesado. Se trata siempre -no nos engañemos- de una cuestión pública, con
una clara dimensión socio-jurídica.
De
otro lado, en un mundo en el que cada vez nos jactamos más de los servicios
disponibles, del bienestar y de la protección que se dispensa a las personas
más vulnerables de la sociedad, debería prestarse atención a que el paciente,
lejos de resultar del todo libre y autónomo en sus decisiones, quede debilitado
y se incline con facilidad a ceder a la aparente presión ejercida por el
entorno. Quiérase o no, para muchas personas enfermas, que estiman ser una
carga, el derecho a morir corre el riesgo de ser interpretado como una
obligación moral de desaparecer, de dejar de ser un gravamen económico para la
sociedad o para la familia. Conviene reparar en este detalle a la hora de
afrontar con rigor el debate.
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