¿Qué debería hacer China?/Michael J. Boskin, is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project Syndicate | 28 de agosto de 2015.
Las torpes medidas adoptadas
por el Gobierno de China para contener la reciente inestabilidad del mercado de
valores –la más reciente iniciativa ha sido la de prohibir las ventas al
descubierto y las ventas de los accionistas más importantes– han dañado gravemente
su crédito, pero los fallos normativos de China no deben sorprender. Sus
autoridades distan de ser las primeras que gestionan mal los mercados
financieros, las divisas y el comercio. A comienzos del decenio de 1990, muchos
gobiernos europeos, por ejemplo, padecieron pérdidas humillantes por defender
divisas que estaban desajustadas.
Aun así, la economía de
China sigue siendo una causa de gran incertidumbre. De hecho, aunque los
resultados del mercado de valores de China y los de su economía real no han
estado estrechamente correlacionados, está en marcha una importante
desaceleración, que constituye un motivo de grave preocupación para los
ministros de Hacienda, los bancos centrales, las salas de contratación bursátil
y los importadores y exportadores de todo el mundo.
El Gobierno de China creyó
que podía organizar un aterrizaje suave en la transición de un tórrido
crecimiento económico de dos cifras, estimulado por exportaciones e
inversiones, a un crecimiento constante y equilibrado, sustentado por el
consumo interno, en particular de los servicios, y, en realidad, aplicó algunas
políticas y reformas sensatas.
Pero el crecimiento rápido
ocultaba muchos problemas. Por ejemplo, hubo funcionarios que, con la intención
de lograr ascensos alcanzando metas económicas a corto plazo, hicieron
asignaciones de recursos inadecuadas; industrias básicas, como la siderúrgica y
la cementera, acumularon una enorme capacidad excesiva; y en los balances de
los bancos y las administraciones locales se acumularon los créditos fallidos.
En ningún caso resultan más patentes los problemas debidos a ese planteamiento
que en los intentos de planificación urbanística, que entrañaban la
construcción de grandes ciudades nuevas –junto con sus modernas
infraestructuras y viviendas abundantes– que siguen vacías. En cierto sentido,
esas “ciudades fantasma” se parecen a las aldeas Potemkin del imperio ruso,
construidas para dar una impresión ilusoria a la Zarina de paso, pero las
ciudades fantasma de China son reales y es de suponer que estuvieran destinadas
a algo más que halagar a los dirigentes del país.
Ahora que el crecimiento
económico está flaqueando –las estadísticas oficiales sitúan la tasa anual en
el siete por ciento, pero la mayoría de los observadores creen que la cifra real
está más próxima al cinco por ciento (o incluso menos)–, está resultando
imposible pasar por alto los problemas de gestión de China. Aunque actualmente
su tasa de crecimiento sigue excediendo la de todas, menos unas pocas,
economías, la magnitud de la desaceleración ha sido desoladora, pues la
dinámica a corto plazo es similar a un cambio en los Estados Unidos o Alemania
del dos por ciento del PIB al tres por ciento y después a la contracción.
Es probable que una China
acosada por graves problemas económicos experimente una considerable
inestabilidad social y política. Como la desaceleración amenaza con
obstaculizar la creación de empleo, lo que socavaría las perspectivas de
millones de personas que todos los años se trasladan a ciudades chinas en busca
de una vida más próspera, al Partido Comunista Chino le resultará difícil
mantener la legitimidad de su monopolio político. (Más en general, la
importancia de los problemas de China, junto con el desplome de Rusia y la
inflación del 60 por ciento en Venezuela, han refutado la creencia de algunos
de que el capitalismo de Estado supera a las economías de mercado.)
En vista de la importancia
sistémica de China para la economía mundial, la inestabilidad en este país
podría plantear riesgos graves allende sus fronteras. China es el país que
posee más valores del Tesoro de los Estados Unidos y es un importante socio
comercial para los EE.UU., Europa, Latinoamérica y Australia y un decisivo
facilitador del comercio intrasiático, por la magnitud de su comercio de productos
transformados.
Mucho está en juego para el
mundo en lo que sucede en China y este país tiene muchas cosas entre manos. El
Gobierno debe afrontar los efectos a corto piazo de la desaceleración, mientras
continúa aplicando reformas encaminadas a suavizar el paso de la economía a un
nuevo modelo de crecimiento y ampliando el papel de los mercados. Las empresas
extranjeras buscan el acceso a la clase media de China en rápido crecimiento,
que, según los cálculos del Instituto Mundial MacKiensy, ya representa más de
200 millones de personas, pero eso entraña un medio empresarial estable, que
entraña una mayor transparencia de las aprobaciones gubernamentales y menores
controles de capitales.
Teniendo presentes esos
objetivos, el Gobierno de China organizó recientemente una modesta devaluación
de su divisa: hasta ahora un tres por ciento, aproximadamente. Probablemente
sea demasiado pequeña para modificar en gran medida la balanza comercial de
China con Europa o los EE.UU., pero indica el paso hacia un tipo de cambio más
orientado al mercado. Para los inversores, los gerentes y los funcionarios
gubernamentales, el riesgo estriba en que los mercados de divisas –o las
divisas administradas por los Gobiernos y zarandeadas por las fuerzas de los
mercados– con frecuencia cobran demasiado impulso y superan los valores
fundamentales.
En un momento en que el
Gobierno de China utiliza la política monetaria para intentar calmar los
mercados, las reformas microeconómicas deben continuar. China debe recurrir a
las nuevas tecnologías en todas las industrias, además de mejorar la formación,
la capacitación y la salud de los trabajadores. Además, debe acelerar sus
medidas para aumentar el consumo interno, que, como porcentaje del PIB, es muy
inferior al de otros países. Para ello, se debe reducir una tasa de ahorro de
una magnitud sin precedentes, gran parte de la cual corresponde a empresas de
propiedad estatal. Para que las empresas y los hogares substituyan a la
inversión estatal como motores principales de la economía, el Estado debe
reducir su participación en las empresas más importantes y permitir que se
paguen más beneficios directamente a los accionistas, además de brindar más
beneficios de sus acciones restantes a los ciudadanos.
El abandono del excesivo
control estatal debe comprender también la substitución de las subvenciones de
los precios y las donaciones a las industrias favorecidas con un apoyo
especifico a los trabajadores con bajos ingresos y una mayor inversión en
capital humano. Además, China debe reducir la discrecionalidad administrativa,
introduciendo una reglamentación sensata y previsible para abordar los
monopolios y las externalidades naturales.
Volviendo al nivel
macroeconómico, China debe reasignar las competencias y los recursos entre los
diversos niveles gubernamentales para capitalizar su ventaja comparativa en la
prestación de servicios y aumentar los ingresos y debe reducir gradualmente la
carga total de su deuda, que ahora supera el 250 por ciento del PIB.
Por fortuna, al afrontar
China los difíciles imperativos de ajuste que tiene por delante, los 3,6
billones de reservas de divisas pueden hacer de amortiguadores de las pérdidas
inevitables, pero este país no debe volver a un mayor control estatal de la
economía, posibilidad vislumbrada en la torpe reacción de las autoridades ante
la corrección de los precios de las acciones. Se debe abandonar esa actitud de
una vez por todas, antes de que perjudique más a la aspiración de China a una
estabilidad y prosperidad a largo plazo.
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