El
Oscar de Leo, el Goya de Mario/ Fernando Hernández Barral
El
Español |1 de enero de 2016
Poco
importa que The Revenant no haya ganado el Oscar. La 88ª edición de los premios
más importantes de la industria cinematográfica siempre será recordada por la
sonrisa del chico de Titanic. Leonardo DiCaprio subió al escenario y sin titubear,
contento pero no engallado, agradeció a sus compañeros el trabajo bien hecho. Y
reivindicó la lucha contra el cambio climático.
Con
su Oscar, DiCaprio se confirma como el nuevo Brando, heredero de Paul Newman
para una generación que hoy tiene veinte años. Sorprendente. Parecía que nunca
lo conseguiría, llevaba tatuado en la frente “yo fui un niño prodigio”. De sus
comienzos le ha redimido una filmografía asombrosa en la última década, a lo
largo de la cual ha encarnado a una serie de personajes (Hoover, Gatsby, Howard
Hughes) claves para la historia de EEUU. Si bien el reconocimiento a su valor
artístico se le había resistido hasta hoy, el económico ha sido un fiel
compañero de viaje.
Los
Oscar de Hollywood han establecido un estándar de calidad para el cine
norteamericano. La historia de los premios es la historia de una sublimación;
el dificilísimo arte de entretener ofreciendo al público relatos más grandes
que la vida. Forrest Gump, El apartamento, Eva al desnudo son parte del
imaginario colectivo, películas que explican América.
Miles
de españoles se quedaron el domingo sin pegar ojo para seguir la gala. Y claro,
se hace inevitable la comparación con los Goya. Para algunos no hay color. Sin
embargo los números musicales son igual de exasperantes, algunos
agradecimientos son igual de cursis y a veces el espectáculo brilla por su
ausencia a ambos lados del Atlántico.
Pese
a todo, ¿por qué los Oscar son magnéticos? La razón hay que buscarla en el
verdadero protagonista de la ceremonia. No es DiCaprio. El auténtico eje de la
fiesta angelina son las películas. El actor ahora premiado es quien es porque
ha encarnado a Danny Archer, Frank Abagnale o Jordan Belfort, los personajes de
sus mejores filmes. DiCaprio es una ficción que sirve para explicarnos y, por
tanto, nos pertenece a todos. Su Oscar es un relato cinematográfico más.
Hollywood tiene su épica y la lleva hasta sus últimas consecuencias.
Los
Goya ofrecían también este año un puñado de buenas películas capaces de explicar
nuestro presente. Pero no sólo de mensaje vive el público. Desgraciadamente los
votos de los miembros de la Academia se centraron en la profundidad, desdeñando
la posibilidad del espectáculo. Las cintas más populares del curso –Palmeras en
la nieve, Ocho apellidos catalanes y El desconocido– desaparecieron de las
candidatas. Quizás los Goya son así de honestos… y aburridos, porque la
industria del cine español todavía no ha alcanzado su mayoría de edad. Aunque
siendo justos es cierto que poco a poco va creando un star system ajeno a
banderías. Nuestros intérpretes manejan cada vez mejor la relación con los
medios y cuidan su imagen.
¿Y
la política? Los Oscar tampoco son ajenos a la cuestión, allí tienen a Sean
Penn como Pepito Grillo particular, pero consiguen que la píldora pase como un
caramelo. Este año, por ejemplo, el boicot de los actores de color se ha colado
en la ceremonia como el año pasado lo hizo la cuestión de la desigualdad
salarial entre sexos. Se trataba de una causa lo suficientemente generalista
como para atraer la simpatía de todos. Y el tema de los abusos sexuales en los
campus universitarios ha llevado al mismísimo vicepresidente Joe Biden a
presentar una canción -¿haría lo mismo Soraya Sáenz de Santamaría?-. Finalmente
el galardón para Spotlight ha cerrado el círculo de una gala ciertamente
reivindicativa.
La
diferencia es que en Hollywood la política está presente, no así los partidos
políticos. El cine es una cuestión de Estado. Este es año de elecciones en
Estados Unidos y por supuesto los galardonados han ido dejando recados a Donald
Trump. Pese a ello, por encima de todo, las películas son las protagonistas; no
se permite que la realidad las empañe. En los Goya, los candidatos electorales
estuvieron en el patio de butacas. Eso no habría sido un problema si los
presentadores no se hubiesen dirigido a ellos continuamente, lo cual rompía el
ritmo y distraía al espectador: las películas perdían protagonismo.
Hace
cinco años los Oscar pasaron de cinco a nueve candidaturas a mejor película,
quizás los Goya podrían ampliar el plantel de nominadas. Así habría
representadas propuestas más comerciales que darían más visibilidad a la gala.
¿Por qué una película como Palmeras en la nieve, de indiscutible calidad, que
trata un oscuro episodio de nuestra reciente historia como es el ocaso de la
colonia española de Guinea, que ha sido vista por tres millones de espectadores
y ha dejado en taquilla 17 millones de euros no fue nominada a los Goya
importantes?
Quizás
la respuesta haya que buscarla en que la Academia del Cine Español se hizo eco
de las críticas al intérprete principal, Mario Casas, al que se ha tachado de
mal actor. La cuestión de la calidad interpretativa de Casas es discutible,
aunque ser actor de cine no es lo mismo que ser intérprete teatral. Su poder de
convicción resulta innegable. Es fotogénico, es magnético. Los dos atributos
más importantes para un actor cinematográfico. Que se lo pregunten a John
Wayne.
La
Academia no eligió a Mario por un prejuicio malentendido, la maldita qualité.
Un actor es un símbolo. Si el cine español construye símbolos aumentará su
influencia y conseguirá mayor empatía con el público. Pero los símbolos no
están fuera. Leo ya tiene su Oscar, ¿tendrá que pasar mucho tiempo para que se
reconozca a Mario?
Fernando
Hernández Barral es guionista y doctor en Comunicación audiovisual por la
Universidad Complutense de Madrid.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario