17 jun 2022

Regreso a Watergate/ Pedro J. Ramírez,

Regreso a Watergate/ Pedro J. Ramírez, director de El Español.

Primera parte: el espionaje

El Español, Domingo, 22/May/2022 

He vuelto, como entonces, al paramétrico lugar del crimen.

Las provocadoras curvas con las que Luigi Moretti implantó la vanguardia arquitectónica en la capital del mundo contemporáneo han sido pulidas y engalanadas por su discípulo Ron Arad. Hay un nuevo hotel con el vestíbulo audazmente decorado con cobre; pero no por eso el 2650 de Virginia Avenue ha dejado de ser "la dirección más infame de Washington".


Ese imán marcó mi vida como periodista y me ha arrastrado hoy ante el espejo de la historia.

Acaban de pasar 50 años desde aquella noche de mayo del 72 en la que el 'hombre del bigote', fanático, esotérico y violento, al que en la propia Casa Blanca llamaban "nuestro Hitler", detuvo su jeep verde ante el conglomerado de moda a orillas del Potomac.

Señalando el perfil sinuoso de sus luces ondulantes diseñadas para mimetizar el río, transmitió con fascinación a su acompañante la consigna que había recibido: "Ese es nuestro próximo objetivo, 'Macho'".

El 'hombre del bigote' era Gordon Liddy, un exagente del FBI de ideas ultraconservadoras, obsesionado por la fuerza física, la lealtad perruna al mando y las 'acciones de inteligencia' contra los agitadores y revolucionarios que asimilaba al Partido Demócrata. Un adelantado a la era de la polarización que habría asaltado con gusto el Capitolio.

Liddy tenía un puesto de muy bajo rango, vinculado a la lucha contra la droga en la administración Nixon, pero había logrado que los responsables del Comité para la Reelección del presidente, encabezado por el ex Fiscal General John Mitchell, le ficharan como asesor de seguridad y dieran luz verde al proyecto de su vida: la 'Operación Piedra Preciosa'.

'El Macho' miró fijamente al contorno con forma de ameba que formaban el Hotel Watergate y los cinco edificios anexos de apartamentos y oficinas. Aunque el crítico de arquitectura del Washington Post había escrito que su incorporación a la estética monumental de la capital equivalía a "invitar a una striper al funeral de tu abuela", aquel conjunto singular brillaba, en efecto, como una joya preciosa en medio de la noche.

Eclipsando incluso al contiguo Kennedy Center, plataforma del glamour de JFK y Jackie, el Watergate era ya el lugar más sofisticado de Washington, el epicentro de poder de la nueva situación. El propio Mitchell con su locuaz y a menudo borracha esposa Martha tenía allí su apartamento. También la secretaria del presidente, Rose Mary Woods. También Anna Chenault, la misteriosa dama china que había servido a Nixon como enlace con el gobierno de Saigon.

Finalmente, el Partido Demócrata —no sin reproches de su ala izquierda— había caído en la tentación de alquilar parte de la sexta planta del edificio de oficinas adyacente al hotel como cuartel general de su campaña. Ese era el 'próximo objetivo' que Liddy señaló a 'el Macho'.

Visité por primera vez el Watergate a los pocos meses de que afloraran las consecuencias de aquel encargo. No sólo vivía Franco; también Carrero Blanco. Para un joven profesor de literatura, recién graduado en periodismo, traspasar el umbral del edificio que materializaba el escándalo nunca visto, fue como llegar a un planeta distinto, en el que los más poderosos daban cuenta de sus actos y la prensa contribuía decisivamente a ello.

***

'El Macho' se llamaba Bernard Barker. Mejor dicho, Bernardo León Barker, nacido de padre yanqui en La Habana colonial de los tiempos de la hamaca y el quitrín. Durante la Segunda Guerra Mundial fue piloto de bombardeo: le derribaron en combate y cayó prisionero de los alemanes.

En los 50 la CIA le había adiestrado e infiltrado en la cúpula policial de la Cuba de Batista. Tras la llegada del castrismo había participado en el fiasco de Bahía de Cochinos y desde entonces buscaba el desquite junto a sus "muchachos" de Miami, un grupo de matones de alquiler.

Su verdadero jefe no era Liddy sino alguien que también venía de la Agencia: el mediocre escritor de novelas de espías Howard Hunt, instalado en una covachuela de la Casa Blanca como parte del grupo de 'fontaneros' encargados de combatir las filtraciones a la prensa.

Hunt se había convertido en el cerebro de las operaciones encubiertas dirigidas, desde la elección de Nixon en 1968, contra los 'enemigos políticos' del presidente. Pronto existió una lista que mezclaba a los Kennedy y sus afines, con actores como Gregory Peck o Steve McQueen, deportistas como el ídolo del futbol americano Joe Namath y numerosos periodistas. Todos eran "ratas" a las que había que "joder", según el argot que manejaban Nixon y sus asesores.

Liddy, Hunt, Barker, Mitchell y, por supuesto el propio Nixon, criado a los pechos del macartismo, cada uno a su nivel, eran todos hijos de la Guerra Fría, la caza de brujas y la paranoia anticomunista de los 50. También heraldos de cuanto hemos vivido medio siglo después.

Representaban a la América profunda que se había sentido estafada por la apretada y polémica victoria de Kennedy en 1960. Habían aguardado durante casi una década su revancha y no estaban dispuestos a dejarse avasallar por los hippies pacifistas, los activistas radicales de los derechos humanos o el lobby judío que controlaba la arrogante prensa de la costa este y las cadenas de televisión.

En esos caladeros se alimentaba el 'lado oscuro' de la personalidad de un político inteligente como Nixon, dotado de un gran instinto para apelar al resentimiento de la mayoría contra las élites cosmopolitas de Nueva York o California y carente de escrúpulos o sentido de los límites para conseguir sus fines. Pronto se convertiría en la caricatura de sí mismo: "Tricky Dickie", "Ricardito el Tramposo".

Su atávica hostilidad contra la prensa se había materializado en el 71 en la batalla legal sobre la publicación de los 'Papeles del Pentágono' que ponían al descubierto dos décadas de autoengaño sobre Vietnam. Aquello había que pararlo en nombre de la seguridad del Estado.

Como luego ocurriría en la fase decisiva de Watergate, la sintonía entre la prensa y la justicia —los dos grandes contrapoderes en la súper capital del poder— le había arrojado a la lona. Pero, fiel a su legendaria tenacidad, Nixon se había levantado, se encaminaba con firmeza hacia la reelección y no quería dejar de saldar alguna que otra cuenta pendiente de pasada.

Era el caso de Daniel Ellsberg, el activista que había copiado y filtrado los Papeles del Pentágono primero al New York Times y después al Washington Post. Había que desacreditarle y ese era un trabajo para Hunt, Liddy, Barker y los "muchachos" de Miami que asaltaron la consulta de su psiquiatra en Los Angeles, buscando documentos comprometedores. No encontraron nada, pero el operativo les sirvió de ensayo general para lo que tenían que hacer en el Watergate.

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En el Comité para la Reelección del presidente (su acrónimo de CREEP, "arrastrado", le hacía justicia moral) se había recogido el dinero a espuertas. La regulación de las donaciones era entonces muy laxa y Nixon no tenía el menor reparo en impulsar una absorción por la ITT, violando reglas antitrust, o en vender directamente las embajadas al mejor postor: a un magnate que se sentía de menos en la de Trinidad-Tobago su equipo le pidió por escrito 100.000 dólares de los de entonces por trasladarle a España o Portugal. Quedó en el intento porque debió de parecerle caro.

El Partido Demócrata, descabezado tras la retirada de Lyndon Johnson y el asesinato de Bobby Kennedy, había cometido el error de nominar como candidato, a falta de mejor alternativa, al senador McGovern, un izquierdista peligroso en términos norteamericanos, que en Europa se habría quedado en liberal progresista. Para colmo el compañero de candidatura elegido por McGovern para la vicepresidencia, Tom Eagleton, se había quedado por el camino al aflorar que había recibido tratamiento psiquiátrico con electroshock.

Además, el intento de derivar el voto tradicional de los demócratas sureños hacia un tercer partido encabezado por el gobernador George Wallace había quedado frustrado por el atentado que le encadenaba a una silla de ruedas.

Todo ello favoreció la lluvia de aportaciones a la campaña de Nixon y, en ese contexto de abundancia, cómo alegarían después los altos cargos del CREEP, ¿qué importancia tenía asignar 350.000 dólares a un fondo de maniobra, que la prensa denominaría "secreto", para financiar el 'contraespionaje' de Hunt y Liddy frente al 'espionaje' que el presidente, en su paranoia, daba por hecho que practicaban los demócratas?

De las mentes calenturientas de esos sicarios, a tono con la negra caldera que bullía en el corazón de Nixon, emanaron propuestas basadas en todo tipo de manipulaciones y vilezas. Desde el asesinato del columnista Jack Anderson, fingiendo un atropello, hasta el secuestro de los promotores de las protestas contra la Convención Republicana de Miami. Algunas se llevaron a cabo como la Cannuck Letter, una carta falsa, burlándose de los inmigrantes de origen franco-canadiense en Maine, que hizo descarrilar la campaña del senador Muskie, favorito en las primarias.

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Medio siglo después, ahora que vuelvo a entrar en un hotel recién remodelado con pretensiones de gran lujo y en el que el principal vestigio del pasado es una biografía en lugar preferente del director del Washington Post, Ben Bradlee, sigue sin entenderse la lógica de la colocación de micrófonos en la sede demócrata del Watergate.

En esa primavera de 1972 la suerte de la reelección ya estaba echada. Nixon se había fraguado con sus viajes a China y Rusia una imagen de gran estadista y mantenía una ventaja sobre su contrincante cercana a los veinte puntos en todas las encuestas.

Ni la tesis de que se trataba de averiguar qué sabían los demócratas de los republicanos, ni la de que se buscaban pruebas de las conexiones de algunas figuras de la oposición con una red de prostitución de lujo, han adquirido nunca consistencia.

Sólo prevalece la idea de que la falta de sentido del autocontrol de Nixon y su camarilla se transmitió en cascada a los niveles inferiores y generó una selección a la inversa de individuos como Hunt o Liddy. Watergate y todos los demás actos de sabotaje político fueron casi una consecuencia psicosomática de un sentido enfermizo del abuso de poder. El efecto de la sobredosis de esa peligrosa droga que, por lo visto durante la era Trump, rebosa periódicamente en algunas de las alcantarillas de Washington.

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El caso es que Barker y sus cubanos —con apellidos tan poco singulares como González o Martínez— alquilaron dos habitaciones en el Watergate como base de operaciones y entraron por primera vez en las oficinas del cuartel general demócrata el 28 de mayo.

Este sábado hará medio siglo de ese asalto inicial. Nadie lo supo porque se limitaron a colocar dos micrófonos, suministrados por el "tecnólogo" del equipo de seguridad del CREEP, otro ex de la CIA que había ejercido de guardaespaldas de Martha Mitchell, llamado James Mc Cord.

Una de las dos chicharras no funcionaba y la otra, instalada en el teléfono equivocado, sólo recogía chismes irrelevantes sobre los ligues de las secretarias. A Liddy se le caía la cara de vergüenza cada vez que remitía a sus jefes las transcripciones captadas por un equipo de escucha instalado en una habitación del hotel de la cadena Howard Johnson's que había enfrente. Como le dijo el número dos de Mitchell, aquello era una auténtica "mierda".

Ese Howard Johnson's ya no existe, pero la cercanía del bloque de oficinas en alquiler que lo sustituye permite entender lo fácil que era vigilar las oficinas del Watergate con unos simples prismáticos.

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Tras el fiasco inicial, no quedaba otra que volver a entrar para afinar el trabajo. Hunt opinaba que el riesgo no merecía la pena. Para Liddy era una cuestión de amor propio y sumisión jerárquica.

Liddy creía, o quería creer, que había órdenes directas de Mitchell, de repetir la jugada, reparar los micrófonos y fotografiar cualquier documento a mano: "El 'Gran Jefe' quiere la operación. Nosotros somos soldados, Howard. Nuestro futuro está en el Gobierno y si no lo hacemos nosotros, lo hará otro". Así queda recogido en "Watergate, A New History" del brillante Garrett M. Graff.

El caso es que el 16 de junio a las 10 de la noche, cuando Hunt y Liddy les avisaron desde el Howard Johnson's de que se habían apagado las luces de la sexta planta, Barker, McCord y tres de los cubanos se colaron por la puerta del garaje común del complejo Watergate, colocando cinta aislante en la cerradura para tener esa vía de retirada expedita. Para su desgracia, un bisoño vigilante se percató de la jugada y avisó a la policía.

Por si el episodio no fuera suficientemente rocambolesco, los agentes más a mano resultaron ser tres infiltrados en los grupos radicales de la ciudad que acudieron con camisas floreadas y melenas contraculturales.

Cuando, pistola en ristre, descubrieron que el acceso a las oficinas de los demócratas había sido forzado e irrumpieron en ellas al grito de "¡manos arriba!", esperando encontrar un ladrón solitario, su sorpresa fue mayúscula al ver aflorar entre los muebles a cinco señores encorbatados provistos de artilugios electrónicos. Esa será la efeméride que se conmemore dentro de tres semanas.

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Liddy y Hunt salieron corriendo del Howard Johnson's con tres propósitos atropellados: destruir las pruebas, avisar a sus jefes del CREEP y exigir protección política y económica para los detenidos. Liddy le dijo a su esposa que iría a la cárcel y comunicó al asesor de Nixon, el frívolo y oportunista John Dean, designado por la Casa Blanca para arreglar el estropicio, que estaba dispuesto a 'pegarse un tiro' cuándo y dónde le mandaran. Hunt voló a California y se escondió en casa de un excompañero de la CIA.

Los asaltantes de Watergate James W. McCord, Virgilio González, Frank Sturgis, Eugenio Rolando Martínez y Bernard Barker.

Pronto quedaría acuñada la frase lapidaria del portavoz de Nixon, Ronald Ziegler definiendo lo ocurrido como "una ratería de tercera". Ni siquiera a eso había llegado porque los asaltantes del Watergate no se habían llevado nada.

Examinando las cosas con la perspectiva de quien ha vivido lo difícil que es que los actos delictivos gubernamentales tengan su merecido castigo, lo fácil que resulta que las sospechas más fundadas se vayan diluyendo en el tiempo, mientras los procedimientos judiciales encallan y desembocan en la impunidad, podría catalogarse casi como un milagro que la verdad aflorara en el caso Watergate.

Sólo ocurrió algo parecido con los GAL. Con la diferencia de que mientras Felipe González aguantó hasta que fue derrotado in extremis en las urnas y sigue siendo rutinariamente aplaudido en los amnésicos congresos del PSOE, Nixon tuvo que dimitir con ignominia. Y esa dimisión del hombre más poderoso de la tierra cambió para siempre las reglas del control de los gobiernos, estableciendo un paradigma del escándalo político, interminablemente prolongado, entre lo oprobioso y lo ridículo, en forma de sufijo: el Koreangate, el Irangate, el Monicagate, el Pemexgate, el Vacunagate, el Catalangate…

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Todo eso empezó aquí, hace medio siglo, entre esta mole de cemento con curvas y peraltes ahora recauchutados.

Es cierto que los sicarios de los hombres del presidente dejaron un rastro decisivo: en sus habitaciones y domicilios había billetes de cien dólares que resultaron ser correlativos a los retirados por Barker en un banco de Florida tras ingresar cheques de donativos a la campaña de Nixon. El "follow the money", "seguid la pista del dinero", que uno de los mandos intermedios del Washington Post, mi admirado Barry Sussman, aconsejó a Woodward y Bernstein, fue el hilo que condujo al ovillo.

Pero incluso el alarde de tenacidad y pericia periodística de estos dos reporteros, de sus jefes directos —los olvidados Sussman y Simmons—, de su director Ben Bradlee y de su editora Katherine Graham, a la que Mitchell amenazo con "meterle una teta en una escurridera", habría sido estéril de no haber concurrido otros cuatro factores.

El primero, el correcto funcionamiento de la separación de poderes, encarnado en el presidente del Comité Judicial del Congreso Peter Rodino, el presidente de la Comisión Especial del Senado Sam Erwin y el combativo juez (John Joseph Sirica (19 de marzo de 1904–14 de agosto de 1992)—"más un Sancho Panza que un Salomón", según Sussman— al que le correspondió el caso.

El segundo, la independencia y profesionalidad de los agentes del FBI, con apellidos latinos como Lano o Magallanes, que investigaron los hechos hasta sus últimas consecuencias, sin ceder a las presiones del propio director en funciones Patrick Gray que, por encargo de la Casa Blanca y bajo la supervisión pegajosa de Dean, no dejaba de intentar ponerles trabas.

El tercer percutor del "milagro" fue la mezcla de sentido justiciero y afán de revancha que impulsó al director adjunto Mark Felt, eterno segundo de a bordo de Hoover en el FBI, preterido a la hora de la sucesión en favor de Gray, a traicionar no sólo a sus jefes sino a sus propios colegas, convirtiéndose en el "Garganta Profunda" de Woodward y Bernstein y en la fuente no identificada de la revista Time o el Daily News cuando aportaron relevantes exclusivas sobre el caso.

Pero en cuarto y definitivo lugar, la clave de la bóveda destinada a derrumbarse fue, por encima de todo lo demás, la inaudita conducta del propio Richard Nixon, vencedor en 49 de los 50 estados en la reelección de noviembre, pero empeñado en una huida suicida por la senda del encubrimiento que le hizo incurrir en delitos mucho más graves que los perpetrados en su nombre por Liddy, Hunt, el Macho y los "muchachos".

A esa autopsia de la autodestrucción de un gobernante dedicaré mi próxima carta, a modo de espionaje inverso desde la planta inmediatamente superior a la que ocupaban las oficinas demócratas. Con el Potomac en la ventana y el puente dedicado a Teddy Roosevelt como paisaje de fondo.

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Regreso a Watergate, segunda parte: el encubrimiento/ Pedro J. Ramírez 

El Español, Domingo, 29/May/2022

Regreso a Watergate, segunda parte: el encubrimientoNi Richard Nixon ordenó el espionaje a las oficinas del Partido Demócata —en la planta de abajo de esta habitación 721 del Hotel Watergate desde la que escribo—, ni sabía que iba a producirse el asalto, ni había visto en su vida a los dos James Bond de pacotilla (Liddy y Hunt) que perpetraron la operación y menos aún a los cinco asaltantes (el exagente McCord, 'el Macho' Barker y sus tres 'muchachos' de Miami).

En noviembre del 72, cuando Nixon ganó la reelección en todos y cada uno de los 50 estados menos Massachussets, con más de 18 millones de votos de ventaja sobre McGovern y un nivel de aprobación del 68%, la mitad de los norteamericanos no había oído hablar de Watergate. De hecho, esa palabra no aparecía ni una sola vez en la sección especial de 22 páginas tamaño sábana que el propio The Washington Post dedicó a la reelección.

Infatuado hasta la médula por la diplomacia del ping pong en China, los acuerdos de reducción de armas nucleares en Moscú y el proceso de paz en Vietnam, el 20 de enero Nixon se dirigió por escrito a sus altos cargos, instándoles a cambiar la Historia, "apurando cada uno de los 1.461 días" que les quedaban por delante.

El análisis del por qué ese segundo mandato quedó abortado en sólo 566 días por una dimisión oprobiosa y la reconstrucción del cómo pudo ocurrir continúan siendo, medio siglo después, el más fascinante ejercicio de disección de la esencia del proceso democrático norteamericano.

Sobre todo, por la gigantesca desproporción entre los hechos que prendieron la mecha y la deflagración histórica que terminaron desencadenando. El portavoz de la Casa Blanca describió el asalto como una "ratería de tercera" —y el director del Post Ben Bradlee me dijo que, comparado con los GAL, desde luego que lo era—, el propio Nixon le habló al vicepresidente Agnew de "esa mierdecilla de Watergate".

Si el espionaje no se consumó, si nadie robó nada, si no hubo heridos y apenas daños materiales, ¿qué es lo que fulminó entonces al hombre más poderoso de la tierra?

No hay ninguna manera tan útil y entretenida de estimular esa reflexión como visitar la exposición 'Watergate: retratos e intriga', que permanecerá abierta hasta después del verano en la National Portrait Gallery de Washington

Recorrerla supuso para mí desmigar la magdalena de todos los recuerdos acumulados en aquel puzzle frenético de vivencias de los años 73 y 74 que pasé en Estados Unidos, entrevistando a los grandes protagonistas periodísticos del momento, devorando sus artículos, siguiendo poco menos que en éxtasis cada informativo de la CBS, la NBC y la ABC… y pernoctando como un fetichista más en el Hotel Watergate.

En esa exposición está el retrato que Norman Rockwell hizo del Nixon convincente, determinado y ganador que llegó a la Casa Blanca en el 68, cuando todo el país le habría comprado un coche usado.

Está el ingenioso chiste que mostraba a John Mitchell y Katherine Graham unidos por la escurridera en la que el estrecho colaborador de Nixon dijo que iba a meterle "una teta" a la editora del Post, con la peculiaridad de que el artefacto servía en realidad para tejer su traje de presidiario.

Está la fotografía icónica de Martha Mitchell con sus gafas pop, poco antes de que rompiera con su marido tirándole un espejo a la cabeza, como podrá verse en el esperado último capítulo de la serie 'Gaslit', en la que la interpreta Julia Roberts.

Está el retrato de Rosemary Woods, la secretaria desafiante con su collar de perlas de dos vueltas, poco antes de que reconociera haber borrado "por error" dieciocho minutos de una de las cintas que incriminaban a Nixon.

Y en esa exposición está, sobre todo, el original de aquella certera ilustración que sirvió de portada de la revista Time con "todos los hombres del presidente" señalándose unos a otros con el dedo acusador. Nixon aparece en medio cercado, rodeado, ahogado por esa tupida telaraña que él mismo había creado. La telaraña del encubrimiento.

***

Según las memorias de su jefe de gabinete Bob Haldeman, a las 24 horas del asalto, cuando la noticia ya estaba en los medios, Nixon le dijo que "esos tipos a los que han pillado van a necesitar dinero". También le comentó que debían "jugar la carta anticastrista" porque eso "ayudará a recaudar dinero para su defensa y hará que la CIA bloquee más investigaciones".

El presidente era el máximo garante de la ley, pero el empeño que anidaba en su cabeza no era que los delincuentes fueran castigados, sino que quedaran impunes. Porque de igual manera que Haldeman se jactaba de ser "el hijo de puta de Nixon", aquellos desconocidos eran "sus" delincuentes. Unos simples peones en la partida interminable que Nixon jugaba contra sus enemigos.

Si Nixon no hubiera hecho nada el problema habría quedado circunscrito al Comité para la Reelección del Presidente con Mitchell como máximo responsable. Sin embargo, lo que parecían meras observaciones de alguien ajeno al caso, se convirtieron enseguida en profecía autocumplida. Nixon convocó al general Vernon Walters, número dos de la CIA, y le pidió que transmitiera al FBI que ellos estaban detrás de lo ocurrido y que dejaran de levantar la alfombra.

También encargó a uno de sus asesores —el ambicioso y calculador John Dean— que hiciera un informe simulando haber investigado los hechos y excluyendo toda conexión con la Casa Blanca. El siguiente paso fue debatir con él cómo comprar el silencio de los asaltantes.

"Tenemos un cáncer junto a la presidencia que no deja de crecer", le dijo Dean en el Despacho Oval el 21 de marzo de 1973, sin saber que sus palabras estaban quedando registradas en el sistema de grabación instalado por Nixon.

"Estamos siendo chantajeados", añadió Dean, explicándole que Hunt pedía que le pusieran 125.000 dólares en cajas de seguridad y que Mitchell no estaba siendo capaz de resolverlo. En lugar de rechazar el chantaje el presidente se implicó entonces en la forma de asumirlo.

-¿Cuánto dinero se necesita?

-Un millón de dólares para los próximos dos años.

-Podemos conseguir el dinero. No hay problema en eso… Podemos conseguir un millón de dólares en metálico. Yo sé cómo conseguirlo...

La conversación concluyó con Nixon comparándose con las gimnastas rusas que en los Juegos Olímpicos "siempre caen de pie".

***

"El problema es que uno de los siete se ponga a hablar", había comentado poco antes el presidente a otro de sus asesores, Chuck Colson.

Eso es lo que ocurrió cuando McCord le mandó una carta al juez Sirica, el mismo día que iba a dictar sentencia sobre el asalto, reconociendo que habían cometido "perjurio" por "presiones políticas". El juez impuso a los demás las penas de cárcel más duras que le permitía la ley.

"Cuando la pasta de dientes empieza a salir del tubo ya no hay quien vuelva a meterla", advirtió Haldeman. Y así fue como cada pieza del dominó hizo caer a la siguiente.

El director del FBI Patrick Gray dimitió y señaló a Dean ante el comité del Senado, presidido por Sam Ervin, como el inductor de sus intentos de restringir y manipular la investigación. También reconoció, ante el estupor de la opinión pública, que Dean le había entregado documentos comprometedores, procedentes de la caja fuerte de Hunt.

Primero los había escondido entre sus camisas y luego los había quemado en el jardín de su casa, siguiendo indicaciones del asesor presidencial. Los americanos dieron su primer gran respingo de una larga serie: ¡el director del FBI destruyendo pruebas como si fuera un mafioso deshaciéndose de un cadáver!

Dean sintió que la tierra se estrechaba bajo sus pies y que el resto del equipo de Nixon estaba decidido a convertirle en el chivo expiatorio de la obstrucción a la justicia. Entonces comenzó a negociar en secreto su inmunidad a cambio de colaborar con el Comité del Senado presidido por Sam Ervin y con el propio gran jurado presidido por Sirica.

Nixon detectó su doble juego y, además de dedicarle todo tipo de improperios, urdió junto al resto de su equipo la estrategia de invocar el "privilegio ejecutivo" para que ninguno de los colaboradores del presidente pudiera ser citado a declarar. Era lo que en la España de Felipe González se denominó "doctrina de los actos políticos" —lo que hacía el gobierno tenía que ser por naturaleza legal— para denegar a los jueces documentos sobre la guerra sucia.

Ervin estalló con socarronería sureña: "¿Qué tipo de carne comen esos hombres que les hace sentirse tan grandes? No son parte de la nobleza o de la realeza. Eso no es 'privilegio ejecutivo' sino majadería ejecutiva… El derecho divino de los reyes acabó en América con la Revolución".

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Desprovisto de ese parapeto, Nixon decidió huir hacia adelante, creando un cortafuegos a su alrededor. Obligó a dimitir a sus fieles Haldeman y Erlichman, explicándoles con lágrimas en los ojos que la noche anterior había rezado de rodillas pidiendo a Dios no volver a despertarse. Además, destituyó a Dean y enseñó la puerta a Mark Felt, eterno número dos del FBI, tras detectar que era el polígamo filtrador de lo que publicaban tanto el Post como algunos de sus principales competidores.

Nixon completó la jugada con una dramática comparecencia en la que aseguró que había descubierto cosas que no sabía sobre Watergate. Incluso tuvo el cinismo de proclamar: "Condeno cualquier intento de encubrimiento, venga de quien venga".

Para dar credibilidad a sus palabras nombró nuevo Fiscal General al elegante jurista Elliot Richardson, hasta entonces secretario de Defensa. Era un bostoniano sofisticado y culto, amante de la música clásica, con un rostro de facciones rectas rematado por unas gafas negras que muchos asociaban a la imagen de Clark Kent, alter ego de Superman.

Fiel a su fama de integridad, Richardson puso como condición que, dada su propia cercanía y afecto hacia el presidente, pudiera nombrar un Fiscal Especial que investigara con imparcialidad el caso.

Así es como entró en escena el "hombre de la pajarita": un prestigioso profesor de Harvard que había ejercido de Abogado General durante la administración Kennedy llamado Archibald Cox. Bajo la apariencia flemática y meticulosa de Cox, latía una indesmayable pasión "por distinguir el bien del mal". Nixon lo añadió de inmediato a su lista de enemigos.

A la mañana siguiente de la caída de Haldeman y Erlichman, agentes del FBI sellaron sus despachos para que nadie pudiera retirar pruebas. Nixon se los topó en un corredor de la Casa Blanca y estalló iracundo: "Ya es suficiente con que tenga que veros por aquí, cabrones, no os crucéis en mi camino…". Luego les pidió disculpas, pero abroncó al director del FBI en funciones en el mismo tono que empleaba Hitler con sus generales durante sus días finales en el búnker.

Sus ataques de cólera se hicieron poco menos que crónicos. Primero despotricaba contra el "hijo de puta", "traidor" y "desleal" de Dean. Pero enseguida se centraba en la prensa: "Aunque echemos a todo el equipo de la Casa Blanca, esos malditos caníbales no se van a dar por satisfechos. No van a por Haldeman, Erlichman o Dean. Van a por el presidente. Van a por mí porque odian mis cojones".

Para entonces, en palabras de Kissinger, "todas las esperanzas se habían ya desvanecido". Ni siquiera habían transcurrido cuatro meses de ese segundo mandato.

***

Pese a los intentos de la Casa Blanca, controlada ahora por el general Haig como nuevo jefe de gabinete, de presentar a Dean como un mindundi pijo y resentido, sin nada serio que aportar, su declaración del 25 de junio ante el comité del Senado no fue el canto de la abubilla. Sólidamente pertrechado de documentos y detalles, el ex consejero del presidente leyó un informe de 237 folios que incluía la conversación sobre los pagos a los asaltantes y otros muchos episodios ligados al encubrimiento.

Lo peor de todo es que Dean presentó el asalto como "una inevitable consecuencia de un clima de preocupación sobre el impacto político de los manifestantes, una obsesión sobre las filtraciones y un apetito insaciable por espiar a los demás". Desde ese día muchos norteamericanos comenzaron a ver Watergate con otra perspectiva, como un mero detalle de la horrorosa fotografía del sistemático juego sucio de 'Dick el Tramposo'.

Tres semanas después estalló la bomba que acabaría por dinamitar la presidencia de Nixon. Alexander Butterfield, ayudante militar de Haldeman, reveló en una reunión preparatoria de su comparecencia ante el Comité del Senado que Nixon había instalado un sistema de grabación en varias dependencias de la Casa Blanca y que las cintas con todas sus conversaciones permanecían archivadas.

Alguien pensó que en esa paranoia que le llevaba a espiar a los demás, Nixon había querido tener pillados a sus más estrechos colaboradores en calidad de rehenes de sus palabras y había terminado espiándose —y ahorcándose— a si mismo.

Pero la verdadera razón de ser de las cintas era su ansia de trascendencia. El convencimiento de Nixon de que le aguardaba un lugar muy grande en la Historia y le tocaba documentarlo. La ironía del destino es que sin esa prueba material el cortafuegos de Haldeman y Erlichman habría funcionado, tal y como funcionó para González el de Barrionuevo y Vera.

La primera reacción de Haig y otros miembros del nuevo equipo de la Casa Blanca fue sugerir a Nixon que destruyera las cintas antes de que comenzara el previsible alud de requerimientos para entregarlas. Sumido en su crónico autoengaño, el presidente reaccionó diciendo que seguro que las grabaciones acreditarían su inocencia. Cuando comenzó a oírlas, se quedó lívido, cambió de opinión y decidió combatir con todas sus fuerzas y armas para que no salieran de su custodia.

***

En esa fase se inscribe el episodio del borrado de dieciocho minutos clave de una conversación entre Nixon y Haldeman sobre Watergate. Rosemary Woods se echó la culpa, alegando que mientras la estaba transcribiendo recibió una llamada telefónica y mantuvo por error el pie en el pedal. Toda América se rio a carcajadas cuando el juez Sirica le ordenó reconstruir la escena con un equipamiento equivalente y Rosemary Woods tuvo que realizar un inverosímil ejercicio de contorsionismo para llegar al teléfono y aun así levantó el pie del pedal.

Además, ¿si ella declaró que había hablado cinco minutos por teléfono, por que sé habían borrado dieciocho? El posterior testimonio del general Haig dejó atónito al jurado incluso en aquella América machista: "Conozco a muchas mujeres que dicen que hablan cinco minutos por teléfono y en realidad se pasan una hora enganchadas".

La hora de la verdad llegó cuando el Fiscal Especial Archibald Cox pidió nueve cintas a través del gran jurado que presidía Sirica. Con el respaldo unánime de sus miembros el juez hizo un requerimiento a la Casa Blanca. "El presidente no cumplirá la orden y recurrirá", fue la respuesta oficial.

Entre bambalinas comenzó entonces un frenético intento de convencer a Cox de que aceptara recibir resúmenes de las cintas, verificados por un tercero aceptable para ambas partes. Se planteó en concreto que fuera el senador sureño John Stennis, miembro del partido demócrata pero muy cercano a la Casa Blanca.

Cox se negó a pasar por ese aro y Nixon ordenó a Richardson que lo destituyera. Entonces el Fiscal General dimitió, sintiéndose como Tomás Moro al ser requerido por Enrique VIII a actuar contra su conciencia. Su adjunto Ruckelhaus también hizo lo propio y sólo el número tres del departamento de Justicia, el ultraconservador Bork accedió a cesar a Cox. Todo sucedió en un intempestivo fin de semana y quedó para la historia como la "Masacre del Sábado por la Noche".

La crisis coincidió con la guerra del Yom Kippur. Nixon se dio a la bebida y tuvo que ser Kissinger quien como Secretario de Estado asumiera el control de la situación en los momentos en los que, según sus propias palabras, el presidente estaba demasiado "cargado".

***

En cuestión de horas una honda sensación de agravio fue impregnando a la mayoría de los norteamericanos. Muchos republicanos se unieron al clamor de los demócratas para que el Comité Judicial del Congreso impulsara el proceso del 'impeachment', previo a que el Senado juzgara y destituyera al presidente. El procedimiento se inició en febrero por abrumadora mayoría.

Tratando de controlar los daños, el general Haig convenció a Nixon de que entregara las cintas a Sirica y aceptara el nombramiento de un nuevo Fiscal Especial. El mismo eligió, poco menos que de oídas, al abogado tejano Leon Jaworski.

Fue peor el remedio que la enfermedad pues Jaworski tomó el relevo de Cox, manteniendo a su equipo y asumiendo sus mismas posiciones con menos remilgos. Hasta el punto de que, poco después de que yo celebrara con Ben Bradlee en su despacho del Post la entrega de las primeras cintas, Jaworski pidió 64 más.

Cuando Nixon se dio cuenta de que entre ellas estaba la grabación de la conversación con Vernon Walters en la que le pedía que la CIA bloqueara la investigación del FBI —lo que se vendría a llamar la "pistola humeante"— fue consciente de que la partida estaba perdida.

Máxime cuando el Tribunal Supremo acordó por unanimidad exigir al presidente que cooperara con la investigación y entregara todo lo que se le reclamaba. Y no digamos cuando el Comité Judicial del Congreso votó a favor de iniciar el 'impeachment' por 27 a 11, acusándole formalmente de mentir al pueblo de Estados Unidos, abusar de su poder y obstruir la acción de la justicia. Que seis republicanos hubieran reforzado la leve mayoría demócrata auguraba un desastre similar en cuando votara el pleno de la Cámara.

Pasar por ese trance y terminar en el banquillo del Senado con mayoría demócrata era la garantía no sólo de la destitución sino de una condena penal. "Aquí se acaba la presidencia", le confesó al general Haig.

Farsante hasta el final, Nixon proclamó que no pensaba dimitir, realizó una gira por Oriente Medio y otra por Europa —con reunión final con Breznev en Moscú— y pactó su relevo con el recién nombrado vicepresidente Ford, sustituto del corrupto Agnew.

El 8 de agosto de 1974 anunció que, aunque le parecía "algo aborrecible" había decidido anteponer los intereses del país y abandonar la presidencia. A la mañana siguiente se despidió del personal, desplegó sus brazos en el más patético signo de la victoria jamás visto y despegó en su helicóptero rumbo a su casa californiana de San Clemente.

Cuando el aparato se perdió en el horizonte, el nuevo secretario de Defensa James Schlesinger extrajo su pipa de la boca y cuando se disponía a regresar a su oficina del Pentágono se topó con el cocinero de la Casa Blanca. Le preguntó qué pensaba hacer. "¿Yo? Preparar la comida del nuevo presidente". Pensó que esa respuesta era también la suya.

***

Los Estados Unidos no vivían bajo una Monarquía, pero sí bajo una 'Presidencia Imperial'. Dar por muerto a un emperador antes de tiempo era algo más sencillo de decir que de ejecutar. El perdón incondicional que Ford le otorgó al cabo de un mes acrecentó aun más la sensación de que una crisis muy profunda se había cerrado en falso.

Nixon dedicó los veinte años que le quedaban de vida a tratar de justificarse y reivindicar su legado. Escribió miles de páginas en una decena de volúmenes, pero todas quedan condensadas en el diálogo que mantuvo con el periodista británico David Frost en la última de una serie de entrevistas fruto de un sustancioso contrato. Nixon hablaba con nostalgia de Haldeman y Erlichman.

-Me corté los dos brazos y no soy un buen carnicero. Siempre he mantenido que lo que ellos hicieron, lo que todos hicimos, no era delictivo. Mire usted, cuando estás en el poder a veces hay que hacer cosas que no son, en el estricto sentido de la ley, legales, pero las haces por el interés superior de la nación.

-¿Está usted diciendo que el presidente puede hacer algo ilegal?

-Estoy diciéndole que cuando el presidente lo hace, eso significa que no es ilegal.

El "¿Perdone?" No le he entendido bien…" de Frost continúa flotando en el éter desde entonces.

Uno de los más recientes biógrafos de Nixon, Tim Weiner, le presenta como "un gran malvado", en el sentido en que esa definición se aplicaba a Cromwell: un hombre tan grande como malvado.

Tales eran sus aptitudes para la representación pública y la acción política que, ya en el 58, Martin Luther King dijo, cuando le trató como vicepresidente de Eisenhower, que "si Richard Nixon no es sincero, es el hombre más peligroso de América".

Podríamos decir que lo clavó porque su caída supuso el final de la inocencia de la opinión pública sobre la conducta de los inquilinos de la Casa Blanca. Aunque entre sus sucesores ha habido de todo, las mentiras de Reagan sobre el escándalo Iran-Contra, las de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky, las de George W. Bush sobre las "armas de destrucción masiva" en Irak o las de Trump sobre el "robo de las últimas elecciones" parecen todas extraídas de la caja negra de Watergate.

Y si hay un símbolo de la decadencia de los Estados Unidos en el siglo XXI, de la degradación del poder de Washington, del deterioro de la fascinación que ejercía la 'capital del mundo libre' es este mismo Hotel Watergate.

Tras una década cerrado y con los edificios anexos degradándose —aún vivían en ellos personalidades como el senador Dole o la magistrada Ruth Bader Ginsburg— el hotel fue reabierto en 2016 por una compañía canadiense con el poderoso guiño de que sus clientes iban a encontrar "un lujo de escándalo".

Es verdad que la decoración de Ron Arad es suntuosa y las vistas al Potomac privilegiadas, pero por detrás y por debajo no es oro todo lo que reluce. El presunto restaurante de lujo Kingbird sirve poco más que comida basura, ocho de cada diez veces el personal de recepción no coge el teléfono y algunos de sus miembros ni siquiera son capaces de hacer correctamente un cargo con una tarjeta de crédito extranjera.

Si el caso Watergate fue un "ratería de tercera" —y en eso habría quedado sin el odio, megalomanía y manía persecutoria de Nixon—, bien podríamos decir que el hotel que le dio su nombre es hoy "un cinco estrellas de tercera". Sería una tragedia para la causa de la democracia en el mundo que Estados Unidos se estuviera convirtiendo también en una "gran potencia de tercera".

Pedro J. Ramírez, director de El Español.


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