- Las fuerzas internas de Irán/Edward N. Luttwak
Traducción de J. M. Puig de la Bellacasa.
Casi todas las instancias en Washington coinciden en afirmar que Irán es el gran vencedor de la carrera por el poder que se dirime en Oriente Medio, en la que Estados Unidos resulta ser el gran perdedor. En lugar de los hostiles talibanes, Irán cuenta actualmente con un gobierno afgano amistoso en su frontera oriental; en lugar de tener que enfrentarse con el régimen de Sadam Husein, Irán no tiene ahora nada que temer de un gobierno iraquí dominado por elementos amigos -y sumisos protegidos-que en buena parte vivieron en calidad de exiliados en Irán gozando como digo de protección durante veinte o más años…
Llegados a este punto, suele subrayarse la ironía que encierran los acontecimientos posteriores: después de aplastar a los enemigos de Irán, ahora resulta que EE UU sufre los ataques y críticas de los gobernantes iraníes, que pueden desafiar los intereses estadounidenses en Oriente Medio y en lugares tan distantes como, por ejemplo, Venezuela. Al propio tiempo, el enriquecimiento de uranio iraní ha seguido su curso sin interrupción pese a las advertencias contrarias del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) y de tres resoluciones formales del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Circunstancia, por cierto, que suele aducirse como prueba del poder de Irán, que ha sido capaz de desafiar impunemente al Consejo de Seguridad si se exceptúa la aplicación de sanciones básicamente simbólicas.
Desde ciertos puntos de vista -incluidos los de la comisión Baker-Hamilton-, todo ello viene a conformar razones de peso para entablar negociaciones con Irán, en la confianza de que sus influyentes líderes sean persuadidos de la necesidad de dejar de armar y azuzar a los insurgentes que no paran de atacar a las tropas estadounidenses y británicas en Iraq e incluso de prestar su ayuda para estabilizar Iraq de modo que Estados Unidos pueda retirarse de forma menos ignominiosa. Llega incluso a hablarse de una distensión en relación con Irán que permitiría alcanzar un cierto nivel de convivencia…
No cabe descartar, en efecto, la posibilidad de la distensión cuando las realidades del poder imponen su voz sin remedio, pero en los años setenta tal actitud respecto a la URSS fue objeto de duras críticas por considerar que apuntalaba un régimen en declive irreversible y cuyo poder podía contrarrestarse con éxito en lugar de aceptarlo como una realidad inevitable. En los años ochenta, los críticos de tal distensión, encabezados por el presidente Reagan, pudieron desafiar a la Unión Soviética, que no sobrevivió el decenio.
Podría afirmarse, pues, que por una vez la historia puede repetirse. Irán no es la Unión Soviética y no cuenta con su poder, pero es asimismo un Estado multinacional en una época en que los países reafirman sus identidades. No sólo los portavoces gubernamentales sino también numerosos persas en el exilio siguen hablando de un Estado iraní habitado por iraníes,nacionalistas por más que puedan criticar a los ayatolás, y a tal distintivo se alude estos días asociándolo al respaldo general al programa nuclear.
Llegados a este punto, suele subrayarse la ironía que encierran los acontecimientos posteriores: después de aplastar a los enemigos de Irán, ahora resulta que EE UU sufre los ataques y críticas de los gobernantes iraníes, que pueden desafiar los intereses estadounidenses en Oriente Medio y en lugares tan distantes como, por ejemplo, Venezuela. Al propio tiempo, el enriquecimiento de uranio iraní ha seguido su curso sin interrupción pese a las advertencias contrarias del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) y de tres resoluciones formales del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Circunstancia, por cierto, que suele aducirse como prueba del poder de Irán, que ha sido capaz de desafiar impunemente al Consejo de Seguridad si se exceptúa la aplicación de sanciones básicamente simbólicas.
Desde ciertos puntos de vista -incluidos los de la comisión Baker-Hamilton-, todo ello viene a conformar razones de peso para entablar negociaciones con Irán, en la confianza de que sus influyentes líderes sean persuadidos de la necesidad de dejar de armar y azuzar a los insurgentes que no paran de atacar a las tropas estadounidenses y británicas en Iraq e incluso de prestar su ayuda para estabilizar Iraq de modo que Estados Unidos pueda retirarse de forma menos ignominiosa. Llega incluso a hablarse de una distensión en relación con Irán que permitiría alcanzar un cierto nivel de convivencia…
No cabe descartar, en efecto, la posibilidad de la distensión cuando las realidades del poder imponen su voz sin remedio, pero en los años setenta tal actitud respecto a la URSS fue objeto de duras críticas por considerar que apuntalaba un régimen en declive irreversible y cuyo poder podía contrarrestarse con éxito en lugar de aceptarlo como una realidad inevitable. En los años ochenta, los críticos de tal distensión, encabezados por el presidente Reagan, pudieron desafiar a la Unión Soviética, que no sobrevivió el decenio.
Podría afirmarse, pues, que por una vez la historia puede repetirse. Irán no es la Unión Soviética y no cuenta con su poder, pero es asimismo un Estado multinacional en una época en que los países reafirman sus identidades. No sólo los portavoces gubernamentales sino también numerosos persas en el exilio siguen hablando de un Estado iraní habitado por iraníes,nacionalistas por más que puedan criticar a los ayatolás, y a tal distintivo se alude estos días asociándolo al respaldo general al programa nuclear.
Pero, atención: nada de ello se corresponde con las realidades étnicas de Irán: los persas representan apenas la mitad de la población iraní, mientras que la otra mitad incluye numerosas nacionalidades distintas que abrigan una creciente animadversión contra el imperialismo cultural persa. Los kurdos representan un 9% de la población y su nacionalismo es kurdo, no persa; además les ha reforzado el éxito de la virtual independencia kurda en Iraq. Sus reivindicaciones de autonomía son lo suficientemente vigorosas como para poder impulsar una acción insurgente. Lo propio cabe decirse de dos nacionalidades más pequeñas y privadas de sus derechos: los árabes, que representan posiblemente un 3% de la población de Irán, y los beluchis, un 2%. Menos conocida es la situación de los turcomanos y los luros (2% cada comunidad) y aún menos la suerte de las comunidades de Gilaki y Mazandarani (8% en total), cuya integración política puede ser mayor por su empleo de dialectos persas. No obstante, la mayor nacionalidad sojuzgada en Irán es la azerí. Aunque muchos se han integrado, al menos 20 millones siguen hablando su lengua túrquica, completamente distinta, y se comportan como núcleo de una nación azerí que se extiende más allá del Irán occidental para incluir a la ex república soviética de Azerbaiyán.
El extremismo religioso del actual régimen iraní alienta sus propias divisiones. La sangrienta persecución de los bahais y el sojuzgamiento de los cristianos, judíos y zoroastrianos ha suscitado mayor atracción, pero el maltrato del 9% de la población suní reviste una mayor importancia política: en Teherán, donde viven más de un millón de suníes, no hay ninguna mezquita suní como hay por ejemplo en Roma, en Tel Aviv o en Washington.
Si la economía iraní fuera viento en popa, las fracturas étnicas y animadversiones religiosas pesarían menos en la vida del país. Pero con un nivel mínimo de paro del 20% y una tasa de inflación anual de un 30%, la verdad es que la economía iraní difícilmente puede constituir un factor aglutinante.
Desde dentro, Irán no es la formidable potencia que algunos observan desde el exterior. La oposición al extremismo de sus dirigentes, las crecientes divisiones étnicas y el rencor suní frente a la opresión chií son factores susceptibles de fracturar el país. No hay razón para que Irán no sufra las tensiones centrífugas que destruyeron la URSS y Yugoslavia, dividieron Bélgica, descentralizaron España e incluso el Reino Unido, además de muchos otros países. Hay mejor opción que la distensión ante un régimen repulsivo, y más acorde con la tradición wilsoniana estadounidense en política exterior, que implica, en este caso, fomentar las fuerzas de liberación en el seno del propio Irán.
El extremismo religioso del actual régimen iraní alienta sus propias divisiones. La sangrienta persecución de los bahais y el sojuzgamiento de los cristianos, judíos y zoroastrianos ha suscitado mayor atracción, pero el maltrato del 9% de la población suní reviste una mayor importancia política: en Teherán, donde viven más de un millón de suníes, no hay ninguna mezquita suní como hay por ejemplo en Roma, en Tel Aviv o en Washington.
Si la economía iraní fuera viento en popa, las fracturas étnicas y animadversiones religiosas pesarían menos en la vida del país. Pero con un nivel mínimo de paro del 20% y una tasa de inflación anual de un 30%, la verdad es que la economía iraní difícilmente puede constituir un factor aglutinante.
Desde dentro, Irán no es la formidable potencia que algunos observan desde el exterior. La oposición al extremismo de sus dirigentes, las crecientes divisiones étnicas y el rencor suní frente a la opresión chií son factores susceptibles de fracturar el país. No hay razón para que Irán no sufra las tensiones centrífugas que destruyeron la URSS y Yugoslavia, dividieron Bélgica, descentralizaron España e incluso el Reino Unido, además de muchos otros países. Hay mejor opción que la distensión ante un régimen repulsivo, y más acorde con la tradición wilsoniana estadounidense en política exterior, que implica, en este caso, fomentar las fuerzas de liberación en el seno del propio Irán.
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