Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Excelsior, 21/02/2008;
Fidel, a la historia desde la mitología
Nunca pensé, y por lo que dice su carta él tampoco, que Fidel Castro dejaría el poder antes de su muerte. Con todo, su situación personal debe ser especialmente grave si decidió una transferencia permanente del ejercicio del gobierno. Fidel Castro no es un mandatario más: es el hombre que se ha mantenido por mayor cantidad de tiempo en el poder, 49 años: ¿cuántos reinados de medio siglo hemos conocido con ejercicio real del poder?, de un poder unipersonal, y que alcanzó niveles míticos, primero por la heroica gesta que había significado su revolución; segundo, debido a los personajes que participaron en ella y acercaban a Occidente, hacían comprensible un socialismo que las revoluciones soviética y china habían devaluado. Vietnam, con todo para América Latina demasiado lejano, iba así de la mano con la revolución cubana. Pero en el camino desaparecían también los héroes de aquellas historias, desde Camilo Cienfuegos hasta Ernesto Che Guevara, desde Ho Chi Minh hasta Salvador Allende. Murieron los personajes míticos y fueron quedando los operadores cotidianos, quienes habían crecido bajo la sombra de Fidel y el control estricto de Raúl. La revolución se vulgarizó.
Fui (¿quién no lo fue, si era adolescente a fines de los 60 y principios de los 70?) un defensor de Castro y de la revolución cubana, como muchísimos otros. Creía en ellos. Con el paso de los años, el peso de los hechos y la intransigencia del régimen fueron demasiado como para mantener la esperanza. En mi caso, fue una visita a Cuba, en 1990, la primera que realizaba a ese país, para cubrir lo que pensaba que sería el anuncio de una particular perestroika caribeña, luego de la caída del Muro de Berlín, lo que me convenció de que el socialismo cubano ya no tenía remedio, se había convertido en un régimen totalitario más y, la escasez de oportunidades y de bienes, pasaban simplemente por la pertenencia o no al régimen, por el apoyo o no a Fidel. Tuve en aquella ocasión oportunidad de conocer a familiares y amigos de Arnaldo Ochoa y de otros dirigentes que acababan de ser fusilados o encarcelados. De tratar también a hombres y mujeres jóvenes, intelectuales, músicos, que no tenían absolutamente nada de contrarrevolucionarios, gusanos o reaccionarios, y que sólo pedían espacios mínimos de expresión o, como le preguntó hace apenas unos días un estudiante a Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea del Poder Popular, por qué ellos no podían viajar al exterior, por qué no se podían alojar en uno de los numerosos hoteles exclusivos para extranjeros que hay en la isla, por qué no podían leer otro periódico sino el Granma. No eran especulaciones: cuando comencé a hacer preguntas, a buscar gente, el mensaje me llegó con claridad: tuve que abandonar la isla casi de inmediato, mientras me quedaba incomunicado en el hotel Habana Libre. Había llegado con dudas antes de aquel 26 de julio. Esa tarde Castro anunció el inicio del periodo especial, una etapa de terribles privaciones para la población y de mucho mayor represión, y unos días después dejaba La Habana convencido de que Castro jamás abriría un espacio a la oposición, que incluso acabaría, como lo había hecho con Ochoa, a cualquiera que significara una opción interna dentro de la revolución, y que comenzaba la etapa más oscura de la misma.
En 1992, durante la Cumbre Iberoamericana de Madrid, tuve oportunidad, la única en mi vida, de entrevistar a Castro. Fue el presidente Salinas, en una cumbre en la que Castro estuvo en su peor momento, quien arregló la entrevista con el mandatario cubano, al final de una reunión plenaria. Allí estuvimos este autor y Elena Gallegos, ella, entonces y ahora, una gran reportera de La Jornada. Nos encontramos con un Castro desanimado, golpeado por el repudio que había sufrido en los días anteriores, tanto de algunos mandatarios como de grupos de manifestantes; no tenía nada que ver con el que había llegado, eufórico, un año antes, a la Cumbre de Guadalajara. Por alguna razón, durante la plática, recordamos la muerte de Camilo Cienfuegos y, mirando más allá de nosotros, Castro nos dijo algo así como que, si él hubiera muerto entonces, como Camilo, como el Che, ahora él también sería un héroe. Y de alguna manera tenía razón.
Cienfuegos, Guevara y muchos otros no eran más liberales o democráticos que Castro, incluso el Che era más duro, fue de quienes más insistió, por ejemplo, durante la crisis de los misiles, en iniciar una guerra nuclear, pero no regresarlos; fue de los más intransigentes con quienes discreparan, pero su imagen se ha mitificado hasta convertirse en un objeto de consumo e idealismo. Sin embargo, Fidel era un hombre de poder, para conservarlo perdió, sobre todo después de la caída del Muro de Berlín, su razón de ser: lo mantuvieron la razón de Estado, la lógica del poder... y los errores estadunidenses, que le dieron desde los años 60 el mejor argumento para acusar a cualquier disidencia de contrarrevolucionaria. El bloqueo, que había comenzado con Kennedy como una medida de presión en plena crisis de los misiles, se convirtió en una política de Estado tan agresiva como obsoleta e inoperante. Pero también en la gran coartada para el régimen.
Con todo, Fidel tiene el encanto, la aureola que le dan la historia, los años en el poder, las anécdotas de todo tipo, el mito que le permitía convertirse en un político que se medía, se mide, con otros parámetros. En buena medida lo es, o lo fue, pero también es verdad que, cuando se trascendía del mito al hombre, del discurso al uso descarnado del poder, aparecía el verdadero Fidel: el autoritario, el antidemocrático, el megalómano, el incapaz de reconocer un error, el que sólo habla con y para la historia, ni siquiera con su interlocutor, mientras los demás son sólo piezas descartables de un juego que nada más él conoce y cuyo secreto se llevará, más temprano que tarde, a la tumba.
Nunca pensé, y por lo que dice su carta él tampoco, que Fidel Castro dejaría el poder antes de su muerte. Con todo, su situación personal debe ser especialmente grave si decidió una transferencia permanente del ejercicio del gobierno. Fidel Castro no es un mandatario más: es el hombre que se ha mantenido por mayor cantidad de tiempo en el poder, 49 años: ¿cuántos reinados de medio siglo hemos conocido con ejercicio real del poder?, de un poder unipersonal, y que alcanzó niveles míticos, primero por la heroica gesta que había significado su revolución; segundo, debido a los personajes que participaron en ella y acercaban a Occidente, hacían comprensible un socialismo que las revoluciones soviética y china habían devaluado. Vietnam, con todo para América Latina demasiado lejano, iba así de la mano con la revolución cubana. Pero en el camino desaparecían también los héroes de aquellas historias, desde Camilo Cienfuegos hasta Ernesto Che Guevara, desde Ho Chi Minh hasta Salvador Allende. Murieron los personajes míticos y fueron quedando los operadores cotidianos, quienes habían crecido bajo la sombra de Fidel y el control estricto de Raúl. La revolución se vulgarizó.
Fui (¿quién no lo fue, si era adolescente a fines de los 60 y principios de los 70?) un defensor de Castro y de la revolución cubana, como muchísimos otros. Creía en ellos. Con el paso de los años, el peso de los hechos y la intransigencia del régimen fueron demasiado como para mantener la esperanza. En mi caso, fue una visita a Cuba, en 1990, la primera que realizaba a ese país, para cubrir lo que pensaba que sería el anuncio de una particular perestroika caribeña, luego de la caída del Muro de Berlín, lo que me convenció de que el socialismo cubano ya no tenía remedio, se había convertido en un régimen totalitario más y, la escasez de oportunidades y de bienes, pasaban simplemente por la pertenencia o no al régimen, por el apoyo o no a Fidel. Tuve en aquella ocasión oportunidad de conocer a familiares y amigos de Arnaldo Ochoa y de otros dirigentes que acababan de ser fusilados o encarcelados. De tratar también a hombres y mujeres jóvenes, intelectuales, músicos, que no tenían absolutamente nada de contrarrevolucionarios, gusanos o reaccionarios, y que sólo pedían espacios mínimos de expresión o, como le preguntó hace apenas unos días un estudiante a Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea del Poder Popular, por qué ellos no podían viajar al exterior, por qué no se podían alojar en uno de los numerosos hoteles exclusivos para extranjeros que hay en la isla, por qué no podían leer otro periódico sino el Granma. No eran especulaciones: cuando comencé a hacer preguntas, a buscar gente, el mensaje me llegó con claridad: tuve que abandonar la isla casi de inmediato, mientras me quedaba incomunicado en el hotel Habana Libre. Había llegado con dudas antes de aquel 26 de julio. Esa tarde Castro anunció el inicio del periodo especial, una etapa de terribles privaciones para la población y de mucho mayor represión, y unos días después dejaba La Habana convencido de que Castro jamás abriría un espacio a la oposición, que incluso acabaría, como lo había hecho con Ochoa, a cualquiera que significara una opción interna dentro de la revolución, y que comenzaba la etapa más oscura de la misma.
En 1992, durante la Cumbre Iberoamericana de Madrid, tuve oportunidad, la única en mi vida, de entrevistar a Castro. Fue el presidente Salinas, en una cumbre en la que Castro estuvo en su peor momento, quien arregló la entrevista con el mandatario cubano, al final de una reunión plenaria. Allí estuvimos este autor y Elena Gallegos, ella, entonces y ahora, una gran reportera de La Jornada. Nos encontramos con un Castro desanimado, golpeado por el repudio que había sufrido en los días anteriores, tanto de algunos mandatarios como de grupos de manifestantes; no tenía nada que ver con el que había llegado, eufórico, un año antes, a la Cumbre de Guadalajara. Por alguna razón, durante la plática, recordamos la muerte de Camilo Cienfuegos y, mirando más allá de nosotros, Castro nos dijo algo así como que, si él hubiera muerto entonces, como Camilo, como el Che, ahora él también sería un héroe. Y de alguna manera tenía razón.
Cienfuegos, Guevara y muchos otros no eran más liberales o democráticos que Castro, incluso el Che era más duro, fue de quienes más insistió, por ejemplo, durante la crisis de los misiles, en iniciar una guerra nuclear, pero no regresarlos; fue de los más intransigentes con quienes discreparan, pero su imagen se ha mitificado hasta convertirse en un objeto de consumo e idealismo. Sin embargo, Fidel era un hombre de poder, para conservarlo perdió, sobre todo después de la caída del Muro de Berlín, su razón de ser: lo mantuvieron la razón de Estado, la lógica del poder... y los errores estadunidenses, que le dieron desde los años 60 el mejor argumento para acusar a cualquier disidencia de contrarrevolucionaria. El bloqueo, que había comenzado con Kennedy como una medida de presión en plena crisis de los misiles, se convirtió en una política de Estado tan agresiva como obsoleta e inoperante. Pero también en la gran coartada para el régimen.
Con todo, Fidel tiene el encanto, la aureola que le dan la historia, los años en el poder, las anécdotas de todo tipo, el mito que le permitía convertirse en un político que se medía, se mide, con otros parámetros. En buena medida lo es, o lo fue, pero también es verdad que, cuando se trascendía del mito al hombre, del discurso al uso descarnado del poder, aparecía el verdadero Fidel: el autoritario, el antidemocrático, el megalómano, el incapaz de reconocer un error, el que sólo habla con y para la historia, ni siquiera con su interlocutor, mientras los demás son sólo piezas descartables de un juego que nada más él conoce y cuyo secreto se llevará, más temprano que tarde, a la tumba.
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