Por Sergio García Ramírez
REVISTA JURÍDICA
RESEÑA LEGISLATIVA SOBRE LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 2007-2008 EN MATERIA DE SEGURIDAD PÚBLICA Y JUSTICIA PENAL/Sergio García Ramírez
RESEÑA LEGISLATIVA SOBRE LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 2007-2008 EN MATERIA DE SEGURIDAD PÚBLICA Y JUSTICIA PENAL/Sergio García Ramírez
http://www.juridicas.unam.mx/publica/rev/boletin/cont/123/el/el14.htm
SUMARIO: I. Consideración preliminar. II. Proceso de reforma. III. Artículo 16. IV. Artículo 17. V. Artículo 18. VI. Artículo 19. VII. Artículo 20. VIII. Artículo 21. IX. Artículo 22. X. Artículos 73 y 115. XI. Artículo 123. XII. Régimen transitorio.
I. CONSIDERACIÓN PRELIMINAR
Abundan las reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El número más nutrido corresponde, como es natural, a modificaciones en el sistema del poder político (desde ciudadanía hasta órganos de supervisión y calificación electoral) y en el régimen de los derechos y programas sociales y económicos (desde propiedad de la nación hasta derechos individuales de orden social: educación, vivienda, protección de la salud, atención a la familia, entre varios). En cambio, las reformas al sistema de justicia —salvo en materia de amparo— fueron mucho menos numerosas entre 1917 y 1993, año en el que se produjo una variación constitucional de amplio espectro.
Los cambios en el orden de la justicia penal, que corresponde a un tema constitucional clásico y marca la frontera "difícil" entre el poder político y el derecho del individuo, tuvieron designio generoso, en general. Militaron en favor de la moderación penal y la ampliación de garantías. De esto dan testimonio (con algunas variantes en el régimen de la libertad provisional, que fue el tema más frecuentemente transitado por el Constituyente Permanente) las modificaciones acerca de readaptación social del sentenciado, ejecución extraterritorial de condenas (interna e internacional: "repatriación de condenados"), menores infractores, sanciones a responsables de faltas contra los reglamentos de policía y buen gobierno, etcétera.
El movimiento reformador en el espacio de la justicia penal cobró mayor fuerza en 1993. Posteriormente hubo un importante número de cambios en la ley fundamental: en 1996, 1999, 2000, 2001, 2004 y 2005. En cada caso, las modificaciones fueron relevantes. Entre ellas figuran cambios de mayor cuantía en el procedimiento penal, ampliación de derechos del inculpado, nueva presencia de los derechos de la víctima u ofendido (en rigor, el ofendido), supresión de la pena de muerte, justicia especial para "adolescentes en conflicto con la ley penal", como se suele denominar a quienes fueron identificados, tiempo atrás, como "menores infractores". Esta última reforma (2005), que trajo consigo diversos progresos, suscitó —extrañamente— debates a propósito de la orientación general del sistema, no obstante la clara expresión de la norma y el meridiano criterio que prevaleció en el Constituyente. Una y otro son ajenos a la tentación "penalista" en el ámbito de los adolescentes. Tampoco ha corrido con fortuna la aplicación de esta reforma, ni en las leyes ni en la situación que guardan —en términos reales— los jóvenes infractores.
No obstante las reformas practicadas, reapareció con gran fuerza el ímpetu renovador de la letra constitucional en el doble territorio de la seguridad pública y la justicia penal. Se vio impulsado por diversos factores y desde distintos frentes, tanto a partir de iniciativas del Ejecutivo Federal (2004 y 2007) como de proyectos de diputados y senadores de la República. En la fuente de esos impulsos reformadores se halla, por supuesto, el incremento abrumador de la criminalidad (tradicional y organizada, aunque el mayor acento de opinión se ha puesto en la segunda), la decepción generalizada en torno a los esfuerzos públicos por detener y revertir esta marea delictiva, la exasperación y desesperación de la sociedad, alarmada por el avance del delito, y las proyecciones nacionales de la criminalidad internacional —esto es, la delincuencia que trasciende fronteras—, vertiente sombría de la mundialización.
Obviamente no han sido aquellos los únicos factores de las frecuentes propuestas de reforma, sobre todo a partir de 2004. En esta línea cuentan igualmente las "tentaciones reformistas" que con frecuencia surgen como curiosos sucedáneos de las verdaderas reformas institucionales, y el proceso de cambios que marchó en países de América Latina, en ocasiones con buenos resultados, cuyos regímenes de enjuiciamiento acogieron instituciones de corte acusatorio y compromiso garantista. Desde luego, también recibimos experiencias europeas y, sobre todo, vientos desencadenados más allá de nuestra frontera norte, que proponen el "modelo estadounidense" como panacea en esta materia (y, desde luego, en muchas otras).
SUMARIO: I. Consideración preliminar. II. Proceso de reforma. III. Artículo 16. IV. Artículo 17. V. Artículo 18. VI. Artículo 19. VII. Artículo 20. VIII. Artículo 21. IX. Artículo 22. X. Artículos 73 y 115. XI. Artículo 123. XII. Régimen transitorio.
I. CONSIDERACIÓN PRELIMINAR
Abundan las reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El número más nutrido corresponde, como es natural, a modificaciones en el sistema del poder político (desde ciudadanía hasta órganos de supervisión y calificación electoral) y en el régimen de los derechos y programas sociales y económicos (desde propiedad de la nación hasta derechos individuales de orden social: educación, vivienda, protección de la salud, atención a la familia, entre varios). En cambio, las reformas al sistema de justicia —salvo en materia de amparo— fueron mucho menos numerosas entre 1917 y 1993, año en el que se produjo una variación constitucional de amplio espectro.
Los cambios en el orden de la justicia penal, que corresponde a un tema constitucional clásico y marca la frontera "difícil" entre el poder político y el derecho del individuo, tuvieron designio generoso, en general. Militaron en favor de la moderación penal y la ampliación de garantías. De esto dan testimonio (con algunas variantes en el régimen de la libertad provisional, que fue el tema más frecuentemente transitado por el Constituyente Permanente) las modificaciones acerca de readaptación social del sentenciado, ejecución extraterritorial de condenas (interna e internacional: "repatriación de condenados"), menores infractores, sanciones a responsables de faltas contra los reglamentos de policía y buen gobierno, etcétera.
El movimiento reformador en el espacio de la justicia penal cobró mayor fuerza en 1993. Posteriormente hubo un importante número de cambios en la ley fundamental: en 1996, 1999, 2000, 2001, 2004 y 2005. En cada caso, las modificaciones fueron relevantes. Entre ellas figuran cambios de mayor cuantía en el procedimiento penal, ampliación de derechos del inculpado, nueva presencia de los derechos de la víctima u ofendido (en rigor, el ofendido), supresión de la pena de muerte, justicia especial para "adolescentes en conflicto con la ley penal", como se suele denominar a quienes fueron identificados, tiempo atrás, como "menores infractores". Esta última reforma (2005), que trajo consigo diversos progresos, suscitó —extrañamente— debates a propósito de la orientación general del sistema, no obstante la clara expresión de la norma y el meridiano criterio que prevaleció en el Constituyente. Una y otro son ajenos a la tentación "penalista" en el ámbito de los adolescentes. Tampoco ha corrido con fortuna la aplicación de esta reforma, ni en las leyes ni en la situación que guardan —en términos reales— los jóvenes infractores.
No obstante las reformas practicadas, reapareció con gran fuerza el ímpetu renovador de la letra constitucional en el doble territorio de la seguridad pública y la justicia penal. Se vio impulsado por diversos factores y desde distintos frentes, tanto a partir de iniciativas del Ejecutivo Federal (2004 y 2007) como de proyectos de diputados y senadores de la República. En la fuente de esos impulsos reformadores se halla, por supuesto, el incremento abrumador de la criminalidad (tradicional y organizada, aunque el mayor acento de opinión se ha puesto en la segunda), la decepción generalizada en torno a los esfuerzos públicos por detener y revertir esta marea delictiva, la exasperación y desesperación de la sociedad, alarmada por el avance del delito, y las proyecciones nacionales de la criminalidad internacional —esto es, la delincuencia que trasciende fronteras—, vertiente sombría de la mundialización.
Obviamente no han sido aquellos los únicos factores de las frecuentes propuestas de reforma, sobre todo a partir de 2004. En esta línea cuentan igualmente las "tentaciones reformistas" que con frecuencia surgen como curiosos sucedáneos de las verdaderas reformas institucionales, y el proceso de cambios que marchó en países de América Latina, en ocasiones con buenos resultados, cuyos regímenes de enjuiciamiento acogieron instituciones de corte acusatorio y compromiso garantista. Desde luego, también recibimos experiencias europeas y, sobre todo, vientos desencadenados más allá de nuestra frontera norte, que proponen el "modelo estadounidense" como panacea en esta materia (y, desde luego, en muchas otras).
Esto capturó la imaginación y las expectativas del legislador mexicano y promovió sugerencias reformadoras en diversos medios: políticos, económicos, académicos, entre otros. La movilización avanzó bajo una bandera atractiva: el "proceso oral", al que algunos promotores —los menos informados, sin duda— atribuyeron virtudes reductoras, casi providenciales, de la inseguridad pública.
Conviene mencionar en este punto un elemento destacado en el conjunto de experiencias y propuestas: la delincuencia organizada, como fenómeno apremiante cuya solución reclama acciones enérgicas y novedosas. La primera referencia constitucional a la delincuencia organizada se produjo en la reforma de 1993. El legislador constituyente quizás sin horizonte profundo— incorporó el tema en el artículo 16. En ese momento, se manejó como modus operandi criminal, determinante de ciertas consecuencias procesales relativamente menores. No se trataba, pues, de una cuestión de derecho sustantivo. Apareció la alusión a delincuencia organizada junto a la referencia a delitos graves (referencia que sería ruinosa para la política penal): en estos casos se restringió el acceso del inculpado a determinados beneficios procesales.
Puesta "la pica en Flandes" por la propia Constitución, seguiría una legislación secundaria, ad hoc, muy controvertida. En el debate forman filas partidarios entusiastas e impugnadores combativos. Aquélla es la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996, cuyas ideas rectoras precedieron y sustentaron la reforma constitucional en esta materia. La Ley Federal reorientó el tema hacia el orden sustantivo: en efecto, creó el tipo penal (o los tipos penales) de delincuencia organizada, que vinculan la actuación (o la mera concepción delictiva) de un grupo de tres o más personas con el fin ilícito que aquéllos se proponen (delitos "objetivo"). Frente a este supuesto normativo, erigen penas elevadas.
Por otro lado, la ley referida ensanchó considerablemente el ámbito de la "oportunidad" procesal. Dio campo a la "negociación" penal entre miembros de la delincuencia organizada —o mejor dicho, responsables de delitos de este carácter— y agentes de la autoridad, con propósitos de investigación exitosa. Como se sabe, este régimen compositivo es ampliamente conocido y practicado en diversos países, señaladamente los Estados Unidos de América. Asimismo, la ley incorporó medidas cautelares notoriamente inconstitucionales. El ejemplo más invocado es el arraigo, no como prohibición de abandonar determinada circunscripción mientras se sigue una averiguación o un proceso, que era la acepción tradicional del arraigo, sino como verdadera detención en un local asignado por el Ministerio Público, con anuencia judicial, en tanto avanzaba la investigación y se resolvía sobre la posibilidad de ejercitar la acción penal ante los tribunales.
II. PROCESO DE REFORMA
El 29 de marzo de 2004, el Ejecutivo Federal —que antes había intentado otras reformas penales, entre ellas la "centralización", también llamada "federalización", de la ley penal mexicana— planteó ante el Congreso de la Unión ciertas modificaciones relevantes, en las que había sugerencias plausibles y propuestas ominosas, en concepto de diversos analistas. No es mi propósito examinar ahora este proyecto (o "paquete" de proyectos: con la iniciativa de cambio constitucional viajaron sendas iniciativas de sobre diversas leyes secundarias), sino sólo mencionarlo como antecedente del proyecto de 2007. El 9 de marzo de este año apareció otra iniciativa de reformas suscrita por el Ejecutivo Federal, que recogía planteamientos inquietantes. Tampoco me propongo analizar esta presentación del Ejecutivo, que no se convirtió en reforma constitucional, pero animó el proceso de cambios y sirvió como punto de partida para la negociación de reformas con las cámaras legislativas.
La reforma de 2007-2008 es el producto de esas negociaciones, que tomaron en cuenta los planteamientos del Ejecutivo —con acento en la seguridad pública— y las sugerencias de legisladores —con énfasis en el desarrollo del procedimiento penal sustentado en principios o postulados del sistema acusatorio—. Probablemente la negociación determinó —en un ejercicio de mutuas concesiones— el carácter "dual" de la reforma consumada en 2008, que contiene datos fuertemente autoritarios y elementos garantistas. Aquéllos siembran retrocesos y peligros, y éstos permiten avanzar en el buen rumbo del enjuiciamiento penal propio de la sociedad democrática. Este es el nuevo "paisaje penal constitucional", si se permite la expresión.
Vale decir que la reforma comentada en esta breve reseña concierne, en mayor o menor medida, a todos los extremos principales del orden jurídico penal, que en otras ocasiones he calificado como áreas de "selección penal", expresión de las "decisiones político-jurídicas fundamentales" en esta materia. Esos extremos atañen a la recepción de conductas ilícitas dentro de las descripciones penales (esto es, la tipificación penal), a la caracterización del sujeto activo del delito ("selección del delincuente", que a menudo entraña consideraciones amparadas por criterios de peligrosidad, explícitos o implícitos, y nuevas categorías de infractores), a la selección de las consecuencias jurídicas del delito (a través de la definición de penas, racional o excesiva, recuperadora o eliminatoria), a la determinación sobre la forma de ejecutar la pena (sobre todo, diseño del sistema penitenciario) y a la selección del método para definir la existencia del delito, la responsabilidad del sujeto y la aplicación de las consecuencias (esto es, el proceso penal). El estudioso de la reforma de 2007-2008 deberá confrontar estos extremos con las nuevas soluciones constitucionales y definir, con apoyo en esa confrontación, las orientaciones político-penales adoptadas, que informarán el futuro del sistema penal mexicano.
Ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión —órgano legislativo que actuó en la primera etapa del procedimiento que corresponde al Constituyente Permanente— había un buen número de iniciativas pendientes de dictamen. Este se produjo el 10 de diciembre de 2007. Constituye el documento central para apreciar y calificar el signo general de la reforma, así como el de cada una de sus partes. Se refiere a esas iniciativas pendientes de análisis y constituye, en esencia, la "iniciativa de concentración" sobre la que transitaron los debates y las decisiones tanto de la Cámara de Diputados como del Senado de la República.
Los dictaminadores, que consideraron algunos precedentes (así, el proyecto del Ejecutivo, de 2007, y las preocupaciones que lo gestaron), tuvieron en cuenta, explícitamente, las iniciativas suscritas por los siguientes diputados: 1. Jesús de León Tello (Partido Acción Nacional, PAN); 2. César Camacho Quiroz (Partido Revolucionario Institucional, PRI), Felipe Borrego Estrada (PAN), Raymundo Cárdenas Hernández (Partido de la Revolución Democrática, PRD) y Faustino Javier Estrada González (Partido Verde Ecologista); 3. (Varias iniciativas de) César Camacho Quiroz (PRI); 4. Javier González Garza (PRD), Raymundo Cárdenas Hernández (PRD), Ricardo Cantú Garza (Partido del Trabajo, PT), Jaime Cervantes Rivera (PT), Alejandro Chanona Burguete (Partido Convergencia) y Layda Sansores San Román (Convergencia); y (varias iniciativas de) Javier González Garza, Andrés Lozano Lozano, Claudia Lilia Cruz Santiago, Armando Barreiro Pérez, Francisco Sánchez Ramos, Vitorio Montalvo Rojas, Francisco Javier Sanos Arreola y Miguel Á ngel Arellano Pulido (todos, PRD).
Las reformas propuestas se fincaron, como es natural, en un diagnóstico de la realidad prevaleciente en el doble ámbito abarcado por las iniciativas y el dictamen: seguridad pública y justicia penal. Los datos sombríos de ese diagnóstico pusieron de relieve, en expresiones de los propios autores de las iniciativas (inclusive el presidente de la República, por lo que toca a su iniciativa de 2007), los principales problemas existentes: impunidad, corrupción, incompetencia y envejecimiento del marco normativo procesal. Consecuentemente, cabía suponer que las reformas atenderían a la corrección de esos males. No queda claro cómo se logrará el remedio de los tres problemas mencionados en primer término. Por lo demás, no es infrecuente que los autores de proyectos legislativos supongan que la legislación vigente y reformable es el gran obstáculo opuesto a la justicia y al progreso, sin que necesariamente expongan —y acrediten— las razones en las que se instala esa suposición y los motivos por los que las normas vigentes, aplicadas con eficacia y energía, no permiten enfrentar los problemas cuya solución se pretende.
Agregaré en esta concisa revisión del procedimiento que el texto aprobado por la Cámara de Diputados fue turnado a la de Senadores, que lo revisó. En el Senado se elaboró un dictamen que reproduce en amplia medida el sucrito en la Cámara de Diputados, con escasas novedades. Los senadores retiraron alguna norma del artículo 16 (la desafortunada alusión al acceso del Ministerio Público —sin autorización judicial— a información reservada) y devolvieron el proyecto a la Cámara de origen. Esta reconsideró otro desacierto de la propuesta previamente aprobada, a saber, el posible allanamiento de domicilios por la policía —cualquier policía— en casos de supuesto ataque a la integridad o la vida en el interior de aquéllos (hipótesis que podría quedar legitimada por excluyentes de responsabilidad, sin necesidad de conceder a la policía tan extenso "salvoconducto" en el texto mismo de la ley suprema). Regresó la minuta al Senado, que aprobó la reconsideración introducida por los colegisladores y despejó el camino hacia las legislaturas de los Estados.
Si nos atenemos a los términos del dictamen del 10 de diciembre de 2007, quedaremos al tanto de ciertas intenciones del legislador constituyente, que debieron gobernar el conjunto y cada una de las piezas del proyecto finalmente aprobado. Ese dictamen sostiene que "uno de los supuestos fundamentales de esta reforma constitucional es que la protección a los derechos humanos y las herramientas para una efectiva persecución penal son perfectamente compatibles". Así es, en efecto. Empero, el texto adoptado tiene varios deslices —lo expresé supra— en lo que corresponde a derechos humanos y sus consecuentes garantías.
El mismo dictamen señala que:
Viene bien recordar que cada sociedad tiene sus propias características y peculiaridades que deben observarse al momento de legislar o de cambiar sistemas legales existentes, a fin de armonizarlos y evitar traspolaciones inconvenientes; hemos estado atentos a los procesos de reforma procesal en otros países, especialmente los latinoamericanos y compartimos sus inquietudes y objetivos, pero desde luego que México debe transitar por su propia reforma, acorde a su idiosincrasia, costumbres y posibilidades, lo que implica reconocer también nuestras diferencias.
No han faltado analistas de la reforma que adviertan acerca de lo que consideran importación extralógica —mucho más del norte que del sur— y solución inconsecuente, en algunos extremos, con las necesidades del medio en el que se aplicarán las novedades constitucionales.
La reforma se extiende sobre diez artículos de la Constitución y contiene once preceptos transitorios. En algunos casos hay cambios específicos, acotados, aunque no menores; en otros, prácticamente se ha reelaborado el precepto. En el conjunto, las modificaciones son numerosas y relevantes. Abarcan puntos sobresalientes de la seguridad y la justicia. De ahí que sea posible hablar de una "reforma histórica", aunque también sea factible decir —como en efecto se ha dicho— que la historia es un camino de doble sentido: se recorre hacia atrás o hacia adelante. Lo ha hecho la reforma. No sería posible, en el espacio de una reseña legislativa, dar cuenta sobre todos los temas que comprende una reforma constitucional de este calado, y ensayar el juicio respectivo. Por ello me limitaré a invocar algunas cuestiones que revisten especial trascendencia. Seguiré el orden de aparición en la escena constitucional de los artículos reformados.
III. ARTÍCULO 16
El artículo 16 constitucional (del que fueron excluidos tanto la posibilidad, en manos del Ministerio Público, de recabar información reservada sin autorización judicial, como el allanamiento policial de domicilios privados) contempla los elementos necesarios para librar orden de aprehensión, que tradicionalmente han sido los mismos requeridos para el ejercicio de la acción penal (luego proyectados al auto de procesamiento o formal prisión). En este campo, la Constitución aludió a prueba sobre el cuerpo del delito o los elementos del tipo penal, así como en torno a la probable responsabilidad penal del indiciado. Esta exigencia implica, por supuesto, una garantía de los ciudadanos en general, no de los delincuentes.
El nuevo texto del artículo 16 maneja el punto en otros términos. Se requiere que la denuncia o querella versen sobre "un hecho que la ley señale como delito" y "obren datos que establezcan que se ha cometido ese hecho (¿cuerpo del delito? ¿elementos del tipo penal? ¿más que eso? ¿menos que eso?) y que exista probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión". Además de esta ambigüedad, es particularmente preocupante la "flexibilización" en el ejercicio de la acción y en la providencia de aprehensión. Se ha reducido el llamado "estándar" probatorio, aduciendo que el verdadero juicio se sigue ante el tribunal —lo cual es cierto, desde luego—, no ante el Ministerio Público, y que la convicción conducente a la absolución o a la condena se debe producir en el juez con base en las pruebas desahogadas en el proceso —también es cierto—, por lo que ya no será necesario cargar al Ministerio Público con fatigas probatorias excesivas. Aquí hay un error que despoja de garantías y genera inseguridad. El hecho de que el verdadero juicio se siga ante el tribunal no elimina, por sí mismo, la necesidad de que la consignación (ejercicio de acción) tenga sólido fundamento probatorio.
El mismo artículo 16 contiene una caracterización (¿tipo penal? ¿núcleo del futuro tipo legal?) acerca de la delincuencia organizada; caracterización sumamente vaga, general, fuera de lugar en un texto constitucional, que ha motivado reproches. Con apoyo en esa descripción pudiera abrirse la puerta de muy amplias e indiscriminadas persecuciones penales. No ha sido la intención, manifiesta el legislador. Pero el riesgo se halla a la vista.
Uno de los desaciertos mayores de la reforma, en mi concepto, es la bifurcación constitucional —nada menos— del sistema penal mexicano. De tener un solo régimen, al amparo de la ley suprema, hemos pasado a tener dos: el sistema ordinario, con mayores garantías y derechos, y el especial sobre delincuencia organizada, con reducción o relativización de aquéllos. Este no es el rumbo del orden penal propio de una sociedad democrática, aunque algunas sociedades instaladas bajo esa calificación lo hayan practicado. La dualidad penal se muestra en varios preceptos, como veremos en el curso de esta reseña. El artículo 16 "constitucionaliza" el arraigo al que me referí. Ya no será posible impugnar esta figura —que relativiza el mandato del artículo 19 sobre apertura judicial del proceso— aduciendo que es inconstitucional. Adquirió carta de naturalización en la ley suprema.
Al lado de esos pasos en falso, el artículo 16 incorpora en el enjuiciamiento penal mexicano un progreso muy importante. Crea la figura del "juez de control", llamada a ejercer la supervisión de constitucionalidad sobre actuaciones del Ministerio Público, tanto a través de medidas cautelares como por medio de resoluciones que revisen las adoptadas por el MP o las omisiones de éste en el curso de la averiguación y el ejercicio de la acción penal. La nueva institución —cuyo desarrollo secundario deberá aclarar algunas zonas de oscuridad que acoge la ley suprema— está llamada a mejorar las garantías del indiciado, brindar protección a las víctimas u ofendidos y "asear" una etapa crucial del enjuiciamiento. Valdría la pena excluir de sus atribuciones cualesquiera decisiones de fondo (así, las relativas a juicios abreviados), que no corresponden a la naturaleza de esta importante jurisdicción garantista.
IV. ARTÍCULO 17
El artículo 17 proscribe la justicia por propia mano y asegura la composición de los litigios en la vía jurisdiccional. La reforma de 2007-2008 tiene una saludable incursión en las alternativas de composición, tanto en general como en materia penal. Señala que "las leyes preverán mecanismos alternativos de solución de controversias. En la materia penal regularán su aplicación, asegurarán la reparación del daño y establecerán los casos en que se requerirá supervisión judicial". Evidentemente, la composición extrajudicial había ganado terreno a través de los supuestos de querella y perdón, multiplicados en las últimas décadas. La disposición del artículo 17, bajo la reforma, debe ser enlazada con la adopción del principio de oportunidad en el artículo 21, que infra comentaré.
Es claro —como lo ha sido en otros países, que propician ampliamente soluciones autocompositivas— que el éxito del nuevo enjuiciamiento abarcado bajo el rótulo de la "oralidad" (en rigor, el enjuiciamiento penal ordinario) será producto de la eficacia y fluidez de los mecanismos alternativos. Así lo sugiere la experiencia, que ahora no califico, de las entidades federativas en la que ha avanzado, antes de la reforma constitucional federal, la adopción del sistema procesal acusatorio identificado como "oralidad". Adelante volveré sobre este asunto, a propósito del principio de oportunidad. Por ahora conviene destacar la necesidad de cautela en las composiciones "desequilibradas": sea por la fuerza y presión de la autoridad, que procura y aconseja esas composiciones, sea por las diferentes situaciones en que se encuentran —o pudieran encontrarse— los particulares que intervendrán en la composición y que para ello deberán convenir y transigir.
Otro buen paso del artículo 17, bajo la reforma de 2007-2008, es el concerniente a la garantía de defensa, no sólo de los inculpados, sino de las personas en general. Se pone en las manos —manos obligadas, no apenas facultadas— de la Federación, los Estados y el Distrito Federal garantizar "la existencia de un servicio de defensoría pública de calidad para la población" y asegurar "las condiciones para un servicio profesional de carrera para los defensores", cuyas percepciones "no podrán ser inferiores a las que correspondan a los agentes del Ministerio Público". Esto significa ampliar las posibilidades de acceso universal a la justicia a través de la defensa pública (o de oficio), tema que estuvo ausente de la ley fundamental. Notable adelanto, cuando la norma se convierta en práctica, también universal y cotidiana. He aquí un derecho constitucional de orientación social. Crece la posibilidad de que los ciudadanos, a quienes ya ampara el derecho universal a la protección de la salud —además del derecho, contraído a un sector de la población, de disfrutar de seguridad social—, puedan servirse también de un derecho igualmente universal a la asistencia jurídica.
V. ARTÍCULO 18
Al artículo 18 llegaron, en años anteriores, muchos avances en el régimen penitenciario: avances nominales, es cierto, que quisieron revertir las deficiencias severas del sistema penal mexicano. En ese precepto se instaló el paradigma o fin del "sistema penal" en su conjunto, que ha suprimido la reforma de 2007-2008, reemplazándolo por un objetivo del "sistema penitenciario". Ese paradigma, provisto por la reforma de 1964-1965, fue la readaptación social del sentenciado, que sustituyó la invocación original sobre "regeneración". Ahora sale de la escena la readaptación social (prevaleciente en diversos textos normativos internacionales) y ocupa el escenario otro concepto, más modesto y también utilizado por diversos ordenamientos: reinserción social, al que se añade el propósito de "procurar que (el infractor) no vuelva a delinquir".
Digamos que en el fondo se trata, bajo otras palabras, de alentar la readaptación social, sin confesar este nombre: reinserción y procuración de no reincidencia son el otro rostro de la readaptación social, concebida como colocación del sujeto en condiciones que le permitan optar por la conducta lícita, siempre en ejercicio de su libertad de elegir. Si se carece de ésta nos hallaremos bajo el ala del autoritarismo, que confunde readaptación (o reinserción) con "conversión" o "transformación", negaciones de la libertad. Nada tiene que ver con la genuina readaptación, la injerencia autoritaria en la personalidad del infractor.
Estimo desacertado el sistema penitenciario adoptado a propósito de la delincuencia organizada. La misma consideración se puede hacer en torno a la aplicación o ejecución de la prisión preventiva. La ley suprema no es el espacio normativo adecuado para fijar clasificaciones carcelarias, sea de sujetos a privación cautelar de la libertad, sea de sentenciados. La reforma de 2007-2008 ha puesto en el nicho constitucional una excepción más al régimen de derechos y garantías, que en este caso abarca tanto a los vinculados con la delincuencia organizada como a otros sujetos. El artículo 18 instituye "centros especiales" de reclusión y "medidas especiales de seguridad".
Claro está que el régimen de reclusión puede contemplar un amplio arsenal de medidas destinadas al orden, la seguridad y el tra- tamiento en las prisiones, pero también parece claro —o debiera serlo—que no es conveniente crear, en el peldaño mismo de la Constitución, una nueva salvedad al régimen penal ordinario destinada a "categorías enteras" de reclusos. Nada se dice sobre la naturaleza y el alcance de esas "medidas especiales" constitucionalizadas, acaso para eludir o estorbar el control de constitucionalidad que sería posible ejercer sobre normas secundarias o actos administrativos. Estos han quedado sujetos a ponderación bajo la óptica de los principios y valores constitucionales. La reforma esquiva esa ponderación.
Es plausible, a mi juicio, que el artículo 18 haya extendido el espacio de los convenios para la ejecución interna de sentencias (es decir, ejecución en el territorio nacional; también hay ejecución extraterritorio). Hasta ahora esos convenios ocupaban a la Federación, de una parte, y a los Estados, de la otra. En adelante será posible que los Estados pacten entre sí, lo que propiciará mejores condiciones de readaptación o reinserción (aunque la ley, desde luego, no basta: se requieren instituciones y profesionales competentes).
En esta nueva norma, echamos de menos una disposición acogida por el propio artículo 18 cuando regula la repatriación de sentenciados: la voluntad concurrente de éstos. Nos hallamos en el ámbito de las garantías individuales o de los derechos humanos. La superación de la territorialidad ejecutiva (que es rasgo de la soberanía, en la vertiente de ejecución de penas) no debiera arrollar al ejecutado (dicha territorialidad entraña, igualmente, un derecho o una garantía para éste). De ahí la pertinencia de recabar su voluntad, y no sólo la decisión consensual de dos instancias del poder público: la que dicta sentencia y debiera ejecutar, y la que acepta ejecutar la sentencia dictada por aquella.
VI. ARTÍCULO 19
El nuevo texto del artículo 19 cambia la designación del auto tradicionalmente (pero sin acierto) llamado de "formal prisión". Este ha sido, en rigor, una resolución de procesamiento o de sujeción a proceso. Merced a la reforma, se denominará auto de "vinculación a proceso". El cambio, eufemístico, no refleja la naturaleza del auto y de la situación que genera con la misma fidelidad que el término "procesamiento" o "sujeción a proceso".
La explicación que el dictamen del 10 de diciembre provee para sustentar ese cambio resulta a todas luces errónea. Indica que:
La idea de sujeción a proceso denota justamente una coacción que por lo general lleva aparejada alguna afectación a derechos, en cambio, vinculación únicamente se refiere a la información formal que el ministerio público realiza al indiciado para los efectos de que conozca puntualmente los motivos por los que se sigue una investigación y para que el juez intervenga para controlar las actuaciones que pudieran derivar en la afectación de un derecho fundamental.
Pero el auto de vinculación no es una mera notificación que hace el Ministerio Público al indiciado. Es mucho más que eso. Crea, por imperio de autoridad, una situación jurídica que afecta derechos del individuo. Es, lisa y llanamente, procesamiento o sujeción del inculpado al proceso.
En la cuenta favorable de la reforma es preciso registrar la tendencia a reducir la aplicabilidad de la prisión preventiva, que será solicitada por el Ministerio Público —pero no operará ope legis, con las salvedades que abajo mencionaré —cuando otras medidas cautelares no basten para garantizar los objetivos que menciona el segundo párrafo del artículo 19. Es un paso importante en la mejor dirección. Al hacerlo, el Constituyente debió dejar abierta la posibilidad de hacer uso de la libertad provisional, que ha salido del escenario constitucional y difícilmente podría instalarse en la ley secundaria. Por otra parte, el artículo 19 ordena la reclusión —y niega de plano el juicio en libertad— de determinadas categorías de sujetos. En tales casos, el juez debe disponer, de oficio, la privación precautoria de la libertad. Esta disposición empaña el acierto de la reforma en la reducción de la prisión preventiva, y contraviene normas de derecho internacional de los derechos humanos, a las que ha querido atenerse —pero no siempre lo ha hecho— el Constituyente Permanente.
Entre legisladores desfavorables a la reforma y críticos de esta, ha llamado la atención, negativamente, un fragmento del penúltimo párrafo del artículo 19: "Si con posterioridad a la emisión del auto de vinculación a proceso [rectius, procesamiento o sujeción a proceso] por delincuencia organizada el inculpado… es puesto a disposición de otro juez que lo reclame en el extranjero, se suspenderá el proceso junto con los plazos para la prescripción de la acción penal". ¿Se ha querido decir que la reclamación externa pesará sobre la jurisdicción nacional a tal punto que ésta cese durante el tiempo que requiera la autoridad foránea para enjuiciar al sujeto e incluso para ejecutar la condena? Si es así, la disposición resulta desafortunada.
VII. ARTÍCULO 20
El artículo 20, crucial para el enjuiciamiento penal, ha sido ampliamente reelaborado. Es un precepto de principios, reglas, actuaciones y garantías. Lo encabeza una declaración que pretende establecer el nuevo rumbo del enjuiciamiento: el proceso penal será acusatorio y oral. Aquello corresponde a la organización general del proceso, el método elegido —en contraste con el régimen inquisitivo e incluso con el mixto tradicional, contraste que el legislador constitucional pondera—. Lo segundo, la oralidad, constituye un principio o bien una regla que quiere dominar el conjunto de los actos del procedimiento —empresa imposible, por supuesto— y enlaza con otros rasgos de éste, también afirmados por el primer párrafo del artículo 20: publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación. Es evidente el yerro: concentración y continuidad son principios contrapuestos. La inmediación será un dato central del enjuiciamiento, del que hemos carecido. La publicidad figuraba en el artículo 20. Hoy se acentúa.
Procede señalar aquí que el contenido del sistema acusatorio, en concepto del Constituyente Permanente, se debe buscar en los preceptos transitorios del decreto que reforma la Constitución. Efectivamente, los artículos segundo, tercero y cuarto transitorios disponen que las normas constitucionales sobre sistema procesal penal acusatorio tendrán vigencia dentro de ocho años (plazo, no término) contados a partir de la publicación del decreto. Esas normas son las correspondientes a los artículos 16, párrafos segundo y décimotercero; 17, párrafos tercero, cuarto y sexto; 19, 20 y 21, párrafo séptimo.
En seguida, el artículo 20 habla, en orden cuestionable, de principios generales (apartado A), derechos de "toda persona imputada" (apartado B) y derechos "de la víctima o del ofendido" (apartado C). En el inicio del apartado A) se halla el objeto del proceso, más o menos servido por la regulación constitucional: "esclarecimiento de los hechos (que decae cuando aparece la composición bajo signo de market system, como señalan algunos críticos del sistema compositivo en general), proteger al inocente (propósito al que no sirve la flexibilización en el ejercicio de la acción), procurar que el culpable no quede impune (más bien habría que referirse al responsable o al delincuente) y que los daños causados por el delito se reparen" (antiguo y plausible designio, frecuentemente contradicho en la realidad.
En este conjunto de principios generales (algún otro, del mismo carácter, se colocó en diverso apartado) cuentan la inmediación; la contradicción; la imparcialidad; la eficacia de la prueba rendida ante el único receptor calificado: el tribunal (sin embargo, esta indispensable reserva jurisdiccional se modifica en los términos del segundo párrafo de la fracción V del apartado B), otra proyección de nuestro "doble sistema penal": en delincuencia organizada, las actuaciones realizadas en la fase de investigación —esto es, ante el Ministerio Público y la policía— podrán tener valor probatorio, cuando no puedan ser reproducidas o exista riesgo para testigos o víctimas); la carga probatoria (que "corresponde a la parte acusadora, conforme lo establezca el tipo penal", aunque los tipos penales no suelen asignar cargas procesales); la convicción judicial sobre la culpabilidad del sujeto (rectius, sobre su responsabilidad); la nulidad de "cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales" (disposición pertinente, que se puede replantear como inadmisibilidad; no queda en claro si se ha acogido la doctrina de los "frutos del árbol envene- nado").
Al amparo de los principios generales del proceso, el Constituyente Permanente reguló una figura que no es principio general, a saber: la terminación anticipada de aquél cuando no exista oposición del inculpado para proceder de esta manera. El reconocimiento voluntario de la participación delictuosa, corroborado con otras pruebas, permite la citación a audiencia de sentencia. Ciertamente es pertinente la sumariedad procesal, bajo determinadas condiciones. La confesión judicial, sumada a otras pruebas persuasivas, pudiera ser un dato a considerar para la sumariedad. En cambio, las dudas aparecen cuando se atrae la voluntad del inculpado con ofertas de benevolencia que no siempre contribuyen al esclarecimiento de la verdad, y a menudo la ocultan o alteran.
Dice la parte final de la fracción VII del apartado A) que "la ley establecerá los beneficios que se podrán otorgar al inculpado cuando acepte su responsabilidad". Evidentemente, se trata de moderaciones o concesiones sustantivas, no apenas procesales. Justicia pactada, en fin de cuentas, con "estímulos" atractivos (régimen bien conocido en derecho comparado, que tiene numerosos partidarios). En la misma dirección marcha el segundo párrafo de la fracción III del apartado B), que recoge la línea cuestionable: "La ley establecerá beneficios a favor del inculpado, procesado o sentenciado que preste ayuda eficaz para la investigación y persecución de delitos en materia de delincuencia organizada".
El apartado B) del artículo 20, relativo a los derechos de "toda" persona imputada, reproduce algunos derechos establecidos en el anterior apartado A) de ese precepto, y añade otros extremos. Entre éstos cuenta la recepción explícita de la presunción de inocencia del imputado, "mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa". En mi concepto, se deberá entender que la llamada presunción de inocencia (en rigor, principio para la elaboración de las normas penales, la aplicación de medidas precautorias, el trato a los inculpados, etcétera) sólo decae cuando existe sentencia firme de condena, no apenas sentencia definitiva e impugnable con remedios ordinarios. Por lo demás, este punto suscita de nueva cuenta (pero ha sido saludable incluir en la ley suprema el principio de inocencia, como lo está en tratados internacionales vinculantes para nuestro país) las severas paradojas entre la presunción y la realidad (legal y fáctica) del enjuiciamiento, sobre todo frente a las medidas precautorias y a la publicidad del proceso.
Es un verdadero acierto de la reforma el replanteamiento de la garantía de defensa. Esta —que debiera ser "adecuada", como lo estableció la reforma de 1993— quedará a cargo de abogado. Se ha eliminado, pues, la figura del defensor encarnado en la "persona de confianza", que no contribuyó a la debida asistencia profesional del imputado. La nueva exigencia pertinente del artículo 20 tiene relación con la exigencia formulada por el también nuevo texto del artículo 17, al que supra me referí. Tómese en cuenta que en la gran mayoría de las causas penales, la tutela profesional de los inculpados se encomienda a defensores públicos (o de oficio, como se les ha denominado tradicionalmente). De ahí la notable participación de éstos en la eficacia y el éxito de la impartición de justicia penal. El acierto de la regulación incorporada en 2008 pudo ser mayor: se debió garantizar (constitucionalmente) la defensa desde antes de la detención, no sólo a partir de ésta: es decir, en todo el curso de la averiguación previa.
Es importante destacar la norma contenida en la fracción IX del apartado B) del artículo 20. La duración de la prisión preventiva no podrá exceder de dos años, en ningún caso, salvo que la prolongación de aquélla se deba al ejercicio del derecho de defensa del imputado (apuntemos: y nada más que a eso; no a la conducción del juzgador o al comportamiento de la contraparte procesal, y no siquiera a la complejidad del tema sub judice o del proceso). "Si cumplido este término no se ha pronunciado sentencia, el imputado será puesto en libertad de inmediato mientras se sigue el proceso, sin que ello obste para imponer otras medidas cautelares". Habida cuenta de que la prisión preventiva es, en sí misma, una indeseable restricción de derechos, y considerando la general exigencia de plazo razonable para el desarrollo del procedimiento —y más aún para la duración del encarcelamiento cautelar—, es digna de elogio la provisión del Constituyente Permanente. Habrá que acomodar a esta nueva situación la diligencia de los sujetos procesales y las reglas mismas del procedimiento, así como proveer alternativas cautelares verdaderamente eficaces. De lo contrario se corre el riesgo, no menor, de que fracase la plausible reforma.
Como señalé, el apartado C) del artículo 20 se refiere a los derechos de la víctima o del ofendido, que escalaron el peldaño constitucional desde la reforma de 1993. Mucho habrá que trabajar y disponer para que las buenas intenciones se conviertan en acciones efectivas. Subrayemos ahora algunas novedades de la reforma examinada. Se amplía la legitimación procesal del ofendido (y la víctima) en el proceso (fracción II), se le faculta para "solicitar las medidas cautelares y providencias necesarias para la protección y restitución de sus derechos" (fracción VI) y se le autoriza a impugnar diversas resoluciones y omisiones del Ministerio Público (fracción VII). Todo ello —así como el posible ejercicio privado de la acción penal, al que adelante me referiré —concurre a establecer el nuevo panorama del personaje "olvidado".
Igualmente, se ordena al Ministerio Público garantizar la protección del ofendido (así como la de otros sujetos), bajo vigilancia del juzgador (fracción V), lo que no debiera desembocar en un penoso sistema que bajo la capa de "testigos protegidos" sustraiga o tergiverse pruebas con quebranto de la defensa y del principio de contradicción.
VIII. ARTÍCULO 21
En el artículo 21 hay novedades relevantes. Una de ellas, que menciono en primer término para enlazarla con las aportaciones del apartado C) del artículo 20, a las que inmediatamente antes me referí, es la posible —¿ya probable?— entrega al ofendido del ejercicio de la acción penal, en casos que determine la ley. Desde hace varios años ha retrocedido el antiguo monopolio del Ministerio Público en este ámbito, que comprendió exclusividad en la investigación, en la decisión sobre el ejercicio de la acción y en la práctica de la acu- sación.
La acción que ejercerán los individuos retrae, todavía más, las facultades exclusivas y excluyentes del MP. No existe régimen constitucional acerca de las hipótesis de acción externa (¿particular?, ¿privada?, ¿popular?). Algunos analistas de la reforma temen que la acción de particulares tenga mala desembocadura dentro de nuestras actuales circunstancias. Favorecería —se dice— la frivolidad acusatoria y convertiría la reclamación penal en medio muy frecuentado para gestionar reclamaciones que corresponden, por su naturaleza, a la vía civil. En este campo (como en todos), el legislador secundario deberá actuar con gran lucidez.
Otra novedad relevante en el artículo 21, pero de diverso signo, es la reorganización de la investigación, a cargo del Ministerio Público y de "las policías", que "actuarán bajo la conducción y mando de aquél en el ejercicio de esta función". Estimo desacertada la ruptura de la relación jerárquica entre el MP y la policía. En los hechos, la "conducción y mando" no servirán suficientemente al propósito —verdaderamente destacado— de sujetar a la policía a la autoridad del MP en este delicado ámbito. El MP, "magistratura de la legalidad", debiera responder ampliamente —con plena autoridad— por el desempeño investigador de la policía. El precio del desacierto quedará en la cuenta del ciudadano.
No es razonable ni alentador el "mosaico" de posibilidades orgánicas que habrá en cuanto a la adscripción de la policía investigadora (antes judicial, ministerial o de investigaciones): sea en las procuradurías de justicia (esto es, en la misma institución donde se halla el MP), sea en secretarías de seguridad, sea en otras instancias de autoridad local. También es desafortunada la dispersión de tareas de investigación en manos de varias policías. No corresponde al esfuerzo (y a la notoria e ingente necesidad) de profesionalización que aparece en otros puntos de la reforma constitucional.
En una breve fórmula, el artículo 21 incorpora una facultad de enorme trascendencia en el haber del Ministerio Público. Conforme al séptimo párrafo del precepto, el MP "podrá considerar criterios de oportunidad para el ejercicio de la acción penal, en los supuestos y condiciones que fije la ley". Se abre, pues, un ancho campo a ese principio de la persecución (que pone la oportunidad en manos de la autoridad investigadora y actora, ya no en las del legislador, que es natural, e incluso en las del ofendido, a través de la querella y el perdón, como ha sido tradicional), contrapuesto al riguroso principio de legalidad, que campeó en la Constitución mexicana.
El espacio para la oportunidad —muy socorrida en otros países— no implica, por cierto, un error del Constituyente. Es preciso dar entrada a criterios de oportunidad que favorezcan la procuración e impartición de la justicia. Las condiciones para que esto ocurra son evidentes: ante todo, racionalidad y probidad. La incorporación de la oportunidad persecutoria (que devuelve al MP una gran influencia en el rumbo y la marcha general del sistema penal) no nos absuelve de avanzar en la depuración del orden penal sustantivo, eliminando figuras innecesarias que acreditan la tendencia hacia un "derecho penal máximo". Hubiera sido deseable que el Constituyente —en el texto normativo, no sólo en el dictamen previo— estableciera los alcances y límites razonables de la oportunidad reglada.
En el tercer párrafo del artículo 21 surge una innovación conveniente. Hasta hoy la ejecución de penas ha quedado a cargo de la autoridad administrativa (salvo en alguna entidad federativa, con mayores signos de progreso en esta materia). En otros medios ha prosperado desde hace tiempo la institución del juez de ejecución, órgano de naturaleza jurisdiccional que conoce de los conflictos entre la administración (penitenciaria o ejecutora, en general) y el individuo (ejecutado), y resuelve sobre derechos y deberes de este, que afectan el marco general de su situación jurídica, a través de providencias particulares. Merced a la reforma, la "modificación" y "duración" de las penas serán tema de un órgano judicial. Despunta, pues, el juez ejecutor. No debiera retraerse en modificación y duración de la pena, y mucho menos reducirse al espacio de las sanciones privativas de libertad. Debiera tener mayor proyección, abarcando el conjunto de la ejecución penal.
En virtud de que la seguridad pública (o mejor dicho, la rampante inseguridad) constituye un dato de preocupación mayor para el Estado y la sociedad, la reforma de 2007-2008 puso énfasis en esta materia. La reforma surgió bajo el doble rótulo de seguridad y justicia penal. A aquélla se destina el amplio párrafo noveno del artículo 21, en el afá n de organizar el Sistema Nacional de Seguridad Pública, amparado en la norma suprema y en la ley correspondiente. Ya estaba organizado (desde la reforma de 1994) ese Sistema y ya existía —y existe— el ordenamiento respectivo. Probablemente ni uno ni otra han alcanzado los resultados apetecidos, puesto que la reforma de 2007-2008 interviene de nuevo en esta materia, detalla sus extremos y reclama la legislación respectiva casi como si no hubiese norma constitucional ni desarrollo secundario.
Bien, en todo caso, que ahora existan reglas básicas para reorganizar la seguridad pública y las instituciones correspondientes. En este conjunto subrayemos la pertinente disposición de que "las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional". También cabe mencionar las exigencias para el ingreso a las instituciones de seguridad pública (infra comentaré la aportación del artículo 123 a propósito del egreso de funcionarios en determinadas categorías) y la prevista participación de la comunidad coadyuvante "en los procesos de evaluación de las políticas de prevención del delito así como de las instituciones de seguridad pública".
IX. ARTÍCULO 22
En el artículo 22 (del que recientemente egresó, por ventura, la pena capital, también excluida de la hipótesis de privación de bienes o derechos contenida en el artículo 14), hizo acto de presencia un régimen sui géneris sobre privación de bienes, que bajo la reforma de 1999 se refirió a aquellos que "causaran abandono" y a los asegurados con motivo con una investigación o proceso por delincuencia organizada. Ahora se ha incorporado la figura de la "extinción de dominio" a través de un procedimiento "jurisdiccional y autónomo del de materia penal" (no obstante que sus fundamentos sean estrictamente penales: delincuencia organizada y otros delitos, y de que se trate de "instrumento, objeto o producto del delito"). Es evidente la necesidad de combatir la delincuencia afectando los recursos de los infractores: aquellos que sirven para delinquir o que son el fruto de las actividades criminales. Pero también es manifiesta la exigencia de que ese combate no desarticule el Estado de derecho ni contravenga el cauce regular de la afectación de bienes y derechos.
No hay duda en torno a la necesidad de afectar el "patrimonio de la delincuencia", como es necesario hacerlo por obvias razones. Ahora bien, tampoco debiera existir duda sobre la forma de cumplir esa obligación del Estado, que satisface el interés público, atendida por cauces de juridicidad estricta. Aunque se diga que la extinción de dominio no es una medida penal, la realidad (jurídica) es diferente. Constituye una medida penal que debiera sujetarse a las reglas que fundan las medidas de esta naturaleza. Entre ellas, la acreditación de la responsabilidad penal del sujeto al que se priva de bienes y la prueba a cargo del Estado, sin inversión de esta carga, que es impropia del orden jurídico democrático.
Hay otro paso erróneo en el artículo 22. Adviértase que el texto inicial del segundo párrafo, proveniente de la reforma de 2006-2007, ha modificado de manera importante la fórmula anterior del precepto. Conviene transcribir ambas. La original sostuvo que no se consideraba confiscación de bienes (y por ello quedaba legitimada la respectiva decisión de la autoridad competente) "la aplicación total o parcial de los bienes de una persona hecha por la autoridad judicial, para el pago de la responsabilidad civil resultante de la comisión de un delito, o para el pago de impuestos o multas". Por lo tanto, esa aplicación lícita debía instalarse en la decisión de una autoridad judicial, que abarcaba los diversos extremos de afectación y los distintos propósitos de esta.
En cambio, la reforma que ahora examinamos ha tratado la materia en forma diferente, a saber: no se considerará confiscación "la aplicación de bienes de una persona cuando sea decretada para el pago de multas o impuestos, ni cuando la decrete una autoridad judicial para el pago de responsabilidad civil derivada de la comisión de un delito". En consecuencia, la atribución a la autoridad judicial de la facultad de aplicar bienes se contrae a la hipótesis de responsabilidad civil por la comisión de un delito (que es una consecuencia civil de la responsabilidad penal, aunque frecuentemente se sostiene que la reparación del daño constituye —sin atender a su naturaleza— una "pena pública"), pero ya no abarca el supuesto de pago de multas o impuestos. Ojalá que el segundo párrafo del artículo 14 constitucional —en conexión con el nuevo texto del 22, también reductor de derechos y garantías— baste para reconducir la facultad hacia las atribuciones judiciales.
X. ARTÍCULOS 73 Y 115
Las reformas a los artículos 73, fracciones XXI y XXIII, y 115, fracción VII, constitucionales son reflejo o consecuencia del sentido general de las reformas sustantivas a propósito de delincuencia organizada y seguridad pública. En el primer caso, se deposita en el Congreso de la Unión la facultad de "legislar en materia de delincuencia organizada" (fracción XXI del artículo 73), atribución que tuvieron tanto la Federación, en su espacio, como las entidades federativas, en el suyo. Fueron pocas las entidades que acogieron en sus ordenamientos penales el régimen de la delincuencia organizada. Igualmente, se faculta al Congreso federal (fracción XXIII, idem) para expedir las leyes que atiendan a las nuevas previsiones del artículo 21 en lo concerniente a seguridad pública. La fracción VII del artículo 115 deposita en el plano de la ley (ahora, la Ley de Seguridad Pública del Estado; lo estaba en el plano del reglamento) la norma sobre el mando de la policía preventiva conferido al presidente municipal de la circunscripción correspondiente.
XI. ARTÍCULO 123
El artículo 123 (cuestionablemente reformado en 1999) fue modificado de nuevo para ampliar los supuestos de retroactividad desfavorable (que marcan excepciones a la regla del primer párrafo del artículo 14 constitucional) y excluir a agentes del Ministerio Público y peritos, además de los miembros de instituciones policiales, que ya lo estaban, de la posibilidad de reinstalación en sus cargos, una vez removidos de estos en forma injustificada (fracción XIII del apartado B).
Esa disposición mella, también aquí, el Estado de derecho, y contraviene las reglas de tutela judicial, responsabilidad y sanción. Para acreditarlo baste con recordar que esos funcionarios pueden ser removidos cuando no satisfagan las condiciones para la permanencia en sus cargos establecidas en las leyes vigentes al tiempo de la remoción, no en el momento de designación (opera, pues, una retroactividad desfavorable con beneplácito constitucional), y que también lo pueden ser "por incurrir en responsabilidad en el desempeño de sus funciones", sanción desde luego razonable; pero la norma añade que si la autoridad jurisdiccional resolviere que la:
Separación, remoción, baja, cese o cualquier otra forma de terminación del servicio fue injustificada (énfasis agregado), el Estado sólo estará obligado a pagar la indemnización y demás prestaciones a que tenga derecho, sin que en ningún caso proceda su reincorporación al servicio, cualquiera que sea el resultado del juicio o medio de defensa que se hubiere promovido.
Hay disposiciones positivas en los párrafos finales de la fracción XIII del apartado B) del artículo 123, reformada: sistemas complementarios de seguridad social del personal del Ministerio Público, las corporaciones policiales y los servicios periciales, así como sus familias y dependientes; y vivienda para los miembros en activo del Ejército, Fuerza Aérea y Armada.
XII. RÉGIMEN TRANSITORIO
Los artículos transitorios del decreto que contiene las reformas constitucionales que estamos comentando tratan de diversa manera la vigencia de las nuevas. El artículo primero sigue la costumbre, que no es encomiable, de señalar que el decreto entrará en vigor al día siguiente de su publicación en el órgano oficial de la Federación. El artículo segundo fija, como vimos, un plazo de ocho años para la vigencia de las disposiciones concernientes a lo que el Constituyente Permanente califica como sistema procesal penal acusatorio, plazo que resulta razonable si se toman en cuenta los numerosos y complejos preparativos de todo orden que será preciso realizar, con cuantiosos recursos —a los que también se refieren las normas transitorias—, para generar el cimiento práctico del régimen adoptado.
El artículo tercero transitorio inicia inmediatamente la vigencia de las reformas constitucionales "en las entidades federativas que ya lo hubieren incorporado (el régimen acusatorio) en sus ordenamientos legales vigentes", sin distinguir entre el supuesto de normas consecuentes con el sistema adoptado por la Constitución y la hipótesis de mandamientos locales divergentes de éste, unos y otro bajo el mismo rubro: sistema acusatorio. El artículo quinto fija un plazo de tres años para la vigencia de las prevenciones constitucionales acerca del "nuevo sistema de reinserción" previsto en el párrafo segundo del artículo 18, y del régimen jurisdiccional de ejecución abarcado por el artículo 21.
Otras normas transitorias dejan en pie los procesos y las resoluciones adoptados bajo disposiciones diferentes, antes de la vigencia del nuevo texto constitucional, ordenan la emisión de leyes, y la oportuna previsión y provisión de recursos, y disponen la existencia de una "instancia de coordinación" para aplicar las reformas. El Constituyente no olvidó señalar —artículo cuarto transitorio— que "en tanto entra en vigor el sistema procesal acusatorio, los agentes del Ministerio Público que determine la ley podrán solicitar al juez el arraigo domiciliario del indiciado tratándose de delitos graves y hasta por un máximo de cuarenta días", cuando ello sea necesario —añade otro párrafo del mismo precepto— "para el éxito de la investigación, la protección de personas o bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la acción de la justicia". Es claro que todos los casos pueden quedar bajo estos supuestos tan amplios.
* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y juez en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Conviene mencionar en este punto un elemento destacado en el conjunto de experiencias y propuestas: la delincuencia organizada, como fenómeno apremiante cuya solución reclama acciones enérgicas y novedosas. La primera referencia constitucional a la delincuencia organizada se produjo en la reforma de 1993. El legislador constituyente quizás sin horizonte profundo— incorporó el tema en el artículo 16. En ese momento, se manejó como modus operandi criminal, determinante de ciertas consecuencias procesales relativamente menores. No se trataba, pues, de una cuestión de derecho sustantivo. Apareció la alusión a delincuencia organizada junto a la referencia a delitos graves (referencia que sería ruinosa para la política penal): en estos casos se restringió el acceso del inculpado a determinados beneficios procesales.
Puesta "la pica en Flandes" por la propia Constitución, seguiría una legislación secundaria, ad hoc, muy controvertida. En el debate forman filas partidarios entusiastas e impugnadores combativos. Aquélla es la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, de 1996, cuyas ideas rectoras precedieron y sustentaron la reforma constitucional en esta materia. La Ley Federal reorientó el tema hacia el orden sustantivo: en efecto, creó el tipo penal (o los tipos penales) de delincuencia organizada, que vinculan la actuación (o la mera concepción delictiva) de un grupo de tres o más personas con el fin ilícito que aquéllos se proponen (delitos "objetivo"). Frente a este supuesto normativo, erigen penas elevadas.
Por otro lado, la ley referida ensanchó considerablemente el ámbito de la "oportunidad" procesal. Dio campo a la "negociación" penal entre miembros de la delincuencia organizada —o mejor dicho, responsables de delitos de este carácter— y agentes de la autoridad, con propósitos de investigación exitosa. Como se sabe, este régimen compositivo es ampliamente conocido y practicado en diversos países, señaladamente los Estados Unidos de América. Asimismo, la ley incorporó medidas cautelares notoriamente inconstitucionales. El ejemplo más invocado es el arraigo, no como prohibición de abandonar determinada circunscripción mientras se sigue una averiguación o un proceso, que era la acepción tradicional del arraigo, sino como verdadera detención en un local asignado por el Ministerio Público, con anuencia judicial, en tanto avanzaba la investigación y se resolvía sobre la posibilidad de ejercitar la acción penal ante los tribunales.
II. PROCESO DE REFORMA
El 29 de marzo de 2004, el Ejecutivo Federal —que antes había intentado otras reformas penales, entre ellas la "centralización", también llamada "federalización", de la ley penal mexicana— planteó ante el Congreso de la Unión ciertas modificaciones relevantes, en las que había sugerencias plausibles y propuestas ominosas, en concepto de diversos analistas. No es mi propósito examinar ahora este proyecto (o "paquete" de proyectos: con la iniciativa de cambio constitucional viajaron sendas iniciativas de sobre diversas leyes secundarias), sino sólo mencionarlo como antecedente del proyecto de 2007. El 9 de marzo de este año apareció otra iniciativa de reformas suscrita por el Ejecutivo Federal, que recogía planteamientos inquietantes. Tampoco me propongo analizar esta presentación del Ejecutivo, que no se convirtió en reforma constitucional, pero animó el proceso de cambios y sirvió como punto de partida para la negociación de reformas con las cámaras legislativas.
La reforma de 2007-2008 es el producto de esas negociaciones, que tomaron en cuenta los planteamientos del Ejecutivo —con acento en la seguridad pública— y las sugerencias de legisladores —con énfasis en el desarrollo del procedimiento penal sustentado en principios o postulados del sistema acusatorio—. Probablemente la negociación determinó —en un ejercicio de mutuas concesiones— el carácter "dual" de la reforma consumada en 2008, que contiene datos fuertemente autoritarios y elementos garantistas. Aquéllos siembran retrocesos y peligros, y éstos permiten avanzar en el buen rumbo del enjuiciamiento penal propio de la sociedad democrática. Este es el nuevo "paisaje penal constitucional", si se permite la expresión.
Vale decir que la reforma comentada en esta breve reseña concierne, en mayor o menor medida, a todos los extremos principales del orden jurídico penal, que en otras ocasiones he calificado como áreas de "selección penal", expresión de las "decisiones político-jurídicas fundamentales" en esta materia. Esos extremos atañen a la recepción de conductas ilícitas dentro de las descripciones penales (esto es, la tipificación penal), a la caracterización del sujeto activo del delito ("selección del delincuente", que a menudo entraña consideraciones amparadas por criterios de peligrosidad, explícitos o implícitos, y nuevas categorías de infractores), a la selección de las consecuencias jurídicas del delito (a través de la definición de penas, racional o excesiva, recuperadora o eliminatoria), a la determinación sobre la forma de ejecutar la pena (sobre todo, diseño del sistema penitenciario) y a la selección del método para definir la existencia del delito, la responsabilidad del sujeto y la aplicación de las consecuencias (esto es, el proceso penal). El estudioso de la reforma de 2007-2008 deberá confrontar estos extremos con las nuevas soluciones constitucionales y definir, con apoyo en esa confrontación, las orientaciones político-penales adoptadas, que informarán el futuro del sistema penal mexicano.
Ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión —órgano legislativo que actuó en la primera etapa del procedimiento que corresponde al Constituyente Permanente— había un buen número de iniciativas pendientes de dictamen. Este se produjo el 10 de diciembre de 2007. Constituye el documento central para apreciar y calificar el signo general de la reforma, así como el de cada una de sus partes. Se refiere a esas iniciativas pendientes de análisis y constituye, en esencia, la "iniciativa de concentración" sobre la que transitaron los debates y las decisiones tanto de la Cámara de Diputados como del Senado de la República.
Los dictaminadores, que consideraron algunos precedentes (así, el proyecto del Ejecutivo, de 2007, y las preocupaciones que lo gestaron), tuvieron en cuenta, explícitamente, las iniciativas suscritas por los siguientes diputados: 1. Jesús de León Tello (Partido Acción Nacional, PAN); 2. César Camacho Quiroz (Partido Revolucionario Institucional, PRI), Felipe Borrego Estrada (PAN), Raymundo Cárdenas Hernández (Partido de la Revolución Democrática, PRD) y Faustino Javier Estrada González (Partido Verde Ecologista); 3. (Varias iniciativas de) César Camacho Quiroz (PRI); 4. Javier González Garza (PRD), Raymundo Cárdenas Hernández (PRD), Ricardo Cantú Garza (Partido del Trabajo, PT), Jaime Cervantes Rivera (PT), Alejandro Chanona Burguete (Partido Convergencia) y Layda Sansores San Román (Convergencia); y (varias iniciativas de) Javier González Garza, Andrés Lozano Lozano, Claudia Lilia Cruz Santiago, Armando Barreiro Pérez, Francisco Sánchez Ramos, Vitorio Montalvo Rojas, Francisco Javier Sanos Arreola y Miguel Á ngel Arellano Pulido (todos, PRD).
Las reformas propuestas se fincaron, como es natural, en un diagnóstico de la realidad prevaleciente en el doble ámbito abarcado por las iniciativas y el dictamen: seguridad pública y justicia penal. Los datos sombríos de ese diagnóstico pusieron de relieve, en expresiones de los propios autores de las iniciativas (inclusive el presidente de la República, por lo que toca a su iniciativa de 2007), los principales problemas existentes: impunidad, corrupción, incompetencia y envejecimiento del marco normativo procesal. Consecuentemente, cabía suponer que las reformas atenderían a la corrección de esos males. No queda claro cómo se logrará el remedio de los tres problemas mencionados en primer término. Por lo demás, no es infrecuente que los autores de proyectos legislativos supongan que la legislación vigente y reformable es el gran obstáculo opuesto a la justicia y al progreso, sin que necesariamente expongan —y acrediten— las razones en las que se instala esa suposición y los motivos por los que las normas vigentes, aplicadas con eficacia y energía, no permiten enfrentar los problemas cuya solución se pretende.
Agregaré en esta concisa revisión del procedimiento que el texto aprobado por la Cámara de Diputados fue turnado a la de Senadores, que lo revisó. En el Senado se elaboró un dictamen que reproduce en amplia medida el sucrito en la Cámara de Diputados, con escasas novedades. Los senadores retiraron alguna norma del artículo 16 (la desafortunada alusión al acceso del Ministerio Público —sin autorización judicial— a información reservada) y devolvieron el proyecto a la Cámara de origen. Esta reconsideró otro desacierto de la propuesta previamente aprobada, a saber, el posible allanamiento de domicilios por la policía —cualquier policía— en casos de supuesto ataque a la integridad o la vida en el interior de aquéllos (hipótesis que podría quedar legitimada por excluyentes de responsabilidad, sin necesidad de conceder a la policía tan extenso "salvoconducto" en el texto mismo de la ley suprema). Regresó la minuta al Senado, que aprobó la reconsideración introducida por los colegisladores y despejó el camino hacia las legislaturas de los Estados.
Si nos atenemos a los términos del dictamen del 10 de diciembre de 2007, quedaremos al tanto de ciertas intenciones del legislador constituyente, que debieron gobernar el conjunto y cada una de las piezas del proyecto finalmente aprobado. Ese dictamen sostiene que "uno de los supuestos fundamentales de esta reforma constitucional es que la protección a los derechos humanos y las herramientas para una efectiva persecución penal son perfectamente compatibles". Así es, en efecto. Empero, el texto adoptado tiene varios deslices —lo expresé supra— en lo que corresponde a derechos humanos y sus consecuentes garantías.
El mismo dictamen señala que:
Viene bien recordar que cada sociedad tiene sus propias características y peculiaridades que deben observarse al momento de legislar o de cambiar sistemas legales existentes, a fin de armonizarlos y evitar traspolaciones inconvenientes; hemos estado atentos a los procesos de reforma procesal en otros países, especialmente los latinoamericanos y compartimos sus inquietudes y objetivos, pero desde luego que México debe transitar por su propia reforma, acorde a su idiosincrasia, costumbres y posibilidades, lo que implica reconocer también nuestras diferencias.
No han faltado analistas de la reforma que adviertan acerca de lo que consideran importación extralógica —mucho más del norte que del sur— y solución inconsecuente, en algunos extremos, con las necesidades del medio en el que se aplicarán las novedades constitucionales.
La reforma se extiende sobre diez artículos de la Constitución y contiene once preceptos transitorios. En algunos casos hay cambios específicos, acotados, aunque no menores; en otros, prácticamente se ha reelaborado el precepto. En el conjunto, las modificaciones son numerosas y relevantes. Abarcan puntos sobresalientes de la seguridad y la justicia. De ahí que sea posible hablar de una "reforma histórica", aunque también sea factible decir —como en efecto se ha dicho— que la historia es un camino de doble sentido: se recorre hacia atrás o hacia adelante. Lo ha hecho la reforma. No sería posible, en el espacio de una reseña legislativa, dar cuenta sobre todos los temas que comprende una reforma constitucional de este calado, y ensayar el juicio respectivo. Por ello me limitaré a invocar algunas cuestiones que revisten especial trascendencia. Seguiré el orden de aparición en la escena constitucional de los artículos reformados.
III. ARTÍCULO 16
El artículo 16 constitucional (del que fueron excluidos tanto la posibilidad, en manos del Ministerio Público, de recabar información reservada sin autorización judicial, como el allanamiento policial de domicilios privados) contempla los elementos necesarios para librar orden de aprehensión, que tradicionalmente han sido los mismos requeridos para el ejercicio de la acción penal (luego proyectados al auto de procesamiento o formal prisión). En este campo, la Constitución aludió a prueba sobre el cuerpo del delito o los elementos del tipo penal, así como en torno a la probable responsabilidad penal del indiciado. Esta exigencia implica, por supuesto, una garantía de los ciudadanos en general, no de los delincuentes.
El nuevo texto del artículo 16 maneja el punto en otros términos. Se requiere que la denuncia o querella versen sobre "un hecho que la ley señale como delito" y "obren datos que establezcan que se ha cometido ese hecho (¿cuerpo del delito? ¿elementos del tipo penal? ¿más que eso? ¿menos que eso?) y que exista probabilidad de que el indiciado lo cometió o participó en su comisión". Además de esta ambigüedad, es particularmente preocupante la "flexibilización" en el ejercicio de la acción y en la providencia de aprehensión. Se ha reducido el llamado "estándar" probatorio, aduciendo que el verdadero juicio se sigue ante el tribunal —lo cual es cierto, desde luego—, no ante el Ministerio Público, y que la convicción conducente a la absolución o a la condena se debe producir en el juez con base en las pruebas desahogadas en el proceso —también es cierto—, por lo que ya no será necesario cargar al Ministerio Público con fatigas probatorias excesivas. Aquí hay un error que despoja de garantías y genera inseguridad. El hecho de que el verdadero juicio se siga ante el tribunal no elimina, por sí mismo, la necesidad de que la consignación (ejercicio de acción) tenga sólido fundamento probatorio.
El mismo artículo 16 contiene una caracterización (¿tipo penal? ¿núcleo del futuro tipo legal?) acerca de la delincuencia organizada; caracterización sumamente vaga, general, fuera de lugar en un texto constitucional, que ha motivado reproches. Con apoyo en esa descripción pudiera abrirse la puerta de muy amplias e indiscriminadas persecuciones penales. No ha sido la intención, manifiesta el legislador. Pero el riesgo se halla a la vista.
Uno de los desaciertos mayores de la reforma, en mi concepto, es la bifurcación constitucional —nada menos— del sistema penal mexicano. De tener un solo régimen, al amparo de la ley suprema, hemos pasado a tener dos: el sistema ordinario, con mayores garantías y derechos, y el especial sobre delincuencia organizada, con reducción o relativización de aquéllos. Este no es el rumbo del orden penal propio de una sociedad democrática, aunque algunas sociedades instaladas bajo esa calificación lo hayan practicado. La dualidad penal se muestra en varios preceptos, como veremos en el curso de esta reseña. El artículo 16 "constitucionaliza" el arraigo al que me referí. Ya no será posible impugnar esta figura —que relativiza el mandato del artículo 19 sobre apertura judicial del proceso— aduciendo que es inconstitucional. Adquirió carta de naturalización en la ley suprema.
Al lado de esos pasos en falso, el artículo 16 incorpora en el enjuiciamiento penal mexicano un progreso muy importante. Crea la figura del "juez de control", llamada a ejercer la supervisión de constitucionalidad sobre actuaciones del Ministerio Público, tanto a través de medidas cautelares como por medio de resoluciones que revisen las adoptadas por el MP o las omisiones de éste en el curso de la averiguación y el ejercicio de la acción penal. La nueva institución —cuyo desarrollo secundario deberá aclarar algunas zonas de oscuridad que acoge la ley suprema— está llamada a mejorar las garantías del indiciado, brindar protección a las víctimas u ofendidos y "asear" una etapa crucial del enjuiciamiento. Valdría la pena excluir de sus atribuciones cualesquiera decisiones de fondo (así, las relativas a juicios abreviados), que no corresponden a la naturaleza de esta importante jurisdicción garantista.
IV. ARTÍCULO 17
El artículo 17 proscribe la justicia por propia mano y asegura la composición de los litigios en la vía jurisdiccional. La reforma de 2007-2008 tiene una saludable incursión en las alternativas de composición, tanto en general como en materia penal. Señala que "las leyes preverán mecanismos alternativos de solución de controversias. En la materia penal regularán su aplicación, asegurarán la reparación del daño y establecerán los casos en que se requerirá supervisión judicial". Evidentemente, la composición extrajudicial había ganado terreno a través de los supuestos de querella y perdón, multiplicados en las últimas décadas. La disposición del artículo 17, bajo la reforma, debe ser enlazada con la adopción del principio de oportunidad en el artículo 21, que infra comentaré.
Es claro —como lo ha sido en otros países, que propician ampliamente soluciones autocompositivas— que el éxito del nuevo enjuiciamiento abarcado bajo el rótulo de la "oralidad" (en rigor, el enjuiciamiento penal ordinario) será producto de la eficacia y fluidez de los mecanismos alternativos. Así lo sugiere la experiencia, que ahora no califico, de las entidades federativas en la que ha avanzado, antes de la reforma constitucional federal, la adopción del sistema procesal acusatorio identificado como "oralidad". Adelante volveré sobre este asunto, a propósito del principio de oportunidad. Por ahora conviene destacar la necesidad de cautela en las composiciones "desequilibradas": sea por la fuerza y presión de la autoridad, que procura y aconseja esas composiciones, sea por las diferentes situaciones en que se encuentran —o pudieran encontrarse— los particulares que intervendrán en la composición y que para ello deberán convenir y transigir.
Otro buen paso del artículo 17, bajo la reforma de 2007-2008, es el concerniente a la garantía de defensa, no sólo de los inculpados, sino de las personas en general. Se pone en las manos —manos obligadas, no apenas facultadas— de la Federación, los Estados y el Distrito Federal garantizar "la existencia de un servicio de defensoría pública de calidad para la población" y asegurar "las condiciones para un servicio profesional de carrera para los defensores", cuyas percepciones "no podrán ser inferiores a las que correspondan a los agentes del Ministerio Público". Esto significa ampliar las posibilidades de acceso universal a la justicia a través de la defensa pública (o de oficio), tema que estuvo ausente de la ley fundamental. Notable adelanto, cuando la norma se convierta en práctica, también universal y cotidiana. He aquí un derecho constitucional de orientación social. Crece la posibilidad de que los ciudadanos, a quienes ya ampara el derecho universal a la protección de la salud —además del derecho, contraído a un sector de la población, de disfrutar de seguridad social—, puedan servirse también de un derecho igualmente universal a la asistencia jurídica.
V. ARTÍCULO 18
Al artículo 18 llegaron, en años anteriores, muchos avances en el régimen penitenciario: avances nominales, es cierto, que quisieron revertir las deficiencias severas del sistema penal mexicano. En ese precepto se instaló el paradigma o fin del "sistema penal" en su conjunto, que ha suprimido la reforma de 2007-2008, reemplazándolo por un objetivo del "sistema penitenciario". Ese paradigma, provisto por la reforma de 1964-1965, fue la readaptación social del sentenciado, que sustituyó la invocación original sobre "regeneración". Ahora sale de la escena la readaptación social (prevaleciente en diversos textos normativos internacionales) y ocupa el escenario otro concepto, más modesto y también utilizado por diversos ordenamientos: reinserción social, al que se añade el propósito de "procurar que (el infractor) no vuelva a delinquir".
Digamos que en el fondo se trata, bajo otras palabras, de alentar la readaptación social, sin confesar este nombre: reinserción y procuración de no reincidencia son el otro rostro de la readaptación social, concebida como colocación del sujeto en condiciones que le permitan optar por la conducta lícita, siempre en ejercicio de su libertad de elegir. Si se carece de ésta nos hallaremos bajo el ala del autoritarismo, que confunde readaptación (o reinserción) con "conversión" o "transformación", negaciones de la libertad. Nada tiene que ver con la genuina readaptación, la injerencia autoritaria en la personalidad del infractor.
Estimo desacertado el sistema penitenciario adoptado a propósito de la delincuencia organizada. La misma consideración se puede hacer en torno a la aplicación o ejecución de la prisión preventiva. La ley suprema no es el espacio normativo adecuado para fijar clasificaciones carcelarias, sea de sujetos a privación cautelar de la libertad, sea de sentenciados. La reforma de 2007-2008 ha puesto en el nicho constitucional una excepción más al régimen de derechos y garantías, que en este caso abarca tanto a los vinculados con la delincuencia organizada como a otros sujetos. El artículo 18 instituye "centros especiales" de reclusión y "medidas especiales de seguridad".
Claro está que el régimen de reclusión puede contemplar un amplio arsenal de medidas destinadas al orden, la seguridad y el tra- tamiento en las prisiones, pero también parece claro —o debiera serlo—que no es conveniente crear, en el peldaño mismo de la Constitución, una nueva salvedad al régimen penal ordinario destinada a "categorías enteras" de reclusos. Nada se dice sobre la naturaleza y el alcance de esas "medidas especiales" constitucionalizadas, acaso para eludir o estorbar el control de constitucionalidad que sería posible ejercer sobre normas secundarias o actos administrativos. Estos han quedado sujetos a ponderación bajo la óptica de los principios y valores constitucionales. La reforma esquiva esa ponderación.
Es plausible, a mi juicio, que el artículo 18 haya extendido el espacio de los convenios para la ejecución interna de sentencias (es decir, ejecución en el territorio nacional; también hay ejecución extraterritorio). Hasta ahora esos convenios ocupaban a la Federación, de una parte, y a los Estados, de la otra. En adelante será posible que los Estados pacten entre sí, lo que propiciará mejores condiciones de readaptación o reinserción (aunque la ley, desde luego, no basta: se requieren instituciones y profesionales competentes).
En esta nueva norma, echamos de menos una disposición acogida por el propio artículo 18 cuando regula la repatriación de sentenciados: la voluntad concurrente de éstos. Nos hallamos en el ámbito de las garantías individuales o de los derechos humanos. La superación de la territorialidad ejecutiva (que es rasgo de la soberanía, en la vertiente de ejecución de penas) no debiera arrollar al ejecutado (dicha territorialidad entraña, igualmente, un derecho o una garantía para éste). De ahí la pertinencia de recabar su voluntad, y no sólo la decisión consensual de dos instancias del poder público: la que dicta sentencia y debiera ejecutar, y la que acepta ejecutar la sentencia dictada por aquella.
VI. ARTÍCULO 19
El nuevo texto del artículo 19 cambia la designación del auto tradicionalmente (pero sin acierto) llamado de "formal prisión". Este ha sido, en rigor, una resolución de procesamiento o de sujeción a proceso. Merced a la reforma, se denominará auto de "vinculación a proceso". El cambio, eufemístico, no refleja la naturaleza del auto y de la situación que genera con la misma fidelidad que el término "procesamiento" o "sujeción a proceso".
La explicación que el dictamen del 10 de diciembre provee para sustentar ese cambio resulta a todas luces errónea. Indica que:
La idea de sujeción a proceso denota justamente una coacción que por lo general lleva aparejada alguna afectación a derechos, en cambio, vinculación únicamente se refiere a la información formal que el ministerio público realiza al indiciado para los efectos de que conozca puntualmente los motivos por los que se sigue una investigación y para que el juez intervenga para controlar las actuaciones que pudieran derivar en la afectación de un derecho fundamental.
Pero el auto de vinculación no es una mera notificación que hace el Ministerio Público al indiciado. Es mucho más que eso. Crea, por imperio de autoridad, una situación jurídica que afecta derechos del individuo. Es, lisa y llanamente, procesamiento o sujeción del inculpado al proceso.
En la cuenta favorable de la reforma es preciso registrar la tendencia a reducir la aplicabilidad de la prisión preventiva, que será solicitada por el Ministerio Público —pero no operará ope legis, con las salvedades que abajo mencionaré —cuando otras medidas cautelares no basten para garantizar los objetivos que menciona el segundo párrafo del artículo 19. Es un paso importante en la mejor dirección. Al hacerlo, el Constituyente debió dejar abierta la posibilidad de hacer uso de la libertad provisional, que ha salido del escenario constitucional y difícilmente podría instalarse en la ley secundaria. Por otra parte, el artículo 19 ordena la reclusión —y niega de plano el juicio en libertad— de determinadas categorías de sujetos. En tales casos, el juez debe disponer, de oficio, la privación precautoria de la libertad. Esta disposición empaña el acierto de la reforma en la reducción de la prisión preventiva, y contraviene normas de derecho internacional de los derechos humanos, a las que ha querido atenerse —pero no siempre lo ha hecho— el Constituyente Permanente.
Entre legisladores desfavorables a la reforma y críticos de esta, ha llamado la atención, negativamente, un fragmento del penúltimo párrafo del artículo 19: "Si con posterioridad a la emisión del auto de vinculación a proceso [rectius, procesamiento o sujeción a proceso] por delincuencia organizada el inculpado… es puesto a disposición de otro juez que lo reclame en el extranjero, se suspenderá el proceso junto con los plazos para la prescripción de la acción penal". ¿Se ha querido decir que la reclamación externa pesará sobre la jurisdicción nacional a tal punto que ésta cese durante el tiempo que requiera la autoridad foránea para enjuiciar al sujeto e incluso para ejecutar la condena? Si es así, la disposición resulta desafortunada.
VII. ARTÍCULO 20
El artículo 20, crucial para el enjuiciamiento penal, ha sido ampliamente reelaborado. Es un precepto de principios, reglas, actuaciones y garantías. Lo encabeza una declaración que pretende establecer el nuevo rumbo del enjuiciamiento: el proceso penal será acusatorio y oral. Aquello corresponde a la organización general del proceso, el método elegido —en contraste con el régimen inquisitivo e incluso con el mixto tradicional, contraste que el legislador constitucional pondera—. Lo segundo, la oralidad, constituye un principio o bien una regla que quiere dominar el conjunto de los actos del procedimiento —empresa imposible, por supuesto— y enlaza con otros rasgos de éste, también afirmados por el primer párrafo del artículo 20: publicidad, contradicción, concentración, continuidad e inmediación. Es evidente el yerro: concentración y continuidad son principios contrapuestos. La inmediación será un dato central del enjuiciamiento, del que hemos carecido. La publicidad figuraba en el artículo 20. Hoy se acentúa.
Procede señalar aquí que el contenido del sistema acusatorio, en concepto del Constituyente Permanente, se debe buscar en los preceptos transitorios del decreto que reforma la Constitución. Efectivamente, los artículos segundo, tercero y cuarto transitorios disponen que las normas constitucionales sobre sistema procesal penal acusatorio tendrán vigencia dentro de ocho años (plazo, no término) contados a partir de la publicación del decreto. Esas normas son las correspondientes a los artículos 16, párrafos segundo y décimotercero; 17, párrafos tercero, cuarto y sexto; 19, 20 y 21, párrafo séptimo.
En seguida, el artículo 20 habla, en orden cuestionable, de principios generales (apartado A), derechos de "toda persona imputada" (apartado B) y derechos "de la víctima o del ofendido" (apartado C). En el inicio del apartado A) se halla el objeto del proceso, más o menos servido por la regulación constitucional: "esclarecimiento de los hechos (que decae cuando aparece la composición bajo signo de market system, como señalan algunos críticos del sistema compositivo en general), proteger al inocente (propósito al que no sirve la flexibilización en el ejercicio de la acción), procurar que el culpable no quede impune (más bien habría que referirse al responsable o al delincuente) y que los daños causados por el delito se reparen" (antiguo y plausible designio, frecuentemente contradicho en la realidad.
En este conjunto de principios generales (algún otro, del mismo carácter, se colocó en diverso apartado) cuentan la inmediación; la contradicción; la imparcialidad; la eficacia de la prueba rendida ante el único receptor calificado: el tribunal (sin embargo, esta indispensable reserva jurisdiccional se modifica en los términos del segundo párrafo de la fracción V del apartado B), otra proyección de nuestro "doble sistema penal": en delincuencia organizada, las actuaciones realizadas en la fase de investigación —esto es, ante el Ministerio Público y la policía— podrán tener valor probatorio, cuando no puedan ser reproducidas o exista riesgo para testigos o víctimas); la carga probatoria (que "corresponde a la parte acusadora, conforme lo establezca el tipo penal", aunque los tipos penales no suelen asignar cargas procesales); la convicción judicial sobre la culpabilidad del sujeto (rectius, sobre su responsabilidad); la nulidad de "cualquier prueba obtenida con violación de derechos fundamentales" (disposición pertinente, que se puede replantear como inadmisibilidad; no queda en claro si se ha acogido la doctrina de los "frutos del árbol envene- nado").
Al amparo de los principios generales del proceso, el Constituyente Permanente reguló una figura que no es principio general, a saber: la terminación anticipada de aquél cuando no exista oposición del inculpado para proceder de esta manera. El reconocimiento voluntario de la participación delictuosa, corroborado con otras pruebas, permite la citación a audiencia de sentencia. Ciertamente es pertinente la sumariedad procesal, bajo determinadas condiciones. La confesión judicial, sumada a otras pruebas persuasivas, pudiera ser un dato a considerar para la sumariedad. En cambio, las dudas aparecen cuando se atrae la voluntad del inculpado con ofertas de benevolencia que no siempre contribuyen al esclarecimiento de la verdad, y a menudo la ocultan o alteran.
Dice la parte final de la fracción VII del apartado A) que "la ley establecerá los beneficios que se podrán otorgar al inculpado cuando acepte su responsabilidad". Evidentemente, se trata de moderaciones o concesiones sustantivas, no apenas procesales. Justicia pactada, en fin de cuentas, con "estímulos" atractivos (régimen bien conocido en derecho comparado, que tiene numerosos partidarios). En la misma dirección marcha el segundo párrafo de la fracción III del apartado B), que recoge la línea cuestionable: "La ley establecerá beneficios a favor del inculpado, procesado o sentenciado que preste ayuda eficaz para la investigación y persecución de delitos en materia de delincuencia organizada".
El apartado B) del artículo 20, relativo a los derechos de "toda" persona imputada, reproduce algunos derechos establecidos en el anterior apartado A) de ese precepto, y añade otros extremos. Entre éstos cuenta la recepción explícita de la presunción de inocencia del imputado, "mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa". En mi concepto, se deberá entender que la llamada presunción de inocencia (en rigor, principio para la elaboración de las normas penales, la aplicación de medidas precautorias, el trato a los inculpados, etcétera) sólo decae cuando existe sentencia firme de condena, no apenas sentencia definitiva e impugnable con remedios ordinarios. Por lo demás, este punto suscita de nueva cuenta (pero ha sido saludable incluir en la ley suprema el principio de inocencia, como lo está en tratados internacionales vinculantes para nuestro país) las severas paradojas entre la presunción y la realidad (legal y fáctica) del enjuiciamiento, sobre todo frente a las medidas precautorias y a la publicidad del proceso.
Es un verdadero acierto de la reforma el replanteamiento de la garantía de defensa. Esta —que debiera ser "adecuada", como lo estableció la reforma de 1993— quedará a cargo de abogado. Se ha eliminado, pues, la figura del defensor encarnado en la "persona de confianza", que no contribuyó a la debida asistencia profesional del imputado. La nueva exigencia pertinente del artículo 20 tiene relación con la exigencia formulada por el también nuevo texto del artículo 17, al que supra me referí. Tómese en cuenta que en la gran mayoría de las causas penales, la tutela profesional de los inculpados se encomienda a defensores públicos (o de oficio, como se les ha denominado tradicionalmente). De ahí la notable participación de éstos en la eficacia y el éxito de la impartición de justicia penal. El acierto de la regulación incorporada en 2008 pudo ser mayor: se debió garantizar (constitucionalmente) la defensa desde antes de la detención, no sólo a partir de ésta: es decir, en todo el curso de la averiguación previa.
Es importante destacar la norma contenida en la fracción IX del apartado B) del artículo 20. La duración de la prisión preventiva no podrá exceder de dos años, en ningún caso, salvo que la prolongación de aquélla se deba al ejercicio del derecho de defensa del imputado (apuntemos: y nada más que a eso; no a la conducción del juzgador o al comportamiento de la contraparte procesal, y no siquiera a la complejidad del tema sub judice o del proceso). "Si cumplido este término no se ha pronunciado sentencia, el imputado será puesto en libertad de inmediato mientras se sigue el proceso, sin que ello obste para imponer otras medidas cautelares". Habida cuenta de que la prisión preventiva es, en sí misma, una indeseable restricción de derechos, y considerando la general exigencia de plazo razonable para el desarrollo del procedimiento —y más aún para la duración del encarcelamiento cautelar—, es digna de elogio la provisión del Constituyente Permanente. Habrá que acomodar a esta nueva situación la diligencia de los sujetos procesales y las reglas mismas del procedimiento, así como proveer alternativas cautelares verdaderamente eficaces. De lo contrario se corre el riesgo, no menor, de que fracase la plausible reforma.
Como señalé, el apartado C) del artículo 20 se refiere a los derechos de la víctima o del ofendido, que escalaron el peldaño constitucional desde la reforma de 1993. Mucho habrá que trabajar y disponer para que las buenas intenciones se conviertan en acciones efectivas. Subrayemos ahora algunas novedades de la reforma examinada. Se amplía la legitimación procesal del ofendido (y la víctima) en el proceso (fracción II), se le faculta para "solicitar las medidas cautelares y providencias necesarias para la protección y restitución de sus derechos" (fracción VI) y se le autoriza a impugnar diversas resoluciones y omisiones del Ministerio Público (fracción VII). Todo ello —así como el posible ejercicio privado de la acción penal, al que adelante me referiré —concurre a establecer el nuevo panorama del personaje "olvidado".
Igualmente, se ordena al Ministerio Público garantizar la protección del ofendido (así como la de otros sujetos), bajo vigilancia del juzgador (fracción V), lo que no debiera desembocar en un penoso sistema que bajo la capa de "testigos protegidos" sustraiga o tergiverse pruebas con quebranto de la defensa y del principio de contradicción.
VIII. ARTÍCULO 21
En el artículo 21 hay novedades relevantes. Una de ellas, que menciono en primer término para enlazarla con las aportaciones del apartado C) del artículo 20, a las que inmediatamente antes me referí, es la posible —¿ya probable?— entrega al ofendido del ejercicio de la acción penal, en casos que determine la ley. Desde hace varios años ha retrocedido el antiguo monopolio del Ministerio Público en este ámbito, que comprendió exclusividad en la investigación, en la decisión sobre el ejercicio de la acción y en la práctica de la acu- sación.
La acción que ejercerán los individuos retrae, todavía más, las facultades exclusivas y excluyentes del MP. No existe régimen constitucional acerca de las hipótesis de acción externa (¿particular?, ¿privada?, ¿popular?). Algunos analistas de la reforma temen que la acción de particulares tenga mala desembocadura dentro de nuestras actuales circunstancias. Favorecería —se dice— la frivolidad acusatoria y convertiría la reclamación penal en medio muy frecuentado para gestionar reclamaciones que corresponden, por su naturaleza, a la vía civil. En este campo (como en todos), el legislador secundario deberá actuar con gran lucidez.
Otra novedad relevante en el artículo 21, pero de diverso signo, es la reorganización de la investigación, a cargo del Ministerio Público y de "las policías", que "actuarán bajo la conducción y mando de aquél en el ejercicio de esta función". Estimo desacertada la ruptura de la relación jerárquica entre el MP y la policía. En los hechos, la "conducción y mando" no servirán suficientemente al propósito —verdaderamente destacado— de sujetar a la policía a la autoridad del MP en este delicado ámbito. El MP, "magistratura de la legalidad", debiera responder ampliamente —con plena autoridad— por el desempeño investigador de la policía. El precio del desacierto quedará en la cuenta del ciudadano.
No es razonable ni alentador el "mosaico" de posibilidades orgánicas que habrá en cuanto a la adscripción de la policía investigadora (antes judicial, ministerial o de investigaciones): sea en las procuradurías de justicia (esto es, en la misma institución donde se halla el MP), sea en secretarías de seguridad, sea en otras instancias de autoridad local. También es desafortunada la dispersión de tareas de investigación en manos de varias policías. No corresponde al esfuerzo (y a la notoria e ingente necesidad) de profesionalización que aparece en otros puntos de la reforma constitucional.
En una breve fórmula, el artículo 21 incorpora una facultad de enorme trascendencia en el haber del Ministerio Público. Conforme al séptimo párrafo del precepto, el MP "podrá considerar criterios de oportunidad para el ejercicio de la acción penal, en los supuestos y condiciones que fije la ley". Se abre, pues, un ancho campo a ese principio de la persecución (que pone la oportunidad en manos de la autoridad investigadora y actora, ya no en las del legislador, que es natural, e incluso en las del ofendido, a través de la querella y el perdón, como ha sido tradicional), contrapuesto al riguroso principio de legalidad, que campeó en la Constitución mexicana.
El espacio para la oportunidad —muy socorrida en otros países— no implica, por cierto, un error del Constituyente. Es preciso dar entrada a criterios de oportunidad que favorezcan la procuración e impartición de la justicia. Las condiciones para que esto ocurra son evidentes: ante todo, racionalidad y probidad. La incorporación de la oportunidad persecutoria (que devuelve al MP una gran influencia en el rumbo y la marcha general del sistema penal) no nos absuelve de avanzar en la depuración del orden penal sustantivo, eliminando figuras innecesarias que acreditan la tendencia hacia un "derecho penal máximo". Hubiera sido deseable que el Constituyente —en el texto normativo, no sólo en el dictamen previo— estableciera los alcances y límites razonables de la oportunidad reglada.
En el tercer párrafo del artículo 21 surge una innovación conveniente. Hasta hoy la ejecución de penas ha quedado a cargo de la autoridad administrativa (salvo en alguna entidad federativa, con mayores signos de progreso en esta materia). En otros medios ha prosperado desde hace tiempo la institución del juez de ejecución, órgano de naturaleza jurisdiccional que conoce de los conflictos entre la administración (penitenciaria o ejecutora, en general) y el individuo (ejecutado), y resuelve sobre derechos y deberes de este, que afectan el marco general de su situación jurídica, a través de providencias particulares. Merced a la reforma, la "modificación" y "duración" de las penas serán tema de un órgano judicial. Despunta, pues, el juez ejecutor. No debiera retraerse en modificación y duración de la pena, y mucho menos reducirse al espacio de las sanciones privativas de libertad. Debiera tener mayor proyección, abarcando el conjunto de la ejecución penal.
En virtud de que la seguridad pública (o mejor dicho, la rampante inseguridad) constituye un dato de preocupación mayor para el Estado y la sociedad, la reforma de 2007-2008 puso énfasis en esta materia. La reforma surgió bajo el doble rótulo de seguridad y justicia penal. A aquélla se destina el amplio párrafo noveno del artículo 21, en el afá n de organizar el Sistema Nacional de Seguridad Pública, amparado en la norma suprema y en la ley correspondiente. Ya estaba organizado (desde la reforma de 1994) ese Sistema y ya existía —y existe— el ordenamiento respectivo. Probablemente ni uno ni otra han alcanzado los resultados apetecidos, puesto que la reforma de 2007-2008 interviene de nuevo en esta materia, detalla sus extremos y reclama la legislación respectiva casi como si no hubiese norma constitucional ni desarrollo secundario.
Bien, en todo caso, que ahora existan reglas básicas para reorganizar la seguridad pública y las instituciones correspondientes. En este conjunto subrayemos la pertinente disposición de que "las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional". También cabe mencionar las exigencias para el ingreso a las instituciones de seguridad pública (infra comentaré la aportación del artículo 123 a propósito del egreso de funcionarios en determinadas categorías) y la prevista participación de la comunidad coadyuvante "en los procesos de evaluación de las políticas de prevención del delito así como de las instituciones de seguridad pública".
IX. ARTÍCULO 22
En el artículo 22 (del que recientemente egresó, por ventura, la pena capital, también excluida de la hipótesis de privación de bienes o derechos contenida en el artículo 14), hizo acto de presencia un régimen sui géneris sobre privación de bienes, que bajo la reforma de 1999 se refirió a aquellos que "causaran abandono" y a los asegurados con motivo con una investigación o proceso por delincuencia organizada. Ahora se ha incorporado la figura de la "extinción de dominio" a través de un procedimiento "jurisdiccional y autónomo del de materia penal" (no obstante que sus fundamentos sean estrictamente penales: delincuencia organizada y otros delitos, y de que se trate de "instrumento, objeto o producto del delito"). Es evidente la necesidad de combatir la delincuencia afectando los recursos de los infractores: aquellos que sirven para delinquir o que son el fruto de las actividades criminales. Pero también es manifiesta la exigencia de que ese combate no desarticule el Estado de derecho ni contravenga el cauce regular de la afectación de bienes y derechos.
No hay duda en torno a la necesidad de afectar el "patrimonio de la delincuencia", como es necesario hacerlo por obvias razones. Ahora bien, tampoco debiera existir duda sobre la forma de cumplir esa obligación del Estado, que satisface el interés público, atendida por cauces de juridicidad estricta. Aunque se diga que la extinción de dominio no es una medida penal, la realidad (jurídica) es diferente. Constituye una medida penal que debiera sujetarse a las reglas que fundan las medidas de esta naturaleza. Entre ellas, la acreditación de la responsabilidad penal del sujeto al que se priva de bienes y la prueba a cargo del Estado, sin inversión de esta carga, que es impropia del orden jurídico democrático.
Hay otro paso erróneo en el artículo 22. Adviértase que el texto inicial del segundo párrafo, proveniente de la reforma de 2006-2007, ha modificado de manera importante la fórmula anterior del precepto. Conviene transcribir ambas. La original sostuvo que no se consideraba confiscación de bienes (y por ello quedaba legitimada la respectiva decisión de la autoridad competente) "la aplicación total o parcial de los bienes de una persona hecha por la autoridad judicial, para el pago de la responsabilidad civil resultante de la comisión de un delito, o para el pago de impuestos o multas". Por lo tanto, esa aplicación lícita debía instalarse en la decisión de una autoridad judicial, que abarcaba los diversos extremos de afectación y los distintos propósitos de esta.
En cambio, la reforma que ahora examinamos ha tratado la materia en forma diferente, a saber: no se considerará confiscación "la aplicación de bienes de una persona cuando sea decretada para el pago de multas o impuestos, ni cuando la decrete una autoridad judicial para el pago de responsabilidad civil derivada de la comisión de un delito". En consecuencia, la atribución a la autoridad judicial de la facultad de aplicar bienes se contrae a la hipótesis de responsabilidad civil por la comisión de un delito (que es una consecuencia civil de la responsabilidad penal, aunque frecuentemente se sostiene que la reparación del daño constituye —sin atender a su naturaleza— una "pena pública"), pero ya no abarca el supuesto de pago de multas o impuestos. Ojalá que el segundo párrafo del artículo 14 constitucional —en conexión con el nuevo texto del 22, también reductor de derechos y garantías— baste para reconducir la facultad hacia las atribuciones judiciales.
X. ARTÍCULOS 73 Y 115
Las reformas a los artículos 73, fracciones XXI y XXIII, y 115, fracción VII, constitucionales son reflejo o consecuencia del sentido general de las reformas sustantivas a propósito de delincuencia organizada y seguridad pública. En el primer caso, se deposita en el Congreso de la Unión la facultad de "legislar en materia de delincuencia organizada" (fracción XXI del artículo 73), atribución que tuvieron tanto la Federación, en su espacio, como las entidades federativas, en el suyo. Fueron pocas las entidades que acogieron en sus ordenamientos penales el régimen de la delincuencia organizada. Igualmente, se faculta al Congreso federal (fracción XXIII, idem) para expedir las leyes que atiendan a las nuevas previsiones del artículo 21 en lo concerniente a seguridad pública. La fracción VII del artículo 115 deposita en el plano de la ley (ahora, la Ley de Seguridad Pública del Estado; lo estaba en el plano del reglamento) la norma sobre el mando de la policía preventiva conferido al presidente municipal de la circunscripción correspondiente.
XI. ARTÍCULO 123
El artículo 123 (cuestionablemente reformado en 1999) fue modificado de nuevo para ampliar los supuestos de retroactividad desfavorable (que marcan excepciones a la regla del primer párrafo del artículo 14 constitucional) y excluir a agentes del Ministerio Público y peritos, además de los miembros de instituciones policiales, que ya lo estaban, de la posibilidad de reinstalación en sus cargos, una vez removidos de estos en forma injustificada (fracción XIII del apartado B).
Esa disposición mella, también aquí, el Estado de derecho, y contraviene las reglas de tutela judicial, responsabilidad y sanción. Para acreditarlo baste con recordar que esos funcionarios pueden ser removidos cuando no satisfagan las condiciones para la permanencia en sus cargos establecidas en las leyes vigentes al tiempo de la remoción, no en el momento de designación (opera, pues, una retroactividad desfavorable con beneplácito constitucional), y que también lo pueden ser "por incurrir en responsabilidad en el desempeño de sus funciones", sanción desde luego razonable; pero la norma añade que si la autoridad jurisdiccional resolviere que la:
Separación, remoción, baja, cese o cualquier otra forma de terminación del servicio fue injustificada (énfasis agregado), el Estado sólo estará obligado a pagar la indemnización y demás prestaciones a que tenga derecho, sin que en ningún caso proceda su reincorporación al servicio, cualquiera que sea el resultado del juicio o medio de defensa que se hubiere promovido.
Hay disposiciones positivas en los párrafos finales de la fracción XIII del apartado B) del artículo 123, reformada: sistemas complementarios de seguridad social del personal del Ministerio Público, las corporaciones policiales y los servicios periciales, así como sus familias y dependientes; y vivienda para los miembros en activo del Ejército, Fuerza Aérea y Armada.
XII. RÉGIMEN TRANSITORIO
Los artículos transitorios del decreto que contiene las reformas constitucionales que estamos comentando tratan de diversa manera la vigencia de las nuevas. El artículo primero sigue la costumbre, que no es encomiable, de señalar que el decreto entrará en vigor al día siguiente de su publicación en el órgano oficial de la Federación. El artículo segundo fija, como vimos, un plazo de ocho años para la vigencia de las disposiciones concernientes a lo que el Constituyente Permanente califica como sistema procesal penal acusatorio, plazo que resulta razonable si se toman en cuenta los numerosos y complejos preparativos de todo orden que será preciso realizar, con cuantiosos recursos —a los que también se refieren las normas transitorias—, para generar el cimiento práctico del régimen adoptado.
El artículo tercero transitorio inicia inmediatamente la vigencia de las reformas constitucionales "en las entidades federativas que ya lo hubieren incorporado (el régimen acusatorio) en sus ordenamientos legales vigentes", sin distinguir entre el supuesto de normas consecuentes con el sistema adoptado por la Constitución y la hipótesis de mandamientos locales divergentes de éste, unos y otro bajo el mismo rubro: sistema acusatorio. El artículo quinto fija un plazo de tres años para la vigencia de las prevenciones constitucionales acerca del "nuevo sistema de reinserción" previsto en el párrafo segundo del artículo 18, y del régimen jurisdiccional de ejecución abarcado por el artículo 21.
Otras normas transitorias dejan en pie los procesos y las resoluciones adoptados bajo disposiciones diferentes, antes de la vigencia del nuevo texto constitucional, ordenan la emisión de leyes, y la oportuna previsión y provisión de recursos, y disponen la existencia de una "instancia de coordinación" para aplicar las reformas. El Constituyente no olvidó señalar —artículo cuarto transitorio— que "en tanto entra en vigor el sistema procesal acusatorio, los agentes del Ministerio Público que determine la ley podrán solicitar al juez el arraigo domiciliario del indiciado tratándose de delitos graves y hasta por un máximo de cuarenta días", cuando ello sea necesario —añade otro párrafo del mismo precepto— "para el éxito de la investigación, la protección de personas o bienes jurídicos, o cuando exista riesgo fundado de que el inculpado se sustraiga a la acción de la justicia". Es claro que todos los casos pueden quedar bajo estos supuestos tan amplios.
* Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y juez en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
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