29 mar 2009

Una casa de lava


Una casa de lava/Gustavo Martín Garzo, escritor
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 19/03/09;
Los abrazos rotos cuenta la historia de Mateo, un director de cine que ha perdido la vista en un accidente y al que visitan los fantasmas de su pasado. Es una historia oscura y dolorosa, llena de amores intensos y cruzados, donde hay celos, venganzas y abusos terribles; una historia dominada por la fatalidad y la culpa.
Mateo (Lluís Homar) escucha un día una noticia acerca de un hijo secreto de Arthur Miller que nace con un síndrome de Down y que el dramaturgo rechaza y abandona en una institución. Pasa el tiempo y el niño, ya transformado en un hombre, acude a una conferencia de su padre y, al terminar, se acerca lleno de inocencia a felicitarle. Esta pequeña anécdota resume la nueva película de Almodóvar, que habla del amor como lugar del perdón.
Su atmósfera remite a los thrillers americanos de los años cincuenta, a esas películas llenas de desengaños, traiciones y oscuros secretos, donde sólo había infelicidad. En una de las escenas, uno de sus personajes extiende sobre la mesa un montón de fotografías rotas, que trata sin éxito de recomponer. Su mundo fragmentario y caótico es la imagen del pasado: un lugar sin tiempo que no cabe ordenar. La película de Almodóvar es como esa mesa llena de fotografías despedazadas, y sus escenas se suceden unas a otras sin que haya apenas una relación de causalidad entre ellas, como fragmentos aislados que hablaran del profundo sinsentido de la vida.
Almodóvar ha confesado que la idea de la película se le ocurrió al ver a una pareja abrazada entre las piedras volcánicas de una playa de Lanzarote. ¿Quiénes eran? ¿Por qué se abrazaban así? Escribió su guión tratando de responder a esas preguntas. En un momento de ese guión se cita una escena de Viaggio in Italia (Te querré siempre), la película de Roberto Rossellini. Sus protagonistas, el señor y la señora Joyce, que están viviendo una profunda crisis, visitan Pompeya y un guía les muestra los cuerpos unidos, solidificados por la lava, de una pareja sorprendida por la erupción del volcán. La señora Joyce (Ingrid Bergman) no puede reprimir las lágrimas al ver a los amantes abrazados, pues su conmovedora historia le hace añorar el tiempo de su amor.
La película de Almodóvar habla de esos abrazos rotos. “Hay un tiempo para cada cosa y un momento para hacerla bajo el cielo. Un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Un tiempo para sembrar y otro para recoger lo sembrado. Un tiempo para abrazarse y otro para separarse”, se lee en el Eclesiastés.
Almodóvar ha hablado de su pasión por el cine, y ciertamente su película está llena de numerosos guiños a directores y películas queridas: Te querré siempre, El fotógrafo del pánico, Ascensor para el cadalso, La loba, esas películas de padres desafectos que castran a sus hijos. Los abrazos rotos es un homenaje al cine, pero no un homenaje externo, de cinéfilo, sino de amante.
El cine forma parte de nosotros, nos dice Almodóvar, y las películas que amamos alimentan y prolongan nuestra vida. No es anecdótico, por tanto, que su protagonista sea un director de cine, ni que se empeñe en terminar una película que tal vez nadie podrá ver. La idea de la venganza del millonario ofendido tratando de destruir esa película es magnífica, pues la peor pesadilla de un director de cine bien podría ser que su película fuera el resultado del montaje de las tomas peores. Es una venganza terrible, que tiene que ver con ese tema tan querido de Almodóvar del arte como salvación.
Y el arte es el bien, porque es hacer o querer hacer las cosas bien: escribir bien, interpretar bien, lograr terminar una buena película. Tiene que ver con el otro, con querer su complicidad y su deleite. Tampoco la idea del director ciego es irrelevante, pues la ceguera es un símbolo de otro tipo de visión, una metáfora del hecho mismo de ver cine, pues los espectadores deben sumirse en la oscuridad de la sala para abrirse a esa otra vida que tiene lugar en la pantalla. El cine, para Almodóvar, es un conjuro contra la muerte, un acto de redención frente a la crueldad de la vida.
En aquella discusión entre Rohmer y Pasolini sobre cine de prosa y cine de poesía, Los abrazos rotos sería sin duda cine de poesía. Almodóvar siempre filma el momento de tensión, en el sentido de una cuerda que se tensa. Trabaja con los clichés hasta conseguir que se conviertan en la primera vez que ves algo: un beso, el desamparo de una mujer ante la agonía de su marido, la lectura de lo que dicen unos labios en la pantalla. Y Los abrazos rotos está llena de momentos en que nos acercamos a las cosas como si nunca antes hubiera existido nada igual.
Por ejemplo, sus tres escenas de sexo. En la primera, la pareja se limita a disfrutar de un encuentro inesperado y jovial, y apenas vemos otra cosa que el pie de la chica asomando por encima del sofá con los deditos estirados, como una de esas marionetas en las que Heinrich von Kleist vio la imagen del paraíso; en la segunda, Mateo y Lena (Penélope Cruz) se abrazan locos de amor en el camerino mientras la cámara flota alrededor de sus cuerpos como traída y llevada por las mismas fuerzas y el mismo desasosiego que les llevan a ellos a buscarse; y, enseguida, la tercera, en Ibiza: los cuerpos de Lena y Ernesto (José Luis Gómez) se agitan bajo las sábanas
como en aquel cuadro de Magritte en que dos amantes se besan con los rostros cubiertos por un sudario que remite a la muerte.
Esta capacidad para transformar lo más trivial en símbolo prodigioso es lo que da al cine de Almodóvar esa tensión poética de la que antes hablé. Y esta película austera, compleja y conmovedora culmina en una escena que no es posible ignorar. En ella, su protagonista ciego se acerca a la pantalla y toca con sus dedos la imagen de su último beso. Eso pedimos cuando vamos al cine, que la imagen nos lleve a lo real, que ver sea como estar ante las cosas reales. Aquí, Mateo ve con los dedos, lee la imagen como si ésta tuviera el poder de devolverle lo que perdió. Desciende como Orfeo a la oscuridad para rescatar a Lena-Eurídice de la muerte, y su gesto nace de un compromiso profundo con la vida.
Pero Los abrazos rotos no termina en ese instante sublime, sino que, en un giro tan inesperado como atrevido, su última escena nos devuelve al mundo de la comedia. Todos queremos que nuestra vida, inevitablemente trágica, se transforme en una comedia. Pasa en las comedias lo que en esas películas de dibujos animados que tanto gustan a los niños donde, tras los sucesos más terribles, los personajes siempre encuentran la manera de seguir adelante.
En la tragedia todo es irremediable, mientras que en la comedia todo es susceptible de empezar otra vez. La muerte pertenece al mundo de la tragedia; los fantasmas, al de la comedia, como bien supieron ver Mankiewicz en El fantasma y la señora Muir, y el propio Almodóvar en Volver. Es hermoso por eso que en el corazón de esta arriesgada, hermosa e intensa película haya una escena así, pues se trata de una historia de amor, y el amor pide siempre el escenario de la comedia para vivir, aunque no siempre logre quedarse en él, y ésa es la pena.
Almodóvar quiere devolvernos con este final a ese tiempo de los abrazos en que nada era irremediable, ni siquiera la muerte. Y su película recuerda entonces a la casa de lava donde los amantes de Rossellini siguen enlazados.

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