La fiesta del cholo
Porta revista colombiana Semana, 9 de octubre de 2010;
Por Marianne Ponsford.
Qué curioso: a Mario Vargas Llosa le gustan los hipopótamos. Los colecciona y tiene cientos: figuritas, esculturas, modelos de todos los colores y materiales. ¿Por qué? Él les ha dicho a sus amigos que es porque son animales felices, sin una sola preocupación en el mundo. Hacen el amor cuando les viene en gana, viven en el agua, chapoteando, libres y contentos, amodorrados al sol. Tanta es su pasión por ellos que hasta escribió una obra de teatro llamada Kathie y el hipopótamo, publicada por Seix Barral hace casi 30 años.
Pero se podría también aventurar que es porque esa magnífica pereza de los hipopótamos representa una oposición dramática, radical y absoluta de su propio espíritu, de su propia vida. El compendio de lo que él no es. Y que Vargas Llosa, como todas las mentes portentosas, conoce la nostalgia de la antítesis.
Porque difícilmente, en toda la historia de las letras hispanoamericanas, quizás con la excepción de Galdós y Alfonso Reyes, existe una producción intelectual y literaria tan apabullante como la de Mario Vargas Llosa. Diecinueve novelas, algunas de ellas indiscutibles clásicos contemporáneos, nueve obras de teatro, una autobiografía, 21 libros de ensayos y decenas de libros con recopilaciones de artículos, conferencias, diarios y conversaciones son hasta ahora el legado de una mente tan infatigable como metódica, de un hombre marcado por el sello de una insaciable y extraordinaria curiosidad.
Por supuesto, Vargas Llosa es de lejos el escritor más conocido y leído de América Latina después de García Márquez. Pero en un subcontinente que no aprecia demasiado a sus escritores, no se puede negar que la enorme influencia y el prestigio de su nombre son también consecuencia de su sorpresiva incursión en política, que culminó en su derrotada candidatura a la Presidencia del Perú, hace ya 20 años, en 1990, justo el mismo año que la Academia Sueca concedía el Nobel a Octavio Paz.
Y es a partir de esa candidatura que se afianzó la doble condición de intelectual y escritor que lo ha catapultado hasta convertirlo en el pensador público más reconocido, polémico e influyente del mundo iberoamericano.
Por si fuera poco, existe otra marca de agua en su carácter que no se le suele reconocer de inmediato: es un hombre de una pasmosa generosidad intelectual. Sus libros y artículos sobre otros escritores conforman por sí solos una historia ejemplar de rendido y apasionado lector: desde la literatura de su propio país, Perú, sobre la cual comenzó a escribir en 1955, a los 19 años, en El Comercio de Lima, en una serie llamada Narradores peruanos, pasando por muchos de los nombres más ilustres del canon literario como Sartre, Camus, Flaubert, Tirant Lo Blanc, Victor Hugo, García Márquez y Juan Carlos Onetti, hasta sus elogios a la joven literatura del presente, como la de William Ospina y Héctor Abad Faciolince, para citar solo a dos escritores colombianos señalados por su pluma en tiempos recientes.
Vargas Llosa vive inmerso en los libros. En lo que él mismo ha llamado "el vicio solitario: leer, leer". En su espléndida casa limeña, un dúplex que se asoma a los acantilados del océano Pacífico en el barrio de Barranco, tiene unos 50.000 volúmenes. Y en su apartamento en París, vecino a la iglesia de Saint Suplice, guarda todas las traducciones de su obra a más de 30 idiomas. Presidido por un enorme óleo de Fernando Botero que muestra a Vargas Llosa sentado frente a su máquina de escribir, allí se pueden encontrar sus novelas en lenguas tan remotas como el malayo, el cingalés y el lituano, hasta traducciones con títulos tan cómicos como el inglés de Pantaleón y las visitadoras: Captain Pantoja and the Special Service.
Cuán distinto a su protagonista de Los cuadernos de don Rigoberto, que se negaba a tener más de 3.000 volúmenes en su biblioteca, y que si entraba uno nuevo que considerara imprescindible, se obligaba a sacrificar otro con estricta inclemencia literaria.
Precisamente, la llamada del secretario general de la Academia Sueca para anunciarle la concesión del Premio Nobel de Literatura el pasado jueves lo sorprendió a las 5:30 de la mañana en su apartamento en Nueva York leyendo un libro. Releyendo, de hecho, nada menos que El siglo de las luces, de Alejo Carpentier.
Y con esa llamada, la Academia reconoció, por fin, una de las vocaciones literarias más decididas del idioma español, un escritor soberbio, y pésele a quien le pese, un peruano capital en la historia de la literatura del continente.
Un itinerario
Vargas Llosa nació en 1936 en Arequipa, de donde era la familia pequeñoburguesa de su madre, y cuando apenas tenía un año se mudaron a vivir a Cochabamba. Aunque nunca lo admitieron, él sospechó mucho tiempo después que aquella mudanza tuvo que ver con un hecho que marcaría su infancia: cuando su madre estaba encinta de él, al poquísimo tiempo de casada, en Lima, su marido simplemente la abandonó. Desapareció sin dejar rastro. La humillación fue brutal para la joven embarazada, y los rumores despiadados de la vida pueblerina de Arequipa -ella había vuelto a casa de sus padres- hicieron de aquella nueva vida en Cochabamba, donde el escritor pasaría una infancia feliz rodeada de primos y tíos y abuelos, un auténtico alivio.
A los 10 años, Vargas Llosa, estando en Piura y sin previo aviso, se enteró una tarde de que su padre no estaba muerto, como él creía, y que unos minutos más tarde lo iba a conocer. El pez en el agua, una autobiografía escrita en parte para desembarazarse del fantasma de su fracaso político, comienza con la narración de ese perturbador encuentro y sus terribles consecuencias.
Tras volver a Lima, su padre, ese padre-de-pronto, una figura que el escritor detestó ("entonces, junto al terror, me inspiró el odio"), lo internó en plena adolescencia en la escuela militar Leoncio Prado, donde terminó el bachillerato. Vargas Llosa ha dicho en muchas ocasiones que su vocación literaria tuvo mucho que ver con una rebeldía frente a esa autoridad paterna, que nunca estuvo de acuerdo con que estudiara Derecho y Letras. Pero sus años de universidad fueron increíblemente fructíferos, bajo la tutela de grandes maestros, como Raúl Porras Berrenechea, en cuya casa pasaba las tardes leyendo y discutiendo las crónicas de la Conquista, mientras comenzaba una tímida militancia política. Vargas Llosa también tuvo que trabajar desde muy temprano para sobrevivir: llegó a tener siete trabajos a la vez, muchos en periodismo y algunos tan excéntricos como el de catalogador de las fichas de los muertos para un cementerio.
Todo a Vargas Llosa le pasó de prisa. Se casó a los 20 años con su tía política, Julia Urdiqui, lo que generó, como era de esperarse, un soberano escándalo familiar, y se fue a Europa tres años después con una modestísima beca que apenas si le alcanzaba para no morirse de hambre. En 1963 recibió el Premio Biblioteca Breve por su novela La ciudad y los perros, que había escrito en París, y de alguna manera su vida cambió. Ya se había separado de la tía Julia, cuyo trasunto literario todos conocemos gracias a la novela La tía Julia y el escribidor, y dos años más tarde se casaría en Lima con su prima Patricia.
Ese premio le significó a Vargas Llosa la contundente reafirmación de su vocación literaria. "La novela se hizo popular en todo el mundo de habla castellana e hizo hablar a todo el continente", cuenta José Donoso en su Historia personal del boom. Y es que era una novela profundamente osada, que se atrevió a romper con los paradigmas narrativos en boga y a experimentar, como no se había hecho en español, con estructuras y cambios de punto de vista que acababan indagando sobre el arte mismo de la novela. Sus diálogos secos y brillantes aún resuenan en la mente del lector, décadas después de haberla leído.
Pero los premios no solucionan la vida, y Vargas Llosa pasó tiempos durísimos en Londres, a donde llegó con su mujer y sus dos primeros hijos, a un apartamento tan miserable que contaban las ratas para entretenerse.
Fue allí donde escribió una de sus novelas más memorables: Conversación en La Catedral. La Catedral es el nombre del bar de mala muerte donde Santiago y Ambrosio pasan cuatro horas hablando, y la extraordinaria radiografía del Perú (y por supuesto de América Latina) que resulta es a la vez la radiografía de sus propias almas derrotadas. Es una novela soberbia. En ella se anuncian, de alguna manera, todas las preocupaciones políticas del joven Vargas Llosa, los dilemas sobre democracia y comunismo en esos convulsos 60 en los que los escritores que vendrían a formar el boom latinoamericano construyeron el andamiaje intelectual desde el que librarían su batalla política.
La carrera de Vargas Llosa ha sido francamente abrumadora. Es el paradigma del escritor consagrado. Tiene -ahora- todos los premios: el Rómulo, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, la lista es interminable. Pero es que en todo lo que ha hecho la lista se vuelve interminable: tiene más de 50 honoris causa, otorgados por todas las universidades de prestigio del mundo. Sus artículos políticos le dan la vuelta al mundo vía Internet y causan tanta malquerencia como elogios. Para algunos, parece entender la Venezuela de Chávez con tanta precisión como la Argentina de los Kirchner. Para otros, sus meticulosos análisis de la escena política están demasiado teñidos por su ideología neoliberal como para ser justos con las coyunturas de cada país.
La pasión
Muchos escritores de América Latina se han caracterizado por un estilo que uno se atrevería a llamar apasionado. Desde la exultante musicalidad de la prosa de García Márquez o la vehemente invectiva de Vallejo hasta la ironía supuestamente escéptica de Caballero, estas escrituras están marcadas por la pasión. La de Vargas Llosa, en cambio, parece estar al otro lado del espectro. Si sus grandes novelas han maravillado a tantos lectores es sobre todo por su revolucionaria arquitectura, por su descomunal talento para construir edificios narrativos audaces. Sin embargo, hay algo en su prosa que es profundamente cerebral, casi frío, disciplinado si bien eficaz.
Y aquí viene la paradoja: mientras que el estilo de García Márquez o de Borges son irrepetibles, una especie de cul-de-sac, y todos los que han bebido de su influjo han acabado escribiendo mamarrachos, la escritura de Vargas Llosa sí ha obrado poderosamente en una generación más joven, y bajo el signo de su estilo han escrito muy buenas novelas desde Santiago Roncagliolo hasta Juan Gabriel Vásquez.
Claro que para algunos puede ser ingenua la dicotomía entre la pasión y la razón, porque la pasión no se traduce necesariamente en una prosa barroca ni en una personalidad intranquila. Y la verdad es que ese aire de lord inglés, esa presencia de su imponente y hermosa figura, tan cortés, también está atravesada por lo que los arequipeños llaman "la nevada". Cuenta Bryce Echenique, con su clásico desparpajo cómico, que una vez, en los 60, Vargas Llosa lo echó de su casa porque se atrevió a criticar a Castro. Y que 10 años después, en otra reunión, cuando Bryce elogió algún logro de la Revolución cubana, furioso, lo volvió a echar.
Y ese es el signo de su sistemática pasión. Es como si tuviera que hundirse hasta el fondo de todo y cada cosa espoleara su curiosidad. Si le atrae la ópera, no se pierde un festival en Salzburgo y hasta fue este año por primera vez a Bayreuth. Entonces, se hunde en su pasión con el rigor de un entomólogo y un mes después publica un tremendo ensayo sobre Wagner.
Esa vitalidad física e intelectual es casi insólita para un hombre de 74 años. Para su más reciente novela, El sueño del celta, que será publicada el 3 de noviembre de manera simultánea en todos los países de habla hispana, se fue al Congo y a Irlanda, libreta en mano, siguiendo la ilusoria huella de su histórico protagonista. Lo mismo hizo para El paraíso en la otra esquina, hace ocho años: irse hasta Tahití, siguiendo el itinerario de Flora Tristán. Y lo mismo hizo hace ya 30, en una Amazonia que conoce muy bien, hasta llegar al lugar de la rebelión de los Canudos, en el nordeste brasileño, para imaginar a ese enfebrecido predicador que fue Antonio Conselheiro, y construir así el argumento de la que para muchos sigue siendo su obra cumbre: La guerra del fin del mundo.
Hoy puede escribir un largo ensayo sobre la palabra 'cultura' y mañana sobre la trilogía de Stieg Larsson. Nada se queda por fuera de su desmesurada curiosidad. Y logra sentarse a escribir todo lo que se propone escribir. En un artículo de hace 20 años, Vargas Llosa transcribía la lista de sus proyectos pendientes, y estaba, por ejemplo, el estupendo libro sobre Los miserables, de Victor Hugo, que publicó hace apenas cinco.
El celta
Es bien sabido que Mario Vargas Llosa es enemigo acérrimo de los nacionalismos: "Mi vocación es de un cosmopolita y un apátrida (…) Detesto el nacionalismo, que me parece una de las aberraciones humanas que más sangre han hecho correr y también sé que el patriotismo, como escribió el doctor Johnson, puede ser el último refugio del canalla", escribió. Y sin embargo, esta nueva novela sigue los pasos del nacionalista irlandés Roger Casement, nacido en 1864 y muerto en 1916. Su editora, Pilar Reyes, una de las pocas personas que ha leído el manuscrito, cuenta que el texto narra la biografía de este hombre, que fue diplomático del gobierno británico, pero que tras ver y denunciar los monstruosos maltratos del colonialismo en el Congo y en la Amazonia colombo-peruana, se unió a la causa irlandesa contra su propio gobierno, y hasta intentó persuadir a los alemanes, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, de que apoyaran la lucha por la independencia de Irlanda. ¿Es acaso la historia de una traición a sí mismo? ¿O más la de un radical viraje intelectual? Así como La fiesta del Chivo, su formidable novela sobre la dictadura de Trujillo, tuvo en su momento una doble lectura y fue interpretada como una denuncia del criminal Montesinos peruano, esta también podría ser leída como una defensa de su propio viraje político. Reyes dice que una parte de la novela se afinca en los diarios de Casement, en los que confesaba sus angustias sexuales por su condición homosexual. Es interesante que en La fiesta del Chivo también el escritor explore con meticulosa paciencia las debilidades humanas de los detractores de Trujillo.
Parece evidente que en El sueño del celta el intelectual y el escritor quieren conjugarse en la novela y retar las dicotomías. Defender, literariamente, el pensamiento que se mueve. A través de un personaje antitético, Vargas Llosa parece querer indagarse, contarse a sí mismo y hasta justificarse. Como si esa curiosidad por el mundo no fuera más que el anverso de una incesante curiosidad por sus propias posturas intelectuales. Quizás el nuevo premio Nobel de Literatura no ha hecho otra cosa durante toda la vida que explorar los límites entre ese adentro y ese afuera, y quizás, como pensaban los griegos, los límites entre el yo y el mundo no son más que una invención, pero una que Mario Vargas Llosa ha sabido convertir en gran literatura.
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