EL PAÍS, 01/10/10;
Se dice estos días que poco mérito tiene que unos ex presidentes defiendan ahora medidas como la legalización de las drogas cuando no tienen responsabilidades de gobierno, cuando nadie les recuerda propuestas semejantes durante su etapa en el poder y cuando no deben someterse al higiénico ritual de las urnas. Hace un año fueron César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso, ex presidentes de Colombia, México y Brasil, los que proclamaron el fracaso de la estrategia contra el narcotráfico y la necesidad de afrontar fórmulas distintas. Y hace pocos días fue Felipe González, ex jefe de Gobierno español, quien apeló a una Conferencia Internacional para abordar una legalización del consumo y la posesión de forma coordinada y eficaz entre todos los países. Es fácil hoy, sin tarea de gobierno en sus manos, decíamos. Pero el debate sobre la legalización como la forma de aniquilar las mafias y el narcotráfico que desangran México, por ejemplo, debe ser bienvenido y es, sobre todo, necesario. Nos sirve para volver a poner las cifras y argumentos sobre la mesa. Y para recordar por qué están prohibidas y deben seguir estándolo.
El debate se ha situado como una colisión entre dos utopías que llevan rumbo opuesto: la utopía de un mundo sin drogas y la utopía de un mundo sin narcotráfico. Vamos a analizarlas.
Sobre la primera: la ambición de un mundo sin drogas o que logre una reducción sustancial de ellas es la estrategia que adoptó la ONU en 1998, para lo que se dio 10 años antes de reevaluar el estado de la cuestión. Pasado el plazo, en 2008, la ONU pudo constatar el fracaso del modelo de represión ante una sociedad que cada vez consume más, ante unas mafias que encuentran nuevas vías cada vez que se cierran otras y, sobre todo, que han hallado nuevos mercados en áreas que hasta el momento parecían en cierto modo inmunes a la adicción: Latinoamérica ha pasado de ser productor a productor-consumidor, por ejemplo. Y el opio procedente de Afganistán va dejando un reguero creciente de adictos en Pakistán, Irán, Turquía y otros países de paso antes de llegar a su mercado mayoritario: Europa.
Aquel fracaso, puesto sobre la mesa en 2009, llevó a Gaviria, Zedillo y Cardoso a proclamar la verdad: esto no funciona, busquemos nuevas vías. Y ahí es donde llega la segunda utopía.
Sobre la segunda: ya que eliminar la drogodependencia es imposible, como es imposible luchar contra el deseo natural de buena parte de los jóvenes y mayores de desafiar los límites con dosis inciertas de sustancias ilegales, legalicémoslas. Asumamos que la droga existe, está ahí y démosle un marco legal que evite los infames productos letales que llegan al mercado. Y, sobre todo, serremos las patas del trono en el que se sientan los capos de la droga, un negocio ilegal que mueve más de 250.000 millones de dólares al año y que abastece a 250 millones de usuarios en el mundo. Que esto provoque un aumento esporádico del consumo, como reconocen incluso los que defienden la legalización, no debe frenarnos ante una ambición que creen superior, que es la de evitar las miles de muertes que la droga deja en el camino (hoy en México, sobre todo) o la inestabilidad explosiva que está provocando en los países de paso (el mismo México o Guinea-Bissau, la ruta alternativa que ha encontrado la droga americana para saltar hacia Europa).
Y si llamamos a ambas cosas utopía (que no es otra cosa que el “plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”, en definición de la RAE), es porque lo son: la primera, porque es impensable un mundo que renuncie a sustancias que permiten evadirse, alucinar, divertirse, funcionar o, en términos médicos, deprimir o estimular el sistema nervioso central al ritmo deseado. Y la segunda, por tres razones: a) porque es impensable una sociedad indiferente que admita la posibilidad de ver destruirse a una buena parte de sus miembros de forma legal; b) porque ninguna hiperregulación podrá quitar del mapa las fórmulas ilegales (mafias) que hagan llegar la droga a los menores, por ejemplo; y c) porque ningún consenso sobre el férreo control estatal que implicaría podrá ser afrontado por la mayoría de países, con gobiernos débiles y escasos recursos para imponerlo.
Pero como en toda utopía (“que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”) nada dice que no haya que tender hacia una de ellas como expresión de intenciones, como espejo ideal en el que toda sociedad desea verse reflejada. Y es ahí donde los defensores de la segunda se equivocan al colocarse en ese rumbo opuesto a la primera.
Porque nuevos datos están añadiendo nuevos elementos al debate. El Informe Mundial de 2010 de la Oficina contra la Droga y el Delito de Naciones Unidas (www.unodc.org) recoge, al fin, buenas noticias en la lucha contra la producción y el consumo de sustancias: la superficie total de cultivo de cocaína ha caído un 13% desde 2007, debido sobre todo a la eliminación del 58% de los cultivos de Colombia gracias a la política de Álvaro Uribe, que no se ha visto compensada por un crecimiento en igual cantidad en Perú (donde creció un 38%) y en Bolivia (donde creció un 112%). EE UU, el mayor comprador, ha reducido el consumo al ritmo en que se destruían plantaciones en Colombia: de 10,5 millones de consumidores que llegó a tener en los ochenta ha pasado a 5,3 en 2008. Europa, sin embargo, que se abastece de cocaína de Perú y Bolivia, duplicó sus consumidores de 2 a 4,1 millones en solo 10 años. El ejemplo colombiano indica que la represión tiene consecuencias y que la menor oferta, como prueban los expertos, incide en una menor demanda.
Otra noticia positiva: desde que en 2004 el Plan Nacional de Drogas pasó del Ministerio de Interior a Sanidad, para reflejar un enfoque sanitario y no solo policial en el tratamiento del problema en España, el consumo de cannabis cayó del 11,2 al 9,2 de cada 100 adultos que lo han consumido en el último año. Del 36,6% al 29,8% en menores (www.pnsd.msc.es).
Es decir, la combinación de la represión -luchar por destruir los cultivos, apoyar y presionar a los países productores para que lo hagan- y la prevención del consumo, la educación para aumentar la percepción del riesgo entre la población, dan frutos innegables. Y ningún Gobierno puede claudicar ante una lacra que contribuye con fiereza al fracaso escolar, que perjudica la salud y que sume a una buena proporción de población en la apatía social.
En el otro lado, los defensores de la legalización suelen alegar un argumento, cuando menos, endeble: si el alcohol y el tabaco, que causan profundos daños, son legales, por qué no lo va a ser la marihuana, las pastillas o la cocaína. ¿Qué las diferencia? Obviando que el consumo está legalizado en España y otros países y centrando por tanto la discusión en la legalización de la venta, conviene que no nos equivoquemos y partamos de una premisa básica que no por obvia parece que haya que dejar de recordar: las drogas no son sujetos de derecho, merecedores de un tratamiento de igualdad que cimiente su lucha por una legalidad universal. Y tampoco drogarse parece que sea un derecho reconocido en Cartas ni Constituciones. Sí lo es, sin embargo, la atención sanitaria a personas adictas que merecen terapias y tratamientos en condiciones de dignidad.
Y sí lo es, como aspiración legítima, que una sociedad avanzada trabaje para un control creciente de las sustancias legales que dañan la salud. Las limitaciones de alcohol a menores y de consumo de tabaco van en este sentido. Y la ley antitabaco que impulsa el Gobierno Vasco introduce un elemento nuevo interesante en el debate: ya no se trata solo de prohibir fumar en zonas cerradas para no perjudicar la salud, sino también de limitar el hábito en zonas infantiles por una razón de ejemplaridad, y no solo sanitaria.
Si hay una colisión entre dos utopías, la obligación de los Gobiernos debe ser navegar en el rumbo hacia la que garantice mejor salud e integridad de su población. Y en la lucha por ese objetivo se debe afinar para que, gracias a la represión del narcotráfico y la presión internacional contra los países que permiten su producción -y el caso de Afganistán es una vergüenza para Occidente-, la ambición de un mundo sin narco también quede incluida en el camino.
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