Nos mataron el miedo”
José Gil Olmos, REPORTERO.
PROCESO # 1821, 2011-09-24 09
PROCESO # 1821, 2011-09-24 09
Temple, valentía y determinación caracterizan a las mujeres que participan en la Caravana por la Paz para exigir que cese la violencia desatada por una guerra absurda que ya ha causado más de 50 mil muertos… En estas entrevistas madres, esposas, hermanas e hijas de quienes han sido víctimas de la violencia expresan su determinación de no cejar en su lucha. Explican que el miedo impide que la gente se manifieste y exija justicia. Una de ellas asegura que ya superó esa traba: “Como ya nos mataron una parte de nosotras ya no sentimos miedo”.
A ellas les lastima conjugar el dolor con la alegría pero a menudo deben hacerlo para aguantar su calvario. A estas mujeres, de todas las edades, se les puede ver recorriendo hospitales, ministerios públicos, morgues o cualquier lugar donde puedan decirles que localizaron a sus familiares. Otras veces se les descubre terriblemente angustiadas hurgando en las fosas clandestinas tratando de encontrar un resto de su ser querido que les ayude a cerrar el duelo.
Son ellas las que ahora están al frente de las agrupaciones ciudadanas de víctimas de la guerra contra el crimen organizado, así como en el movimiento por la paz donde, subiendo a las tribunas a denunciar sus tragedias o al frente de las marchas y sin temor, han tomado el micrófono para gritar en las ciudades más peligrosas del país: “Señores delincuentes, entréguennos a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros maridos”.
Las mujeres son mayoría en las organizaciones que se han formado en el país pidiendo justicia para sus familias, víctimas de la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón.
En la organización Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fundec), por ejemplo, son las esposas, madres, hermanas, hijas, primas o nueras las que han trabajado sin descanso para documentar cada uno de los 185 casos de desaparecidos que tienen registrados.
Ante la indolencia gubernamental, estas mujeres se han convertido en investigadoras policiales porque tienen detectados los patrones que siguen autoridades y criminales para secuestrar a sus familiares e incluso han elaborado un mapa de las rutas que siguen, los puntos más peligrosos y hasta sitios que presumen son lugares a donde los llevan para, a base de drogas y torturas, someterlos e integrarlos a sus ejércitos de sicarios e informantes.
Con el sufrimiento se les ha ido forjando el carácter desde hace dos años y medio, cuando empezaron a organizarse. Yolanda Morán, fundadora de Fundec es la mujer que saltándose el protocolo le gritó a Felipe Calderón que les hicieran caso, que no eran “daños colaterales” sino ciudadanos exigiendo justicia. Eso ocurrió el 23 de junio pasado durante el diálogo con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en el Castillo de Chapultepec. “Tuve que imponerme porque no nos hacían caso”, dijo después del encuentro.
En el movimiento pacífico que encabeza Javier Sicilia otro grupo de mujeres que casi siempre están solas o a veces acompañadas de sus hijos pequeños han tomado la vanguardia de la resistencia civil pacífica. Dejaron atrás familias, comodidades, trabajo y sus hogares para sumarse a las marchas y caravanas que han recorrido buena parte del país exigiendo justicia y paz en los lugares más violentos donde el infierno es vida cotidiana.
Son ellas las que ahora están al frente de las agrupaciones ciudadanas de víctimas de la guerra contra el crimen organizado, así como en el movimiento por la paz donde, subiendo a las tribunas a denunciar sus tragedias o al frente de las marchas y sin temor, han tomado el micrófono para gritar en las ciudades más peligrosas del país: “Señores delincuentes, entréguennos a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros maridos”.
Las mujeres son mayoría en las organizaciones que se han formado en el país pidiendo justicia para sus familias, víctimas de la guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón.
En la organización Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (Fundec), por ejemplo, son las esposas, madres, hermanas, hijas, primas o nueras las que han trabajado sin descanso para documentar cada uno de los 185 casos de desaparecidos que tienen registrados.
Ante la indolencia gubernamental, estas mujeres se han convertido en investigadoras policiales porque tienen detectados los patrones que siguen autoridades y criminales para secuestrar a sus familiares e incluso han elaborado un mapa de las rutas que siguen, los puntos más peligrosos y hasta sitios que presumen son lugares a donde los llevan para, a base de drogas y torturas, someterlos e integrarlos a sus ejércitos de sicarios e informantes.
Con el sufrimiento se les ha ido forjando el carácter desde hace dos años y medio, cuando empezaron a organizarse. Yolanda Morán, fundadora de Fundec es la mujer que saltándose el protocolo le gritó a Felipe Calderón que les hicieran caso, que no eran “daños colaterales” sino ciudadanos exigiendo justicia. Eso ocurrió el 23 de junio pasado durante el diálogo con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad en el Castillo de Chapultepec. “Tuve que imponerme porque no nos hacían caso”, dijo después del encuentro.
En el movimiento pacífico que encabeza Javier Sicilia otro grupo de mujeres que casi siempre están solas o a veces acompañadas de sus hijos pequeños han tomado la vanguardia de la resistencia civil pacífica. Dejaron atrás familias, comodidades, trabajo y sus hogares para sumarse a las marchas y caravanas que han recorrido buena parte del país exigiendo justicia y paz en los lugares más violentos donde el infierno es vida cotidiana.
“Regresen a nuestros hijos”
Hace unos meses María Herrera, de 62 años, estaba postrada en cama. La desaparición de cuatro de sus hijos y la indiferencia de las autoridades por encontrarlos la tenían sin ganas de vivir. Un día, mientras se volcaba en su propio dolor en su casa de Pajacuarán, Michoacán, escuchó a uno de sus nietos decirle a su pequeño hermano: “Vente, mi abuelita ya no nos quiere, no sé qué le pasa, pero ya no nos quiere”.
“A partir de ahí –comenta– hice un esfuerzo, me paré de la cama, me metí a bañar y comencé a cambiar. Hice un esfuerzo muy grande porque ya no tenía ganas de vivir. Me sentía como muerta; sabía que estaba viva porque respiraba. Ya no tomaba mis medicamentos, pero la vocecita de mi nieto me hizo reaccionar.”
El 4 de junio, cuando la caravana por la paz comenzó su recorrido por el norte del país hizo un alto en Morelia. Era de noche y ahí doña María dio su primer paso. Venció el miedo, subió al templete y con un grito humedecido por el llanto denunció la desaparición de sus cuatro hijos.
A partir de entonces se sumó al movimiento transformándose completamente, al grado de que el sábado 17 en Coatzacoalcos, una de la ciudades veracruzanas con mayor presencia de zetas, la pequeña mujer tomó el micrófono y al frente de la marcha gritó: “Señores delincuentes, no sean indolentes, sé que nos están viendo, regresen a mis hijos”. En 2010 dos de sus hijos desaparecieron en la carretera Puebla-Veracruz.
“Lo he manifestado en muchas ocasiones: si alguien me dijera que en lo profundo del infierno están mis hijos, yo me metería a rescatarlos, porque el amor de madre es muy fuerte, tanto que hace a un lado cualquier obstáculo para que puedan estar con nosotros”, sostiene.
Doña María se ha ganado el cariño y la admiración de sus compañeras y compañeros en el movimiento, a quienes considera una extensión de su familia. Saben que ante la ausencia de sus hijos ella se ha hecho cargo de sus nueras y nietos. Su caso es similar al de Teresa Carmona, madre de Joaquín, de 22 años, a quien le gustaba el mar y soñaba ser arquitecto hasta que lo asesinaron el 7 de agosto del 2010 en la Ciudad de México. Aún no se captura a su asesino.
Doña Teresa también rebasa el medio siglo. La primera vez que se le vio fue en la marcha por la paz de Cuernavaca a la Ciudad de México, el pasado mayo. Iba caminando sola por la carretera con la foto de su hijo pegada en un palo y una flor arriba. Menuda, blanca, de pelo corto, no parece mexicana. “Parezco gringa”, dice, mientras sus ojos azules se empañan cuando habla de su hijo nacido en Cancún pero que se vino a estudiar a la UNAM.
Y como María Herrera, Teresa dice que también estaría dispuesta a bajar al inframundo con tal de conseguir justicia. “Yo quiero justicia para mi hijo y estoy dispuesta a ir hasta donde tenga que llegar, hasta el infierno. Quiero que encierren al asesino de mi hijo, quiero vivir tranquila con mis hijos, quiero que haya un asesino menos en las calles”.
Teresa Carmona viste ropa fina y costosa pero es discreta. Si quisiera podría quedarse en hoteles mientras viaja en la caravana del sur, pero llega a los albergues igual que sus otras compañeras. Se baña con agua fría y duerme en el suelo, sobre un cartón. Desde que se integró al movimiento algo cambió en su interior y lo reconoce:
“Yo soy una señora burguesa, pero en Juchitán hablé con los indios de México, de igual a igual y los abracé. En Acteal otros indios me trataron como hermana y es un gran orgullo para mí; ha sido un privilegio encontrar este lugar que tengo ahora.”
–¿Usted se ha transformado?
–Absolutamente. Han sido cinco meses de aprendizaje intenso, de humildad, de abrir el corazón, de abrazar la incertidumbre y de nutrirme del dolor, de la solidaridad de tantísima gente que nos acompaña en los caminos.
Pero quizás una de las mayores revelaciones que ha tenido es descubrir que no está sola, que hay otras como ella y que son mujeres la mayoría de quienes participan en el movimiento de víctimas, y que ellas mismas se consideran “guerreras” en esta batalla por la justicia.
“A partir de ahí –comenta– hice un esfuerzo, me paré de la cama, me metí a bañar y comencé a cambiar. Hice un esfuerzo muy grande porque ya no tenía ganas de vivir. Me sentía como muerta; sabía que estaba viva porque respiraba. Ya no tomaba mis medicamentos, pero la vocecita de mi nieto me hizo reaccionar.”
El 4 de junio, cuando la caravana por la paz comenzó su recorrido por el norte del país hizo un alto en Morelia. Era de noche y ahí doña María dio su primer paso. Venció el miedo, subió al templete y con un grito humedecido por el llanto denunció la desaparición de sus cuatro hijos.
A partir de entonces se sumó al movimiento transformándose completamente, al grado de que el sábado 17 en Coatzacoalcos, una de la ciudades veracruzanas con mayor presencia de zetas, la pequeña mujer tomó el micrófono y al frente de la marcha gritó: “Señores delincuentes, no sean indolentes, sé que nos están viendo, regresen a mis hijos”. En 2010 dos de sus hijos desaparecieron en la carretera Puebla-Veracruz.
“Lo he manifestado en muchas ocasiones: si alguien me dijera que en lo profundo del infierno están mis hijos, yo me metería a rescatarlos, porque el amor de madre es muy fuerte, tanto que hace a un lado cualquier obstáculo para que puedan estar con nosotros”, sostiene.
Doña María se ha ganado el cariño y la admiración de sus compañeras y compañeros en el movimiento, a quienes considera una extensión de su familia. Saben que ante la ausencia de sus hijos ella se ha hecho cargo de sus nueras y nietos. Su caso es similar al de Teresa Carmona, madre de Joaquín, de 22 años, a quien le gustaba el mar y soñaba ser arquitecto hasta que lo asesinaron el 7 de agosto del 2010 en la Ciudad de México. Aún no se captura a su asesino.
Doña Teresa también rebasa el medio siglo. La primera vez que se le vio fue en la marcha por la paz de Cuernavaca a la Ciudad de México, el pasado mayo. Iba caminando sola por la carretera con la foto de su hijo pegada en un palo y una flor arriba. Menuda, blanca, de pelo corto, no parece mexicana. “Parezco gringa”, dice, mientras sus ojos azules se empañan cuando habla de su hijo nacido en Cancún pero que se vino a estudiar a la UNAM.
Y como María Herrera, Teresa dice que también estaría dispuesta a bajar al inframundo con tal de conseguir justicia. “Yo quiero justicia para mi hijo y estoy dispuesta a ir hasta donde tenga que llegar, hasta el infierno. Quiero que encierren al asesino de mi hijo, quiero vivir tranquila con mis hijos, quiero que haya un asesino menos en las calles”.
Teresa Carmona viste ropa fina y costosa pero es discreta. Si quisiera podría quedarse en hoteles mientras viaja en la caravana del sur, pero llega a los albergues igual que sus otras compañeras. Se baña con agua fría y duerme en el suelo, sobre un cartón. Desde que se integró al movimiento algo cambió en su interior y lo reconoce:
“Yo soy una señora burguesa, pero en Juchitán hablé con los indios de México, de igual a igual y los abracé. En Acteal otros indios me trataron como hermana y es un gran orgullo para mí; ha sido un privilegio encontrar este lugar que tengo ahora.”
–¿Usted se ha transformado?
–Absolutamente. Han sido cinco meses de aprendizaje intenso, de humildad, de abrir el corazón, de abrazar la incertidumbre y de nutrirme del dolor, de la solidaridad de tantísima gente que nos acompaña en los caminos.
Pero quizás una de las mayores revelaciones que ha tenido es descubrir que no está sola, que hay otras como ella y que son mujeres la mayoría de quienes participan en el movimiento de víctimas, y que ellas mismas se consideran “guerreras” en esta batalla por la justicia.
Guerreras
Una de las razones que las mujeres dan cuando se les pregunta acerca de la ausencia de hombres en el movimiento por la paz es que ellas siguen manteniendo una relación entrañable, de cordón umbilical, con sus hijos y que eso no cambia por nada. Otra causa, afirman, es que los hombres no aguantan tanto el dolor.
“Habemos más mujeres en el movimiento porque nosotras parimos a nuestros hijos y ese es un motor muy grande. Desde que mi hijo Joaquín murió siento un frío en mi vientre que no me abandona nunca porque soy su madre. A lo mejor es para recordarme que debo seguir adelante”, dice Teresa Cardona al reconocer que no es fácil romper con el miedo para denunciar públicamente las injusticias, la violencia y la muerte de tantos jóvenes.
–¿Por qué no hay más hombres al frente del movimiento?
–No sé. Creo que el umbral del dolor de los hombres es mucho más bajo, les cuesta mucho aguantar. A mí me impresiona que a lo largo de tanto camino los hombres se me quiebren en los brazos, me piden perdón. Me dicen que ellos tendrían que consolarme pero yo termino consolándolos a ellos y es muy conmovedor. Al menos eso estamos haciendo, abrazar el dolor y quizás un día tengan la capacidad de echarse para adelante. Sin embargo, debo decir que vienen padres muy valientes pidiendo justicia para sus hijos.
Lourdes Hernández, madre de Pamela Leticia –desaparecida en Chihuahua el 25 de julio de 2010– se extraña de que no haya más hombres en la búsqueda de sus hijas e hijos.
“¿Será que somos más entronas y no tenemos miedo? También puede ser que como ya nos mataron una parte de nosotras ya no sentimos miedo. Nos mataron el miedo, ahora tenemos el deseo de encontrar a nuestros hijos y no es un deseo simple ¿Si me pongo a llorar en mi casa, las autoridades van a encontrar a nuestros hijos? ¡Claro que no! A las autoridades no les importa.
“Nosotras como mamás no podemos quedarnos esperando. Tenemos que salir a la calle a buscar, a investigar, a movernos, a pedir ayuda. Pero no sólo nos movemos por nuestros hijos sino por el sentimiento de otras madres, porque ya somos muchas las que estamos luchando. No sé qué piensan los papás, qué tienen en la cabeza, pero no hacen lo que nosotras hacemos. El padre de mi hija dijo: ‘Tengo miedo, tú sabes si le sigues’. Yo le he seguido a como dé lugar, me importa poco lo que pase.”
Araceli Rodríguez, madre de Luis Ángel, un agente de la Policía Federal que desapareció el 16 de noviembre de 2009 en Ciudad Hidalgo, Michoacán, junto con otros cinco oficiales y un civil que fue a buscarlos posteriormente, dice algo similar:
“No sé si es por debilidad del hombre ante el dolor o porque no lo puede controlar, que se le hace difícil aceptar que debemos salir a la lucha, a convertirnos en guerreras para encontrar a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros esposos, a quien sea.
“Yo he sido mamá y papá desde que mis hijos estaban chiquitos y ahora que me encuentro en esta situación, cuando pierdo a uno de ellos siento mucho dolor, porque si luché incansablemente por ellos, los protegí con uñas y dientes para que nadie les hiciera daño, siempre llevándolos por el camino del bien, cómo es posible que lleguen unas personas malas y me arrebaten lo que más quiero.”
Exrecepcionista de un hotel, Araceli recuerda que alguna vez le dijo a Luis Ángel que renunciara a la Policía Federal porque le había contado que en la corporación sus jefes los obligaban a hacer cosas que no querían.
“Me dijo: ‘Tú nos enseñaste los valores, eres la guerrera, la amiga, la maestra y no puedo dejar de luchar; me voy a salir hasta que pueda darte lo que mereces, hasta que lo logre me saldré’. Quería comprarme una casa y poner su centro de lavado de autos, ese era su sueño”. Sus ojos se humedecen una vez más, pero insiste en que no dejará de luchar porque es una guerrera.
Lo mismo piensa Soledad Marina Carreón, madre del grafitero Paris Huge, como firmaba sus obras, y a quien asesinaron en Ixtapaluca hace dos años.
–¿Por qué cree que hay más mujeres que hombres en el movimiento?
–Porque somos madres y muchas somos madres solteras, porque a veces a los maridos les da pena hablar o venir. Las madres sentimos más el dolor; somos como canguros que traemos a nuestros hijos en una bolsa en el estómago, cargándolos. Somos como una tribu porque traemos a nuestros hijos a nuestras espaldas, amarrados con el rebozo. Somos guerreras, soy una guerrera. Siempre voy a estar en pie de lucha y por eso estoy aquí.
“Habemos más mujeres en el movimiento porque nosotras parimos a nuestros hijos y ese es un motor muy grande. Desde que mi hijo Joaquín murió siento un frío en mi vientre que no me abandona nunca porque soy su madre. A lo mejor es para recordarme que debo seguir adelante”, dice Teresa Cardona al reconocer que no es fácil romper con el miedo para denunciar públicamente las injusticias, la violencia y la muerte de tantos jóvenes.
–¿Por qué no hay más hombres al frente del movimiento?
–No sé. Creo que el umbral del dolor de los hombres es mucho más bajo, les cuesta mucho aguantar. A mí me impresiona que a lo largo de tanto camino los hombres se me quiebren en los brazos, me piden perdón. Me dicen que ellos tendrían que consolarme pero yo termino consolándolos a ellos y es muy conmovedor. Al menos eso estamos haciendo, abrazar el dolor y quizás un día tengan la capacidad de echarse para adelante. Sin embargo, debo decir que vienen padres muy valientes pidiendo justicia para sus hijos.
Lourdes Hernández, madre de Pamela Leticia –desaparecida en Chihuahua el 25 de julio de 2010– se extraña de que no haya más hombres en la búsqueda de sus hijas e hijos.
“¿Será que somos más entronas y no tenemos miedo? También puede ser que como ya nos mataron una parte de nosotras ya no sentimos miedo. Nos mataron el miedo, ahora tenemos el deseo de encontrar a nuestros hijos y no es un deseo simple ¿Si me pongo a llorar en mi casa, las autoridades van a encontrar a nuestros hijos? ¡Claro que no! A las autoridades no les importa.
“Nosotras como mamás no podemos quedarnos esperando. Tenemos que salir a la calle a buscar, a investigar, a movernos, a pedir ayuda. Pero no sólo nos movemos por nuestros hijos sino por el sentimiento de otras madres, porque ya somos muchas las que estamos luchando. No sé qué piensan los papás, qué tienen en la cabeza, pero no hacen lo que nosotras hacemos. El padre de mi hija dijo: ‘Tengo miedo, tú sabes si le sigues’. Yo le he seguido a como dé lugar, me importa poco lo que pase.”
Araceli Rodríguez, madre de Luis Ángel, un agente de la Policía Federal que desapareció el 16 de noviembre de 2009 en Ciudad Hidalgo, Michoacán, junto con otros cinco oficiales y un civil que fue a buscarlos posteriormente, dice algo similar:
“No sé si es por debilidad del hombre ante el dolor o porque no lo puede controlar, que se le hace difícil aceptar que debemos salir a la lucha, a convertirnos en guerreras para encontrar a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a nuestros esposos, a quien sea.
“Yo he sido mamá y papá desde que mis hijos estaban chiquitos y ahora que me encuentro en esta situación, cuando pierdo a uno de ellos siento mucho dolor, porque si luché incansablemente por ellos, los protegí con uñas y dientes para que nadie les hiciera daño, siempre llevándolos por el camino del bien, cómo es posible que lleguen unas personas malas y me arrebaten lo que más quiero.”
Exrecepcionista de un hotel, Araceli recuerda que alguna vez le dijo a Luis Ángel que renunciara a la Policía Federal porque le había contado que en la corporación sus jefes los obligaban a hacer cosas que no querían.
“Me dijo: ‘Tú nos enseñaste los valores, eres la guerrera, la amiga, la maestra y no puedo dejar de luchar; me voy a salir hasta que pueda darte lo que mereces, hasta que lo logre me saldré’. Quería comprarme una casa y poner su centro de lavado de autos, ese era su sueño”. Sus ojos se humedecen una vez más, pero insiste en que no dejará de luchar porque es una guerrera.
Lo mismo piensa Soledad Marina Carreón, madre del grafitero Paris Huge, como firmaba sus obras, y a quien asesinaron en Ixtapaluca hace dos años.
–¿Por qué cree que hay más mujeres que hombres en el movimiento?
–Porque somos madres y muchas somos madres solteras, porque a veces a los maridos les da pena hablar o venir. Las madres sentimos más el dolor; somos como canguros que traemos a nuestros hijos en una bolsa en el estómago, cargándolos. Somos como una tribu porque traemos a nuestros hijos a nuestras espaldas, amarrados con el rebozo. Somos guerreras, soy una guerrera. Siempre voy a estar en pie de lucha y por eso estoy aquí.
Sacrificios
Todas las mujeres que están en el movimiento han tenido que dejar atrás hijos, maridos, casa y trabajo. Solas, han hecho de ellas mismas una nueva familia y cuando se encuentran no sólo comparten sus cuitas sino los avances de sus casos y lo que tienen que decirle a la gente en las plazas para hacerla reaccionar y que se sume a la causa ciudadana.
Olga Reyes, originaria de Chihuahua, ha perdido a seis miembros de su familia. Los que sobreviven, incluidos sus tres hijas y su hijo, están bajo un protocolo de seguridad por las amenazas de muerte que han recibido. Ella es la única que no lo firmó para poder salir a la calle, hacer los trámites que necesitan y manifestarse públicamente para que aprehendan a los asesinos de sus seres queridos.
“He tenido que dejar todo; mi familia está dividida: mis hijos por un lado y mi pareja por otro; es mucho lo que se tiene que sacrificar. Ahora estoy separada; dejé a mi marido porque tenía que hacerlo.”
Lo mismo pasa con otras de sus compañeras: “Los maridos de las mujeres que vienen a la caravana no entienden qué está pasando y hay separaciones. No sé si se acobarden o tengan tanto miedo, pero al final hay rupturas porque no quieren seguir en la lucha y entonces las mujeres tenemos que seguir”.
Teresa Carmona también ha dejado a sus hijos jóvenes en Cancún lo mismo que un negocio que, por el momento, atienden sus socios. “Mi familia está nerviosa; de pronto la agitación llega a límites extremos porque no venimos de paseo. Nos dieron un susto en Acteal y todo eso tiene su costo en nuestra condición física y emocional. Pero yo quiero justicia para mi hijo y estoy dispuesta a ir hasta donde sea”, advierte.
Araceli Rodríguez dejó su trabajo y a sus dos hijos, quienes la alentaron para que acudiera al llamado de Javier Sicilia para organizarse y demandar justicia y paz.
“Mi paz se rompió ese 16 de noviembre cuando me arrebataron a Luis Ángel. Desde entonces todo ha sido muy difícil, en todo este viacrucis me tuve que dar a la tarea de buscar a mi hijo y luchar como una guerrera incansable. Lo seguiré haciendo aunque los delincuentes que ya están detenidos digan que a todas sus víctimas las desintegraron. Tengo una fe muy grande que Dios me ha dado para encontrar a mi hijo. Si es verdad que sus restos están regados, yo quiero encontrar aunque sea algo, un cachito de Luis para vivir mi duelo por no tenerlo. De otra manera no puedo creer en nada.
–¿Qué ha dejado atrás, qué ha sacrificado para estar aquí?
–En todo ese caminar, a partir de esa fecha que quedó como cicatriz en mi vida, he tenido que sacrificar muchas cosas pero no me arrepiento. Dejé mi trabajo que tenía desde hace 12 años; he sacrificado a mis otros hijos sin mi presencia mucho tiempo. He sacrificado mi vida entera; he mantenido lejos a mis tres hijos por seguridad. No quiero que corran más peligro a raíz de las amenazas, que se han incrementado.
“A partir de todo lo que pasó me quedé sin chamba. Tuve que poner en una balanza la búsqueda de Luis Ángel o mi trabajo y entonces pensé: ¿qué hago, Dios mío?, mándame una señal de lo que debo de hacer, si es correcto que deje mi chamba y vaya por mi hijo… dame la señal.
“Me dio la señal. Un día desperté y vi que lo mejor era renunciar. Fueron momentos muy difíciles pero hubo gente generosa que se acercó a nosotros, nos impulsó, nos daban para los pasajes, para la escuela de mi hija. Esa fue la señal que Dios me dio: ‘Tú puedes caminar, busca a tu hijo que yo te ayudaré, lo demás vendrá solo’”.
Y así fue. La vida comenzó a cambiar para todas estas mujeres que se han convertido en guerreras en medio de este combate contra el crimen organizado que ha entrado en una espiral de violencia incontrolable, con un costo de más de 50 mil muertos y miles de desaparecidos que son buscados por madres, esposas, hijas, nueras, primas y abuelas.
Olga Reyes, originaria de Chihuahua, ha perdido a seis miembros de su familia. Los que sobreviven, incluidos sus tres hijas y su hijo, están bajo un protocolo de seguridad por las amenazas de muerte que han recibido. Ella es la única que no lo firmó para poder salir a la calle, hacer los trámites que necesitan y manifestarse públicamente para que aprehendan a los asesinos de sus seres queridos.
“He tenido que dejar todo; mi familia está dividida: mis hijos por un lado y mi pareja por otro; es mucho lo que se tiene que sacrificar. Ahora estoy separada; dejé a mi marido porque tenía que hacerlo.”
Lo mismo pasa con otras de sus compañeras: “Los maridos de las mujeres que vienen a la caravana no entienden qué está pasando y hay separaciones. No sé si se acobarden o tengan tanto miedo, pero al final hay rupturas porque no quieren seguir en la lucha y entonces las mujeres tenemos que seguir”.
Teresa Carmona también ha dejado a sus hijos jóvenes en Cancún lo mismo que un negocio que, por el momento, atienden sus socios. “Mi familia está nerviosa; de pronto la agitación llega a límites extremos porque no venimos de paseo. Nos dieron un susto en Acteal y todo eso tiene su costo en nuestra condición física y emocional. Pero yo quiero justicia para mi hijo y estoy dispuesta a ir hasta donde sea”, advierte.
Araceli Rodríguez dejó su trabajo y a sus dos hijos, quienes la alentaron para que acudiera al llamado de Javier Sicilia para organizarse y demandar justicia y paz.
“Mi paz se rompió ese 16 de noviembre cuando me arrebataron a Luis Ángel. Desde entonces todo ha sido muy difícil, en todo este viacrucis me tuve que dar a la tarea de buscar a mi hijo y luchar como una guerrera incansable. Lo seguiré haciendo aunque los delincuentes que ya están detenidos digan que a todas sus víctimas las desintegraron. Tengo una fe muy grande que Dios me ha dado para encontrar a mi hijo. Si es verdad que sus restos están regados, yo quiero encontrar aunque sea algo, un cachito de Luis para vivir mi duelo por no tenerlo. De otra manera no puedo creer en nada.
–¿Qué ha dejado atrás, qué ha sacrificado para estar aquí?
–En todo ese caminar, a partir de esa fecha que quedó como cicatriz en mi vida, he tenido que sacrificar muchas cosas pero no me arrepiento. Dejé mi trabajo que tenía desde hace 12 años; he sacrificado a mis otros hijos sin mi presencia mucho tiempo. He sacrificado mi vida entera; he mantenido lejos a mis tres hijos por seguridad. No quiero que corran más peligro a raíz de las amenazas, que se han incrementado.
“A partir de todo lo que pasó me quedé sin chamba. Tuve que poner en una balanza la búsqueda de Luis Ángel o mi trabajo y entonces pensé: ¿qué hago, Dios mío?, mándame una señal de lo que debo de hacer, si es correcto que deje mi chamba y vaya por mi hijo… dame la señal.
“Me dio la señal. Un día desperté y vi que lo mejor era renunciar. Fueron momentos muy difíciles pero hubo gente generosa que se acercó a nosotros, nos impulsó, nos daban para los pasajes, para la escuela de mi hija. Esa fue la señal que Dios me dio: ‘Tú puedes caminar, busca a tu hijo que yo te ayudaré, lo demás vendrá solo’”.
Y así fue. La vida comenzó a cambiar para todas estas mujeres que se han convertido en guerreras en medio de este combate contra el crimen organizado que ha entrado en una espiral de violencia incontrolable, con un costo de más de 50 mil muertos y miles de desaparecidos que son buscados por madres, esposas, hijas, nueras, primas y abuelas.
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