Francisco Toro es fundador del blog CaracasChronicles y Dorothy Kronick es una candidata a doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Stanford.
The
New York Times | 8 de marzo de 2015
En
una tierra muy, muy lejana, un excéntrico rey clavó en la puerta de su palacio
un edicto que decía: “De ahora en adelante aquí se venden billetes de $20 por
un dólar”.
En
cuestión de minutos, sus súbditos clamaban por esos billetes tan baratos. Así
que el rey publicó un segundo edicto: “Los billetes de $20 solo podrán usarse
para comprar cosas en el extranjero.” Y después el tercero: “Cualquier cosa que
se compre en el extranjero con los billetes de $20 deberá ser vendida en
nuestro reino por $2.”
“¡Esto
hará que todos me quieran!”, pensó. “Los artículos importados serán baratos
para todos.”
Pero
las cosas no salieron así. Pronto, las colas para comprar los billetes de a veinte
eran iguales a las que había en todas las tiendas que vendían bienes
importados.
Simpatizantes
del Presidente Maduro en un evento con comida gratuita auspiciado por el
gobierno de Venezuela. Meridith Kohut para The New York Times
Simpatizantes
del Presidente Maduro en un evento con comida gratuita auspiciado por el
gobierno de Venezuela
Ya
que nadie le veía ningún sentido a comprar algo en el extranjero para venderlo
a tan solo $2, la gente básicamente se embolsó los billetes de a veinte y las
importaciones nunca llegaron en las repisas de las tiendas. Y si algún artículo
llegaba a los anaqueles, ya fuera una caja de pañales o un costal de harina de
$2, éste podía venderse a $6 en el mercado negro, así que hacer cola en las
tiendas se convirtió en un oficio.
El
rey estaba enfurecido. Apareció un nuevo edicto: “Embolsarse los billetes de a
veinte o vender artículos importados por más de $2 serán delitos económicos a
partir de ahora, que se castigarán con siete años de cárcel”.
La
policía secreta merodeaba las colas tratando de detectar la disidencia; se
reclutaba a los súbditos como espías. “¡Debe ser una conspiración! ¡Una conjura
del extranjero para derrocar la monarquía!”, gritaba el rey furioso.
Si
esta fábula le parece absurda, piense en el pueblo de Venezuela. Desde hace
doce años, su economía se ha manejado más o menos conforme a estas pautas.
En
2003, Hugo Chávez impuso un control de cambios para tratar de frenar la
inflación y evitar un ataque especulativo contra el bolívar venezolano. Con los
años, esos controles evolucionaron en un complicado sistema, mediante el cual
los dólares que recibe el gobierno por el petróleo se venden a tres tipos de
cambio oficiales, mientras que el billete verde alcanza un cuarto precio en el
mercado negro, mucho más alto.
Un
importador que se comprometa a adquirir bienes básicos para traerlos al país
puede comprar un dólar por poco más de seis bolívares. Pero si vamos a un
banco, ese mismo dólar nos cuesta 178 bolívares, casi 30 veces más. Con los 264
bolívares que costaba un dólar en el mercado negro al momento de escribir esta
nota se podían comprar $42 al tipo de cambio oficial.
Este
sistema da origen a una maraña alucinante de distorsiones económicas. Según
ciertos cálculos, con un solo billete de $100 vendido en el mercado negro se
puede comprar la gasolina subsidiada necesaria para conducir un Hummer 28 veces
alrededor del mundo. Un Toyota Corolla nuevo se vende a 1.9 millones de
bolívares; eso equivale a unos $300.000 (según una tasa de cambio) o a
alrededor de $7.200 (según otra). Usted escoja.
Como
en nuestra fábula, el régimen de tasas de cambio crea enormes incentivos para
que los importadores se embolsen los dólares baratos en lugar de traer
artículos al país. Y eso genera colas. Colas muy largas para todos los
artículos básicos.
Y
al lado de la escasez ha surgido un nuevo espectro – o mejor dicho un viejo
espectro. En las últimas dos semanas, el bolívar ha estado en caída libre,
generando el miedo de una devastadora hiperinflación, fenómeno que no se había visto
en América Latina desde hace varias decadas.
Venezuela
ya no es una economía caracterizada por las distorsiones. Más bien es una
enorme distorsión con focos de actividad económica, lo que un conocido bloguero
llama Distorsiolandia.
Lo
que es extraño es que el caos de Venezuela es totalmente autoinfligido. A
diferencia de Grecia, que simplemente no tiene dinero para pagar sus deudas, la
solución al desastre venezolano es una reforma muy al alcance del poder del
Presidente Nicolás Maduro: dejar de vender a $1 los billetes de $20.
Como
ha explicado el economista Francisco R. Rodríguez, esta sencilla medida
eliminaría buena parte del enorme déficit fiscal de Venezuela, pues el gobierno
obtendría más moneda local por cada barril de petróleo vendido. Eso abatiría la
inflación desbocada, pues el gobierno ya no tendría que imprimir los bolívares
adicionales que necesita para funcionar. Y le pondría fin a las largas colas,
pues los importadores ya no tendrían el incentivo de acumular dólares baratos
en lugar de traer productos al país.
Incluso
economistas que suelen chocar con Rodríguez, como Ricardo Hausmann, profesor de
Harvard, coinciden en que unificar el tipo de cambio sería un paso importante
en la reforma. Venezuela “tiene el diferencial cambiario más ridículo en la
historia de la humanidad”, observó Hausmann. Normalmente, en países en crisis,
las reformas necesarias para enderezar la economía pueden resultar impopulares
en el corto plazo. Normalmente, echar por tierra el edicto de los billetes de a
veinte que se venden a uno, lo que significa devaluar la moneda, le pega dura
en el bolsillo al pueblo pues se eleva el precio de los artículos importados.
Normalmente, los dirigentes se encontrarían entre la espada y la pared, entre
la suspensión de pagos y las protestas.
Pero
Distorsiolandia no es normal. El régimen de divisas no le ofrece nada a los
consumidores que solo ven anaqueles vacíos, por lo que la devaluación podría
ser bien recibida, incluso en el corto plazo. Venezuela, entre la espada y una
silla cómoda, se arrojó contra la espada.
Entonces,
¿por qué Maduro no toma medidas? Quizá porque quienes se están embolsando los
billetes de $20 son amigos del gobierno. O porque el gobierno de Maduro
simplemente no entiende las consecuencias económicas de dar marcha atrás a sus
errores anteriores (sorprendentemente, no hay un solo economista en el gabinete
de Venezuela). El caso es que no está haciendo nada.
Lo
que está sucediendo más bien es que el enrevesado régimen cambiario está
engendrando un estado policiaco. Conforme aumenta el descontento, un gobierno
que ya no sabe que hacer se ha vuelto paranoico, reaccionando agresivamente
contra la menor expresión de disidencia.
En
enero, la policía detuvo a Daniel M. Yabrudy y otros activistas de la oposición
por estar repartiendo tazas de agua a quienes estaban en una fila para comprar
alimentos afuera de un súpermercado en Caracas. ¿El delito de estos estudiantes
activistas? Cada taza llevaba este mensaje: “No te acostumbres; podemos vivir
mejor”.
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