1 may 2015

La silenciosa elección de Gran Bretaña

La silenciosa elección de Gran Bretaña/Bill Emmott, a former editor-in-chief of The Economist, is executive producer of a new documentary, “The Great European Disaster Movie.” 
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Project Syndicate | 1 de mayo de 2015
Las elecciones de los demás suelen resultar desconcertantes y aburridas; ese ciertamente es el caso de la próxima votación del 7 de mayo en el Reino Unido, e incluso muchos británicos comparten esa sensación. La campaña electoral más prolongada en la historia del RU muestra una sorprendente cortedad en su foco. Sin embargo, es una campaña que ofrece tres ideas importantes para otras democracias occidentales.
El famoso eslogan de la campaña de Bill Clinton en 1992 –«Es la economía, estúpido»– es en sí mismo estúpido o, al menos, insuficiente. Si las elecciones británicas se decidieran por la economía, el primer ministro David Cameron llevaría adelante su campaña con mucha más confianza.

Durante los últimos 18 meses aproximadamente, el RU ha detentado la economía con más rápido crecimiento en Europa, e incluso superó por momentos a los Estados Unidos. La tasa de desempleo, actualmente del 5,6 %, cayó por debajo de la mitad de la correspondiente a la zona del euro.
Pero los indicadores económicos favorables no han marcado una diferencia considerable en las encuestas de opinión a favor de los conservadores de Cameron y no han ayudado para nada a salvar a su socio en la coalición –el partido centrista Liberal Demócrata– de una crisis. Demasiados votantes, aparentemente, aún no se sienten mejor… y por buenos motivos: el ingreso promedio apenas ha comenzado a subir luego de siete dolorosos años.
El eslogan adecuado en esta campaña podría ser entonces «Es el nivel de vida, estúpido» o, en forma más precisa (aunque más enrevesada): «Es la percepción del nivel de vida futuro, estúpido, y la percepción de la justicia en torno a esas perspectivas». De todas maneras, la cuestión es bastante simple: la recuperación estadística no basta.
Esto parece explicar por qué, aunque solo cuenta con una pequeña ventaja del 2 al 4 % en las encuestas, el Partido Laborista de centroizquierda lleva la mejor parte en la campaña. El líder laborista Ed Miliband fue ampliamente ridiculizado el año pasado como débil, poco convincente y poco agradable; pero tal vez gracias a las bajas expectativas, ha mejorado continuamente su credibilidad e imagen de estadista durante la campaña.
La segunda idea es que los asuntos exteriores, aunque rara vez representan un factor importante en las elecciones nacionales, pueden contribuir a una sensación general de incomodidad respecto del liderazgo político. En gran medida se asumió que la continuidad del RU en la Unión Europea sería una cuestión clave en la campaña, dado el ascenso del Partido por la Independencia del RU (UKIP, por su sigla en inglés) y la promesa de Cameron de, en caso de ser reelegido, llamar a un referendo sobre la cuestión en 2017.
De hecho, la promesa de Cameron posiblemente sea la cuestión más importante en juego en las elecciones británicas: si continúa como primer ministro habrá un referendo, si Miliband asume, no. El futuro estratégico británico depende de esta decisión.
Sin embargo, se ha mantenido un silencio casi absoluto al respecto. Tanto el UKIP como su carismático líder, Nigel Farage, han decaído en las encuestas de opinión y tienen dificultades para captar la atención. Resulta más importante aún que Cameron casi no ha dicho nada sobre Europa ni la inmigración y, aunque la postura pro-UE claramente declarada por Miliband le ha granjeado el cariño de muchos líderes de negocios, también él minimizó esa cuestión.
Es posible que esto refleje mi propio sesgo, pero sospecho que este carácter evasivo por parte de los principales partidos políticos británicos ha debilitado el apoyo que reciben y su condición de representantes válidos del país. Tal vez los votantes no incluyan a Europa ni a los asuntos exteriores entre sus principales preocupaciones, pero las noticias diarias sobre las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo, la guerra en Ucrania, la posible cesación de pagos de Grecia, la agitación en Siria, Irak, Yemen, Libia y Gaza, el programa nuclear iraní y otras cuestiones han agudizado la conciencia de los votantes sobre la necesidad que su país tiene de ser defendido vigorosamente por un gobierno con una política exterior coherente.
Sin embargo, las fuerzas de defensa británicas nunca han estado tan débiles desde la década de 1930. La percepción general es que también la voz británica en los asuntos internacionales es menos influyente que en cualquier otro momento desde esa época. Independientemente de cuál sea la política exterior y de defensa que prefieran, los votantes británicos creen que su país debe contar con una.
La última de las ideas contenidas en la elección del RU puede reflejar en parte el vacío en el liderazgo nacional que ese silencio personifica. Sea cual fuere el resultado de las elecciones, el fenómeno más sorprendente será el ascenso del regionalismo y particularmente el crecimiento del apoyo al proindependentista Partido Nacional Escocés (SNP, por su sigla en inglés).
Nadie puede predecir si el SNP terminará en una situación paradójica: uniéndose a una coalición con los laboristas para gobernar un país que deseaba abandonar en el referendo por la independencia en septiembre pasado, pero el probable crecimiento electoral del SNP es demasiado grande como para ser explicado tan solo por un sentimiento secesionista. El partido parece estar atrayendo a muchas personas que votaron en contra de la independencia pero desean una mayor autonomía regional y una presencia más poderosa de Escocia en el parlamento de Westminster.
La ausencia de una «sensación de bienestar» derivada de la recuperación económica, el resentimiento por la desigualdad económica, la falta de confianza en los líderes políticos nacionales y una mayor fe en el localismo son las principales características de la campaña electoral británica. Independientemente de que esas características lleven a que Miliband se convierta en el próximo primer ministro (en una coalición con los demócratas liberales, el SNP o ambos) probablemente también caracterizarán las elecciones en otros sitios durante los próximos años.
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Mentiras leves, mentiras podridas y las elecciones británicas/Chris Patten, the last British Governor of Hong Kong and a former EU commissioner for external affairs, is Chancellor of the University of Oxford. 
Traducido del inglés por Carlos Manzano.

Project Syndicate | 
No se puede considerar que las elecciones democráticas vayan encaminadas a revelar qué candidatos dicen la verdad desnuda. La mayoría de los políticos procuran no decir mentiras manifiestas; cuando afrontan preguntas que podrían hacerlos caer en la mendacidad evidente, hacen fintas, como los boxeadores, pero invariablemente exageran lo que pueden ofrecer, además de los peligros que resultarían de la victoria de sus oponentes.
Es comprensible que los políticos exageren al exponer su visión del futuro y menosprecien las opiniones de los demás. Todo ello resulta de lo más creíble, si no llega demasiado lejos y si presenta alguna semejanza con lo que los mismos políticos han logrado cuando han ocupado el poder. Los votantes descubren normalmente a los Pinochos políticos y el aumento de sus narices a kilómetros de distancia, pero tampoco esperan que sus representantes elegidos sean unos santos. Están dispuestos a conceder a algunos la inocencia, mientras no se demuestre lo contrario (la más importante cualidad con mucha diferencia que un dirigente político puede tener). Yo conjeturo que el día de las elecciones el Primer Ministro, David Cameron, contará con ese activo.
Los votantes tienen también la corazonada –por lo general, correcta, aunque no siempre– de que los partidos de la izquierda tradicional aumentarán los impuestos y gastarán más y los de la derecha harán lo contrario. La forma como reaccionan los votantes refleja su opinión sobre la historia reciente y lo que desean para sí mismos y sus familias en el futuro. Yo subscribo la opinión de que aciertan con esos juicios.
Sin embargo, este año el electorado británico debe esforzarse más de lo habitual en época de elecciones para desenmascarar los disimulos. Cuando los votantes se dirijan a los colegios electorales el 7 de mayo, sus posibles elegidos van a pedirles que crean tres grande falsedades, cada una de las cuales es peligrosa de forma particular.
Las dos primeras falsedades –los mayores engaños que recuerdo haber contemplado durante una campaña electoral– corresponden a los dos partidos populistas más logrados del país: el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) y el Partido Nacionalista Escocés (SNP).
El rápido ascenso del UKIP se ha basado en la promesa de un regreso a un pasado británico que nunca existió: predominantemente blanco, temeroso de Dios, respetuoso de la ley, culturalmente insular y estrechamente centrado en sus intereses nacionales. Es una visión que atrae principalmente a quienes sospechan de la modernidad y son hostiles a la mundialización.
El peligro estriba en que las dos primeras prescripciones normativas del UKIP –el fin de la inmigración y la retirada de la Unión Europea– son imcompatibles con la prosperidad económica. Para que Gran Bretaña siguiera prosperando fuera de la UE, tendría que abrir su economía aún más, no sólo al comercio y la inversión a escala mundial, sino también a mayores corrientes de inmigración. La consecuencia de aplicar la propuesta del UKIP de cerrar el país al mundo sería una mayor pobreza: sobre todo para los trabajadores británicos.
También el SNP ha organizado su campaña en torno a una base carente de honradez que, lamentablemente, explica gran parte de su éxito. Además de atraer a una desagradable corriente subyacente de anglofobia escocesa, el SNP promete a su electorado una perspectiva de políticas que están más a la izquierda que nada de lo que el candidato a Primer Ministro laborista, Ed Milliband, podría aplicar.
Para colmo de males, el aumento del gasto en asistencia social que el SNP promete a los votantes escoceses correría a cargo primordialmente de los contribuyentes de Inglaterra. Independientemente de qué partido –el Laborista o el Conservador– obtenga el mayor número de escaños en el Parlamento, entre sus electores habría, naturalmente, muchos ingleses que nunca aceptarían las prioridades políticas del SNP. Se trata de una falsedad muy peligrosa; una vez más amenaza la integridad constitucional de Gran Bretaña, justo ocho meses después de que Escocia votara a favor de permanecer en el Reino Unido por un margen del diez por ciento.
Pero la última mentira es la más difundida y probablemente la más peligrosa de todas. La retórica de las campañas de los políticos nacionales entraña la ilusoria creencia de que el Reino Unido pueda ejercer el mismo grado de control sobre los acontecimientos mundiales de lo que habría sido posible hace cincuenta años. Para bien o para mal, eso, sencillamente, no es cierto. El Reino Unido ya no cuenta con la influencia internacional que en tiempos tuvo; de hecho, los británicos no parecen preocupados precisamente por la pérdida de importancia de su país ni demasiado conscientes de sus consecuencias.
La soberanía nacional está volviéndose un concepto cada vez más esquivo. Las perspectivas económicas de Gran Bretaña dependen cada vez más de acontecimientos habidos allende sus costas, ya sea al otro lado del Canal de la Mancha o en China o California. Los peligros medioambientales llegan con el viento. Las presiones en aumento de la migración amenazan con arrollar cualquier pretensión de control fronterizo. Las preocupaciones en materia de seguridad requieren políticas interiores y exteriores simultáneamente. Una reciente historieta política mostraba a bombarderos británicos que partían en misión y un piloto decía a los otros: “Para ir a bombardear a unos jóvenes en el sur de Londres, hay que recorrer una distancia enorme”.
Para abordar las amenazas que afrontan los británicos, deberemos reconocer antes que nada nuestro limitado control de sus causas profundas. El país necesita urgentemente políticos de mentalidad independiente y con valentía para hablar con franqueza a los votantes y explicarles clara y serenamente que el Reino Unido ya no puede resolver sus problemas a solas.
En un mundo cada vez más interconectado y peligroso, Gran Bretaña no puede permitirse el lujo de adoptar sus más importantes decisiones colectivas basándose en mentiras o ilusiones falsas. El electorado británico estaría mejor servido, si sus políticos tuvieran el valor de ofrecer algunas verdades incómodas o al menos la integridad de no sembrar engaños peligrosos.

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