El
epigrama contra Stalin/Eduardo Jordá, escritor.
ABC
| 17 de agosto de 2015
Hay
mucha gente que cree que la poesía no sirve para nada, pero la poesía, en
contra de la creencia general, puede ser una muestra admirable de valentía y de
lucidez política. En el invierno de 1934, durante un paseo por un parque de
Moscú, el poeta Osip Mandelstam le recitó a su amigo, el también poeta Boris
Pasternak (premio nobel), un poema que había compuesto después de haber presenciado la
terrible hambruna de Crimea y las ejecuciones masivas de «kulaks» –o campesinos
acomodados– que se oponían a la colectivización forzosa del campo decretada por
Stalin en 1929. Cuando Pasternak oyó el poema, se quedó petrificado. Nadie, en
ningún sitio, se había atrevido a escribir nada igual. Y enseguida, casi
temblando, le pidió a Mandelstam que se olvidara de todo lo que acababa de
suceder: «Lo que me ha recitado usted –balbuceó– no tiene relación alguna ni
con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto
suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha
recitado nada y yo no he escuchado nada, y le pido que tampoco se lo lea a
nadie más».
Pero
Osip Mandelstam no era una persona timorata ni fácil de convencer. Si había
escrito aquel poema –un poema que ahora conocemos como «El epigrama contra
Stalin»–, no era para guardarlo en un cajón en espera de tiempos mejores.
Porque Mandelstam sabía que no habría tiempos mejores en la Rusia soviética. La
misma reacción pusilánime de Pasternak –«Usted no me ha recitado nada y yo no
he escuchado nada»– le demostraba que no había vuelta atrás. Y aunque en un
principio Mandelstam se había mostrado favorable a la Revolución Rusa, poco a
poco se había dado cuenta de que su país se había convertido en una «fosa
séptica».Las delaciones, las escuchas de la policía política, las desapariciones de personas que nadie sabía adónde iban a parar –como los «kulaks» ucranianos–, o los juicios sumarísimos por acusaciones infundadas de sabotajes o de negligencias administrativas, le habían convencido de que su país se había convertido en un presidio totalitario. Y él estaba dispuesto a decirlo en voz alta, aunque ese gesto fuera un «acto suicida», como le había balbuceado el aterrorizado Pasternak. Así que aquel mismo invierno, en Moscú, Mandelstam se atrevió a recitar su poema ante nueve personas, todas ellas amigos y conocidos suyos. Y como es natural en el ambiente de fosa séptica que era la URSS, una de aquellas personas corrió a denunciarlo. No sabemos quién fue esa persona –su nombre no aparece en los archivos del NKVD, luego KGB–, y hasta podemos preguntarnos si fue el propio Pasternak o cualquier otro de sus amigos más cercanos. Pero lo que sí sabemos es que la policía secreta se enteró muy pronto de la existencia de ese poema contra Stalin y hasta obtuvo una copia. Y Mandelstam fue detenido un día de mayo de 1934, justo en el momento en que su amiga Anna Ajmátova –de visita aquel día en el modesto apartamento comunitario que el poeta compartía con su esposa Nadiezhda– se estaba comiendo un huevo duro y sonaba una guitarra hawaiana en el piso de al lado.
El
«Epigrama contra Stalin» es una de las cumbres de la poesía política del siglo
XX, y por eso me permito transcribirlo, en la inmejorable versión del escritor
cubano José Manuel Prieto:
Vivimos
sin sentir el país a nuestros pies,
nuestras
palabras no se escuchan a diez pasos.
La
más breve de las pláticas
gravita,
quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus
dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y
sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus
bigotes de cucaracha parecen reír
y
relumbran las cañas de sus botas.
Entre
una chusma de caciques de cuello extrafino
él
juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno
silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
sólo
él campea tonante y los tutea.
Como
herraduras forja un decreto tras otro:
a
uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en
el ojo.
Toda
ejecución es para él un festejo
que
alegra su amplio pecho de osetio.
Hoy
en día, acostumbrados a las barbaridades que se dicen en cualquier concurso
televisivo para adolescentes, estas palabras pueden parecer muy poca cosa. Pero
en la Rusia del invierno de 1934 –en la que faltaba muy poco para que empezasen
las Grandes Purgas–, este poema tenía el mismo efecto que una ruidosa carcajada
en medio de un velatorio. Llamar a Stalin «montañés», «cucaracha», «ejecutor» o
bien «osetio» –los osetios tenían fama de ser los caucasianos más brutos de
todos– era algo que nadie había hecho antes ni nadie se atrevería a hacer
después. Pero lo bueno del poema de Mandelstam es que no era sólo una invectiva
hiriente contra un tirano, sino una gran poesía cargada de ritmo y música y
complejas asociaciones psíquicas (de hecho, todos los traductores insisten en
que es imposible capturar su inagotable carga simbólica). Y si se piensa bien,
ninguno de los grandes tiranos del siglo XX recibió nunca una acusación tan
humillante como este poema.
Pero
las consecuencias de este poema van mucho más allá de la simple denuncia de un
tirano. Porque en la noche del 13 de mayo de 1934, cuando Mandelstam fue
interrogado por la policía, el juez de instrucción le preguntó por qué había
escrito «este panfleto antisoviético».
Mandelstam,
impertérrito, le contestó sin pensárselo dos veces:
—Porque
soy antifascista.
Esta
respuesta debería ser considerada como la clave de bóveda del pensamiento
político del siglo XX, igual que las ideas de George Orwell, Albert Camus,
Arthur Koestler o Simone Weil. Para Mandelstam, ser anticomunista equivalía a
ser antifascista, y al revés, ser antifascista equivalía a ser anticomunista,
porque los dos totalitarismos eran igual de reprobables e igual de perniciosos.
Pero esta ecuación, que para él era muy sencilla, no ha tenido ningún éxito
entre nosotros, y eso que han pasado ochenta años desde entonces. Es decir, que
cualquier intelectual o cualquier poeta de hoy en día pueden proclamarse
alegremente antifascistas o incluso antifranquistas –aunque hayan pasado
cuarenta años desde la muerte de Franco–, pero se lo pensarán muy mucho antes
de decir que también, por la misma regla de tres, se consideran anticomunistas
o mantienen serias reservas ante las propuestas más autoritarias de todo
pensamiento comunista, por mucho que se disfracen con actitudes supuestamente
«hipsters» o posmodernas. Y así, todavía consideramos que hay un totalitarismo
diabólico –el representado por el fascismo y el nazismo–, mientras que hay otro
que no lo es, o que sólo lo fue durante un breve periodo porque cayó en una
versión degradada que desvirtuaba su bondad original. Pero Stalin no fue una
cucaracha que se apareció por casualidad en la «fosa séptica» de la URSS, sino
la consecuencia natural de la locura totalitaria que había instaurado Lenin. Y
Osip Mandelstam lo supo ver muy bien, en el otoño de 1933, y se atrevió a
escribirlo en un poema, sólo porque él mismo, tal como le dijo al juez
instructor que le interrogaba, se consideraba antifascista. Y como era de
prever, ser antifascista le salió muy caro: Mandelstam murió en diciembre de
1938, de hambre y frío, en un campo de tránsito siberiano, cuando esperaba
turno para ser deportado a un campo del Gulag.
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