17 oct 2021

No extraño a mi padre, Miguel Ángel Granados Chapa

No extraño a mi padre, Miguel Ángel Granados Chapa

Tomás Granados Salinas recuerda a Miguel Ángel Granados Chapa, a 10 años de su muerte, a través de momentos de su carrera y vida personal. Foto: Archivo

Tomás Granados Salinas


Reforma, Cd. de México (17 octubre 2021).- A lo largo de los últimos diez años, a menudo escucho la pregunta "¿Qué habría pensado Miguel Ángel de esto?", referida a toda clase de asuntos. 

A veces es una sincera invitación a especular, en otras un modo elegante de compartir el vacío que dejó el autor de Plaza Pública, las menos un pretexto para que la persona se lance a dar su propia opinión. Para mí suele ser un disparador de nostalgias. 

El 16 de octubre de 2011 murió Granados Chapa y desde entonces, una vez amainadas las expresiones de pesar por su partida, he podido comprobar que el destino de las voces periodísticas es caer en el silencio más severo.

A un autor literario o a un estudioso de la historia o la sociedad, que son oficios de alguna manera emparentados con el periodismo, les queda la opción de conquistar lectores post mortem, sobre todo si han abordado temas atemporales, pero al diarista le espera la misma suerte que a la mayor parte de los acontecimientos de actualidad: el discreto olvido.

En la década que se cumple hoy, la familia en que nací se ha hecho notablemente pequeña.

Mi madre se apagó hace seis años con el primer síntoma cardiaco, víctima de un infarto fulminante que se gestó por su tendencia a acumular angustias; mi hermano tuvo la mala ocurrencia, con cada pitada de esos cigarros liados a mano, de bombardear su vejiga con nicotina, hasta que un cáncer en ese órgano lo sacó de la jugada hace apenas tres meses; la hermana menor, por suerte, ha encontrado un espacio de florecimiento laboral y familiar, pero lejos de la ciudad que tanto tiempo compartimos. 

Y aunque el vacío de mi padre es muy notorio en mi vida diaria, en particular en los momentos más felices o pesarosos de la década pasada, debo reconocer que extraño más que nada al hombre público. 

Como le pasaba a mucha gente, los silencios de su emisión radiofónica eran mi compañía durante los embotellamientos matinales y su escritura, limpia y sin pretensiones, me servía para entender lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor. 

Además de sus dotes analíticas, echo de menos unas cualidades poco frecuentes en la conversación pública de nuestros días: la serenidad con que abordaba cada caso de interés, la disposición a señalar -salvo en un par de bestias negras, a las que detestaba sin fisuras- los atributos de las personas y las instituciones que criticaba, la solidez con que ofrecía antecedentes y abría puertas. 

Los lectores del diario que acoge esta remembranza fueron, durante casi 18 años, los beneficiarios directos de esa generosa forma de empuñar el bisturí informativo.

Su verdadera plaza pública era la palabra. En el discurso que pronunció en 2009 al ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua hizo un llamado a evitar las sendas que pueden "conducir al silencio", pues al recorrerlas "se inhibe la construcción de un espacio común mediante el insulto y la invectiva, que son modos amenazantes de acallar al interlocutor, que deja de serlo para convertirse en adversario y aun enemigo". 

Tengo la impresión de que, entre los muchos objetivos del periodismo que ejercía Granados Chapa, uno de los más sutiles era "identificar propósitos comunes impulsados desde la diferencia; necesitamos saber -y obrar en consecuencia- que los distintos, los otros, no son por ello peligrosos", como dijo en la emocionante ceremonia de entrega de la Medalla Belisario Domínguez, a la que sí asistió el presidente de la República de ese momento. 

Remató su intervención aquel día invitando a los senadores a reconstruir "la casa que nos albergue a todos" o a erigirla "si es que nunca la hemos tenido".

Esa vocación ingenieril tuvo un fracaso sonadísimo en una coyuntura que, de haberse resuelto en sentido diferente, le habría ahorrado al país algunos resentimientos. En 1998 Miguel Ángel se dejó vencer por la ilusión de gobernar el estado en que había nacido, no tanto por ceder a una tentación política que en realidad poco le importaba como por construir un puente que entonces habría sido novedoso: una alianza electoral entre el PRD y el PAN, encabezados a la sazón por Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón Hinojosa.

Su capacidad de interlocución, acaso su ingenuidad, lo llevaron a propiciar ese nexo, roto a la última hora por el panista, que prefirió postular a un cantante trivial y dejó pasar la oportunidad de ese experimento, irrepetible por el candidato, la asociación partidista y el territorio (donde el PRI se mantiene invicto). 

Qué fotaza, pero sobre todo que monumento a la concesión recíproca en pos de una meta común, habría sido la del candidato triunfante con los brazos en alto, sostenidos por quienes habrían de convertirse en los antagonistas más feroces de la historia reciente.

De lances de resultado incierto estuvo llena su vida. Lo mismo al apostar en la juventud por el Colegio Militar -del que literalmente se escapó- que al contribuir a la fundación ciudadana del órgano electoral, lo mismo al imaginar un semanario que privilegiara el fotoperiodismo que un suplemento mensual para celebrar las novedades editoriales, lo mismo al atreverse a estrenar una columna política en un diario dedicado a los espectáculos que al proponerse el renacimiento de la crónica parlamentaria. 

Sin duda los dos más osados fueron las publicaciones que, primero en 1976 y luego en 1984, marcaron la renovación de los medios de comunicación impresos en nuestro país. 

Su primera cercanía con Proceso duró poco, quizá por razones que sólo el psicoanálisis podría desentrañar, pero su relación con La Jornada se extendió por cerca de una década -si contamos el tiempo desde que los primeros cinco prófugos de unomásuno imaginaron la creación de un diario-. 

Hoy que, junto con una sucesión presidencial absurdamente adelantada, se juguetea también con la idea de la reelección no prevista, conviene tener presente la facilidad con que personas en apariencia afectas a la democracia y a honrar los acuerdos previos pueden poner de lado sus convicciones en aras de una conveniente continuidad. 

Qué estupor experimento cuando en los recuentos de periodistas que contribuyeron a la transformación del País -sea la segunda o la cuarta- escucho los nombres de Zarco, Scherer, Poniatowska, Monsiváis y Payán, no el de Miguel Ángel.

Tal vez yo mismo estoy planteándome la pregunta con que inicié estos párrafos cuando veo a La Jornada en lo alto de las listas de los medios que recibe mayor presupuesto de comunicación oficial, o cuando enciendo la luz y a 300 mil kilómetros por segundo me viene a la cabeza el rostro de Manuel Bartlett -arquetipo del priismo burdo y arrollador- allá en la CFE, o cuando Salinas Pliego, uno de los protagonistas de la última revelación noticiosa de Granados Chapa -la venta de Iusacell a Televisa-, es el banquero favorito de la nación. 

Miguel Ángel solía señalar, sin adjetivos hirientes, pero con firmeza, esta clase de contradicciones. Me digo que el clima que se percibe en la cosa pública sería más tibio si desde todos los frentes se practicara la mesura informada, juiciosa y tolerante que enarbolaba mi padre.

No sé quién tuvo la ocurrencia de mandar a hacer un muñeco de barro, de unos 40 centímetros de alto, con la figura de Granados Chapa. Se parece a él tanto como una caricatura apresurada a su modelo -o como el busto que lo recuerda en el Parque de los Periodistas Ilustres, allá en la alcaldía que lleva el nombre de Venustiano Carranza, ¡el redactor de la severa ley de imprenta!-. 

En las idas y venidas de los objetos heredados, ese grotesco bibelot vino a dar conmigo. Me acompaña como enano de jardín y como interlocutor cuando yo mismo me pregunto, acerca de cualquier cosa, que habría pensado Miguel Ángel. 

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