16 jun 2006

Textos sobre el futbol

El deporte como arte dramático/ DANIEL INNERARITY

Si Aristóteles y Schiller hubieran conocido las actuales dimensiones de los espectáculos deportivos, con todos sus ritos y entusiasmos desatados, no hubieran tenido que cambiar demasiado sus poéticas. Todo estaba más o menos contenido en aquella pregunta que se formularon: ¿cuál es el motivo de nuestro placer en la contemplación de lo trágico? Únicamente habrían tenido que sustituir los ciudadanos atenienses o la burguesía culta del XVIII por los espectadores de nuestros mundiales de fútbol. En uno u otro caso, la cuestión filosófica es la misma. El placer del espectáculo hay que explicarlo por el placer de la actividad deportiva en sí misma, como dos cosas que sin ser idénticas remiten a un mismo fenómeno que me gustaría resumir así: experimentar como puro acontecimiento una acción corporal ejecutada bajo condiciones difíciles.
El entusiasmo por el deporte es esencialmente entusiasmo por una dramaturgia que obedece a una ley de culminación inminente y siempre diferida. Las competiciones deportivas se dirigen hacia apoteosis repentinas (el gol, por ejemplo), pero de tal modo que nunca se sabe si la culminación ha pasado ya o está por llegar. El que observa, experimenta cómo una tarea, en sí misma sencilla, conduce a una plétora de acciones complejas que ya no pueden ser totalmente dominadas. Pues ninguno de los participantes activos o pasivos puede saber cuándo, cómo y cuántas veces se llegará a la culminación del encuentro deportivo. El interés por lo incierto es algo que comparten el deportista y el espectador. Ambos quieren llegar a un punto en el que a los ojos de todos pasa algo incalculable. El deporte es así una organización que está regulada para convertirse en una escenificación de irregularidades.
El deportista está entrenado para dar algo que no está seguro de poder dar. Está entrenado en orden a algo que no puede ser entrenado: para llegar a los límites del propio rendimiento. Con ello no estoy pensando primordial ni exclusivamente en la conquista de nuevos récords. Cualquier rendimiento deportivo exitoso es una coordinación de rendimientos que no se puede garantizar. El éxito deportivo no es algo producido por alguien. La capacidad del deportista consiste propiamente en establecer las condiciones de posibilidad del acierto, comportarse de tal manera que ocasionalmente tenga lugar un acierto no pretendido, estar ahí. La forma física, el entrenamiento, la táctica son presupuestos para que en el momento de la verdad el cuerpo haga algo que sobrepasa lo que puede hacer. Por eso hay varias posibilidades, por eso el resultado final es azaroso, por eso es aburrida la superioridad manifiesta, por eso es legítimo apelar a la suerte, por eso la responsabilidad es tan difícilmente imputable (o tan gratuitamente imputada, por ejemplo, al árbitro o al entrenador), por eso el lenguaje previo a la competición es ostentosamente voluntarista. Forma parte de la normalidad del deporte profesional conducir a acciones no normales, acciones que no son controladas sino que acontecen.
Resulta muy significativo a este respecto lo insulsas que suelen ser las explicaciones que los deportistas dan de lo acontecido. Es que realmente no saben lo que les ha pasado. Esa ignorancia es el núcleo del éxito deportivo. Los deportistas se entrenan para una acción que, en última instancia, no saben cómo se hace y nadie puede enseñarlo. Se entrenan para el azar de su victoria. El triunfo se debió a su buen entrenamiento, pero no fue un mero resultado de su esfuerzo, no tiene el carácter de un rendimiento, sino de algo que se añade a lo que son capaces de hacer en virtud de su buena preparación. La victoria les cae en suerte. Las cosas le salen a uno bien... o mal.
En ese elemento casual del éxito y el fracaso deportivo se pone de manifiesto un profundo parecido entre las intenciones de los que ven deporte y las de quienes lo practican. Pese a sus evidentes diferencias, para ambos se trata de algo que, por encima de todo lo pretendido, tiene el inconfundible carácter de un acontecimiento. Lo que ocurre es algo así como una autonomización del cuerpo. En un momento o por una fase de tiempo, el cuerpo actúa por cuenta propia, se convierte en pura física. La acción intencional del deportista se transforma en el ímpetu inintencional de su cuerpo. Lo que el hombre no puede, es culminado por su cuerpo. En una acción certera tiene lugar algo que no puede ser explicado simplemente a partir de las capacidades del deportista, sino que remite al empuje del cuerpo, a una energía que cobra vuelo propio, a una dinámica del entusiasmo encarnado. El deportista es alguien que públicamente y de manera virtuosa intenta hacer algo que no puede. El deporte no es otra cosa que la celebración de esa incapacidad.
El procedimiento del mito -decía Nietzsche- consiste en hacer pasar el acontecimiento por una acción, explicar lo que pasa como mero resultado de lo que alguien hace, poner un sujeto detrás de los sucesos. La fascinación del deporte se comportade manera inversa a la del mito.
El deporte no sugiere un mundo intencionalmente explicable, sino que escenifica un mundo inexplicable en última y decisiva instancia como resultado de intenciones. Toda acción trabaja en orden a un acontecimiento que no puede ser descrito y comprendido como acción. El deporte muestra el cuerpo de los jugadores en una lucha con los acontecimientos desatados por sus propias acciones, una lucha que únicamente podrán superar si trascienden su poder en el momento decisivo, en la medida en que se entregan al movimiento autonomizado de su cuerpo. El sentido de todo su esfuerzo consiste en convertirlo en elegancia, es decir, en hacer pasar su acción por puro acontecimiento. Los acontecimientos deportivos desarrollan el drama de una transformación siempre arriesgada de la acción pretendida en acontecimiento involuntario.
Si esta interpretación es correcta, permitiría sacar alguna que otra conclusión. La fundamental es que el mundo moderno festeja en el deporte los misterios de la contingencia. Allí donde aparentemente se trata de hacer ostentación del pleno dominio corporal del espacio y el tiempo, lo transforma en un juego de resultado imponderable. El deporte establece rituales de una praxis corporal llevada a cabo por actores que no están en posesión de sus fuerzas decisivas. De este modo el deporte dirige la atención del hombre a la base natural indisponible de su poder y lo muestra en su lugar más sensible: en su propio cuerpo. En el deporte, la naturaleza física se le presenta al hombre simultáneamente como condición y como límite. El deporte es una celebración de la incapacidad humana para hacerse físicamente señor de sí mismo. En el deporte, el ser humano festeja sus capacidades físicas pero también los límites de esas capacidades y, con ello, los límites de su poder sobre sí y el mundo.
Esto es lo que, en mi opinión, el deporte suele ser y debe ser, pero que no siempre es. Mucho de lo que sucede hoy en el mundo del deporte corresponde más bien a lo contrario de la imagen que acabo de ofrecer. El deporte degenera en ocasiones hacia una mitología del deporte, precisamente en aquel sentido de mitología que está en el fondo de la definición de Nietzsche: declara todo acontecimiento como acción, como producción intencional. En buena medida, el deporte es impulsado como máxima expresión de una voluntad de poder estar enamorada de sí misma. Aunque su exaltación escenificada aparente lo contrario, la finalidad propia del deporte es traicionada por esa ideología. En ningún caso se muestra esto mejor que en el doping. Generalmente es criticado porque ofrece a los atletas ventajas prohibidas y porque, a largo plazo, es una amenaza para su salud. Ambas cosas son dignas de consideración, pero pasan por alto el núcleo de lo antideportivo del doping. Todo podría solucionarse si se ofrecieran a todos las mismas ventajas y se eliminaran sus efectos secundarios. El doping es desprecio de la actividad deportiva en cuanto tal. Quien se dopa, niega los límites de su propia capacidad, no quiere convencerse ni percibir en la culminación de su potencia que todo el sentido de la actividad deportiva descansa en la posible experiencia positiva de esos límites. En esta medida, el doping es una expresión plenamente consecuente de aquella ideología del deporte que sólo celebra en él la voluntad de poder, pero no la experiencia de su superación. También se podría decir: en ella aparece el cuerpo únicamente como instrumento de la victoria, pero no como medio in­calculable de la resolución de las competiciones deportivas.
Todos los argumentos contra la deformación del deporte deberían apelar a la fascinación estética primaria del fenómeno que tratan de salvar. La fuente de esa fascinación es aquel espectáculo público de la imponderabilidad a la que apunta toda acción deportiva (a diferencia de la mayoría de las otras acciones). Por eso el deporte es una imagen de la vida misma, de su gozosa e inquietante imprevisibilidad, de su risible seriedad. Por eso no es cierto que acudamos al deporte para escapar de la vida real; lo que buscamos es vida en estado puro, invadidos por la sospecha de que hay demasiada trampa en la que vivimos.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Publicado en El País, 14 de junio del 2006

Del mundo como balón/JOSEP MARIA FONALLERAS

De nuevo, un Mundial de fútbol. Hace unos días, el Museu del Cinema de Girona organizó un debate, con película incluida, por supuesto, sobre el fenómeno de la pelota y de las masas en pos de ella. La película fue calificada como bollywoodiana, con be, es decir, una de esas fábulas divertidas y desternillantes no por sus diálogos, sino por su inverosimilitud. En un exuberante e imposible final, un equipo formado por indígenas aquejados por un virus extraño que asuela a su tribu, perdida en la selva, ganan descalzos a un combinado de primera división después de ir perdiendo cuatro a cero. Los goles no son goles sino coreografías de dibujos animados. Se abrazan y, ya en su selva, adoran la copa que han ganado como si se tratara de un ídolo, el que ha de resarcirles y curarles de todo mal. Así es, en efecto: gracias a los reflejos del sol en el vaso dorado reciben la visita de un equipo médico que se había perdido entre bambús y animales salvajes. El entrenador, que tuvo que huir de la final por un complicado asunto mafioso que ahora no viene al caso, acaba dando lecciones a las famosas mujeres jirafas, que también juegan al fútbol. En la extrema ingenuidad de la cinta, sobresalía este mensaje, ingenuo en su comicidad, pero profundo en la reflexión que podría extraerse: el mundo entero juega al fútbol.
Es la sensación que a uno le asalta estos días y que protagonizó buena parte del debate. Cuando alguien asiste a una mesa redonda sobre la literatura del novecientos, pues bueno, no hay problema. Larga su teoría sobre la literatura del novecientos y se queda tan ancho. Cobra, se va y no tiene que justificar ante nadie que perdió parte de su precioso tiempo hablando del novecientos y de su literatura. En un debate sobre el fútbol y su presencia en el mundo globalizado, pues bueno, la cosa puede empezar a torcerse, porque, de entrada, uno casi se ve obligado (aún hoy) a justificarse.
Tuve la suerte de coincidir con Martí Ayats, un trepidante aficionado y espléndido periodista, que supo plantear la discusión en su justo término. Alguien dijo que el fútbol engancha porque es antinatural, porque ante la posibilidad de inventar algo acorde con lo humano (es decir, que pueda jugarse con las extremidades superiores), hubo quien pensó que era mucho mejor jugar con los pies. En la dificultad impuesta de esa primera idiotez está la esencia del fútbol. Lo más raro deviene familiar. Y no sólo eso: se convierte en lo más normal, lo más fácil. En cualquier momento, en cualquier espacio, dijo Ayats, puede jugarse al fútbol. Y dijo: "Este deporte apasiona porque implica. La implicación es básica". En el que juega y en el que mira. Uno se siente transportado por el equipo al que cedió sus más íntimas convicciones. Contó Ayats que en el "teatro de los sueños", en Old Trafford, se sorprendió al ver a un hincha del Liverpool como él aplaudir a los suyos en la derrota. "¿Por qué les aplaudes?", preguntó. El aficionado respondió: "¿Ves esta camiseta? También es la suya. Yo estoy allí con ellos y ellos están aquí, conmigo. Somos uno. Me aplaudo para no desmoronarme".
De nuevo, un Mundial de fútbol. Implicación, evocación, memoria y mito, de nuevo juntos, en un mes que retendremos en el más íntimo de nuestros calendarios.
Publicado en La Vanguardia, 11 de junio del 2006
¿De qué juega Dios en el Mundial?

Iniciativa en Internet de la página web del episcopado chileno
SANTIAGO DEL CHILE, viernes, 9 junio 2006 (ZENIT.org).- «A Cristo por el fútbol», este es el lema que se plantea la página web de la Conferencia Episcopal de Chile, www.iglesia.cl al lanzar una sección especial con reflexiones, testimonios, documentos y sugerencias para mirar Alemania 2006 desde los ojos de la fe y vivir este tiempo de fútbol en comunidad.

El testimonio de un obispo entrenador, palabras de los Papas acerca de fútbol, reflexiones de sacerdotes, profesores, orientadores y periodistas, son algunos de los contenidos que ofrece el «Especial» de Iglesia.cl.
Con el objetivo de apoyar a la reflexión en parroquias, comunidades y colegios, el «Especial» también incluye la Oración del Mundial y una Ficha para dedicar un encuentro grupal a la reflexión de este tema.
«Para los católicos, el fútbol bien puede ser una manera de encontrarnos con el Señor, de seguirlo y de caminar hacia la santidad», explican los ideadotes de esta inicaitiva. «En el juego reconocemos valores nobles como el trabajo en equipo, el juego limpio, la solidaridad, la unidad y el compañerismo. Pero también descubrimos amenazas: una desmedida exaltación de ídolos, la rivalidad, la mercantilización del deporte, la violencia».
Juan Pablo II definía al fútbol como «una forma de juego, simple y complejo a la vez, en el que la gente siente alegría por las extraordinarias posibilidades físicas, sociales y espirituales de la vida humana».
El cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, ha dicho: «la fascinación por el fútbol consiste, esencialmente, en que sabe unir de forma convincente estos dos sentidos: ayuda al hombre a autodisciplinarse y le enseña a colaborar con los demás dentro de un equipo, mostrándole como puede enfrentarse con los otros de una forma noble».
«¿Hay que separar al fútbol de Dios, poniendo el partido como alternativa a la Misa o la jornada? ¿O más bien estamos ante una preciosa oportunidad evangelizadora, de descubrir y estimular valores en el fútbol y en sus hinchas?», se preguntan los animadores del «Especial».
«Hablemos de Dios en el estadio, hablemos de los valores del fútbol en el hogar y también en nuestras reuniones de comunidades», propone www.iglesia.cl.
Creyentes esféricos/FRANCESC-MARC ÁLVARO
Puede ser cristiano, musulmán, judío, budista o ateo, pero durante un mes sólo creerá en el dios balón y en sus profetas, los futbolistas que admira. Este creyente tiene todos los colores imaginables de piel, habla todas las lenguas, es millonario y miserable y habita todos los grados intermedios de riqueza y pobreza, tiene doctorados por las mejores universidades y es analfabeto. Sus sueños son todos los habidos y más. Pero este creyente esférico está unido por una de las pocas realidades realmente planetarias: el fútbol. Ante el gran deporte espectáculo desaparece el choque de civilizaciones y caen todas las barreras culturales, políticas, económicas y sociales. Surge una sola ilusión, una sola pasión y una sola forma de entender la vida: ganar o perder, meterla o no meterla. ¿Simple? No lo debe ser tanto.
La tele es su altar. Gracias a la tele sigue el Mundial. Si no hay tele, hay radio, hay internet, hay teléfono móvil. Lo único necesario es que exista alguna máquina de narrar la gesta. Seguir las hazañas de sus ídolos se convierte en algo parecido a respirar. Primero está su equipo de toda la vida, los colores de sus amores por los que se desvive. Pero ahora se trata de otra cosa, de equipos que dicen representar la esencia balompédica de las naciones (mejor decir de los Estados), que es lo contrario a la verdad mercenaria del gran club, que es siempre crisol de talentos de muchas geografías bailando a un mismo compás. Verbigracia el Barça de nuestras abundantes alegrías. En cambio, una selección es un no-equipo, una suma de individualidades repescadas para improvisar una cohesión y una complicidad que no siempre acaba de fraguar. Verbigracia la actual selección española de Luís Aragonés.
El hincha es idéntico en espíritu, sea de donde sea. Por eso, cuando se encuentran cara a cara, los seguidores de dos selecciones se reconocen y se admiran en el otro. La alteridad es ahora un espejo esférico y lleno de clavos, como las botas de los héroes. El festival se convierte en una guerra de símbolos y de marcas, de algo incruento pero más peligroso que una carga de la brigada ligera. Lo cual no excluye, como nos enseñó en sus reportajes el maestro Kapuscinski, que la guerra del fútbol derive en guerra a secas. Todas las masas son susceptibles de inflamarse si se las combina de mala manera con gases pesados.
Orillados hoy los análisis marxistas que relacionaban los estadios con la alienación de las clases populares, el creyente esférico ya no se siente culpable de serlo, al contrario. Ahora, el poeta, el científico, el artista y el místico se acercan a las canchas para escuchar el sonido de la hierba acariciando el balón. El arte que desprende una jugada maravillosa es puro misterio y ante tal potencia hay que quitarse el sombrero y adherirse a la fascinación general. Los políticos, que son como moscas a la miel, acostumbran a saber que nada mejor para la moral de los pueblos que una buena ración de goles. ¿Simple ¿Sí, pero sigue funcionando. En el norte y en el sur.
El hincha pasará un mes de especial densidad, con ratos buenos y malos. Si su equipo cae pronto, escogerá otra selección como preferida para seguir en la ceremonia con más ganas. Si los suyos avanzan, llegará un momento en que olvidará todo lo que le rodea para entregarse a su verdad. El creyente futbolístico ama como nadie nuestro planeta porque sabe que éste no es más que un balón perdido que espera la gran patada final. Le vale también si es un penalti.

La Vanguardia, 11 de junio del 2006

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