Cuál es la batalla/Felipe González, ex presidente del Gobierno español
Tomado de EL PAÍS, 26/04/2007;
Las elecciones presidenciales de 2002 fueron una anomalía, en su desarrollo y en sus resultados. La eliminación de Jospin en la primera vuelta, a manos de Le Pen, produjo la conmoción que llevó a Chirac a la presidencia con un inusitado 82% de los votos. La izquierda, sorprendida y frustrada en la primera vuelta, volcó su apoyo en Chirac, quebrando la tradición histórica izquierda-derecha característica de Francia. La derecha creyó en la mayoría como algo propio y no anómalo.
Sin embargo, la división clásica de la sociedad francesa verticalmente, oculta otra, cada vez más relevante, entre modernizadores y bonapartistas, que la separa horizontalmente. Aunque en la votación del domingo se interprete la subida de Bayrou como el ascenso de posiciones centristas, tengo la impresión de que es una respuesta a la derecha y a la izquierda desde preocupaciones modernizadoras.
La gente que está descontenta con las propuestas de la derecha, aun siendo de derechas, o las que lo están con las de izquierda, aun siendo de izquierdas, representan el desasosiego como enfermedad difusa de los franceses. Saben que Francia no es lo que fue, saben que no lo volverá a ser en la nueva situación mundial, pero no saben cómo será su futuro.
Francia es un país con una historia exitosa en la era contemporánea. Rico, cohesionado e influyente, durante mucho tiempo ha tenido una pulsión mayoritaria conservadora. Sólo la habilidad de Mitterrand hizo cambiar ese ciclo histórico y colocó al Partido Socialista como alternativa creíble, a costa del hundimiento del Partido Comunista, en aquella famosa unidad de la izquierda de la segunda mitad de los 70 y primera de los 80.
La tendencia histórica conservadora no impedía que Francia fuera un laboratorio de ideas progresistas y el campo en el que se anticipaban agitaciones callejeras que después se extendían a otros lugares del mundo. En medio de un debate muy vivo durante décadas, últimamente en declive, la mayoría de los franceses mantenían un poder tradicional en las urnas. Una derecha peculiar, en un Estado fuerte y centralizado como ningún otro, con políticas públicas muy presentes en casi todos los sectores y un cierto populismo social, mantuvo durante décadas su hegemonía política.
A partir del triunfo de Mitterrand en el 81, los franceses han cambiado de mayoría parlamentaria en cada elección. Parecen estar a la búsqueda de una respuesta para ese malestar difuso que los aqueja, a la incertidumbre que nace de la convicción de que las cosas no pueden seguir como están, aunque tengan miedo a los cambios.
De esta forma, en cada nuevo gobierno de mayorías alternativas, con o sin cohabitación con la presidencia de la República, las reformas se han ido aplazando porque el triunfo de esas mayorías ha sido siempre a la defensiva como consecuencia del miedo al cambio de rumbo de la República. Las campañas electorales del último cuarto de siglo se han basado en unos discursos clásicos de izquierda y derecha, con propuestas de mantenimiento del statu quo más que transformadoras para enfrentar los desafíos de la globalización. Tal vez Francia haya sido el país desarrollado más renuente a la aceptación de la nueva realidad derivada de la revolución tecnológica, el más contrario a la globalización.
Pero en todo el espectro político representativo de la izquierda y la derecha, salvo los fenómenos cada vez más marginales de las utopías regresivas, ha habido y hay modernizadores y bonapartistas. Se mantienen separados por la fractura histórica vertical entre la derecha y la izquierda, que les impide la aproximación en los temas centrales de la modernización y las reformas necesarias. Gentes que podríamos considerar de centro derecha o de centro izquierda, por emplear la terminología al uso, que dentro de sus tribus ideológicas se ven sistemáticamente arrastrados por las posiciones más tradicionales.
Y el desafío de Francia sigue vivo tras el resultado de la primera vuelta de las presidenciales que llevará a Sarkozy y a Ségolène al duelo definitivo o tal vez a un nuevo episodio de esta división vertical de la sociedad francesa que no permite que aflore la fractura horizontal de la que depende su futuro. Por eso, más que la batalla por el centro, se trata de la batalla por la modernización frente al continuismo.
Ambos candidatos representan un cambio generacional, lo cual es importante. Pero queda por saber si representan un cambio real ante los cambios estructurales que esperan al país para adaptarlo a los requerimientos de la nueva realidad mundial.
Sarkozy ha querido avanzar proyectos de reformas que se parecen demasiado a los neocon americanos para ser aceptables por los franceses. Además, ha polarizado en exceso a la sociedad con gestos de dureza difícilmente compatibles con el carácter un tanto patriarcal y unitario de la presidencia. Tal vez su mayor dificultad se derive de la combinación de estos factores. Neoliberalismo en sus propuestas reformistas y posiciones de derecha dura en temas identitarios. En su caso pesará más el voto anti-Sarkozy como limitante para llegar a la mayoría.
Ségolène es una novedad histórica que ha ido dando sorpresas desde el comienzo de las primarias. Es difícil imaginar un voto de rechazo, por su propia personalidad, pero también lo es imaginar que pueda movilizar el voto modernizador con su estilo un tanto “mitterrandista” y su apelación a los ciudadanos como responsables últimos de las reformas que el país necesita. Se puede comprender la dificultad, desde su posición de izquierdas, para convencer a los franceses de que es necesario emprender la modernización institucional del Estado y las reformas estructurales de una economía corporativizada que pierde capacidad de crecer y competir y, por eso, hace difícil mantener el grado de cohesión social al que están acostumbrados.
En ambos casos es difícil entrever la política europea que proponen, en un momento histórico en el que el papel de Francia tiene pleno sentido incardinada en la construcción de la Unión Europea, con su dimensión política, para pesar en el concierto internacional. Sola, la República seguirá chapoteando en la malaise.
El campo de batalla se sitúa entre modernizadores y bonapartistas, más aún que entre izquierda y derecha. Ésa sería la oportunidad de Ségolène si atrae los votos de Bayrou.
Sin embargo, la división clásica de la sociedad francesa verticalmente, oculta otra, cada vez más relevante, entre modernizadores y bonapartistas, que la separa horizontalmente. Aunque en la votación del domingo se interprete la subida de Bayrou como el ascenso de posiciones centristas, tengo la impresión de que es una respuesta a la derecha y a la izquierda desde preocupaciones modernizadoras.
La gente que está descontenta con las propuestas de la derecha, aun siendo de derechas, o las que lo están con las de izquierda, aun siendo de izquierdas, representan el desasosiego como enfermedad difusa de los franceses. Saben que Francia no es lo que fue, saben que no lo volverá a ser en la nueva situación mundial, pero no saben cómo será su futuro.
Francia es un país con una historia exitosa en la era contemporánea. Rico, cohesionado e influyente, durante mucho tiempo ha tenido una pulsión mayoritaria conservadora. Sólo la habilidad de Mitterrand hizo cambiar ese ciclo histórico y colocó al Partido Socialista como alternativa creíble, a costa del hundimiento del Partido Comunista, en aquella famosa unidad de la izquierda de la segunda mitad de los 70 y primera de los 80.
La tendencia histórica conservadora no impedía que Francia fuera un laboratorio de ideas progresistas y el campo en el que se anticipaban agitaciones callejeras que después se extendían a otros lugares del mundo. En medio de un debate muy vivo durante décadas, últimamente en declive, la mayoría de los franceses mantenían un poder tradicional en las urnas. Una derecha peculiar, en un Estado fuerte y centralizado como ningún otro, con políticas públicas muy presentes en casi todos los sectores y un cierto populismo social, mantuvo durante décadas su hegemonía política.
A partir del triunfo de Mitterrand en el 81, los franceses han cambiado de mayoría parlamentaria en cada elección. Parecen estar a la búsqueda de una respuesta para ese malestar difuso que los aqueja, a la incertidumbre que nace de la convicción de que las cosas no pueden seguir como están, aunque tengan miedo a los cambios.
De esta forma, en cada nuevo gobierno de mayorías alternativas, con o sin cohabitación con la presidencia de la República, las reformas se han ido aplazando porque el triunfo de esas mayorías ha sido siempre a la defensiva como consecuencia del miedo al cambio de rumbo de la República. Las campañas electorales del último cuarto de siglo se han basado en unos discursos clásicos de izquierda y derecha, con propuestas de mantenimiento del statu quo más que transformadoras para enfrentar los desafíos de la globalización. Tal vez Francia haya sido el país desarrollado más renuente a la aceptación de la nueva realidad derivada de la revolución tecnológica, el más contrario a la globalización.
Pero en todo el espectro político representativo de la izquierda y la derecha, salvo los fenómenos cada vez más marginales de las utopías regresivas, ha habido y hay modernizadores y bonapartistas. Se mantienen separados por la fractura histórica vertical entre la derecha y la izquierda, que les impide la aproximación en los temas centrales de la modernización y las reformas necesarias. Gentes que podríamos considerar de centro derecha o de centro izquierda, por emplear la terminología al uso, que dentro de sus tribus ideológicas se ven sistemáticamente arrastrados por las posiciones más tradicionales.
Y el desafío de Francia sigue vivo tras el resultado de la primera vuelta de las presidenciales que llevará a Sarkozy y a Ségolène al duelo definitivo o tal vez a un nuevo episodio de esta división vertical de la sociedad francesa que no permite que aflore la fractura horizontal de la que depende su futuro. Por eso, más que la batalla por el centro, se trata de la batalla por la modernización frente al continuismo.
Ambos candidatos representan un cambio generacional, lo cual es importante. Pero queda por saber si representan un cambio real ante los cambios estructurales que esperan al país para adaptarlo a los requerimientos de la nueva realidad mundial.
Sarkozy ha querido avanzar proyectos de reformas que se parecen demasiado a los neocon americanos para ser aceptables por los franceses. Además, ha polarizado en exceso a la sociedad con gestos de dureza difícilmente compatibles con el carácter un tanto patriarcal y unitario de la presidencia. Tal vez su mayor dificultad se derive de la combinación de estos factores. Neoliberalismo en sus propuestas reformistas y posiciones de derecha dura en temas identitarios. En su caso pesará más el voto anti-Sarkozy como limitante para llegar a la mayoría.
Ségolène es una novedad histórica que ha ido dando sorpresas desde el comienzo de las primarias. Es difícil imaginar un voto de rechazo, por su propia personalidad, pero también lo es imaginar que pueda movilizar el voto modernizador con su estilo un tanto “mitterrandista” y su apelación a los ciudadanos como responsables últimos de las reformas que el país necesita. Se puede comprender la dificultad, desde su posición de izquierdas, para convencer a los franceses de que es necesario emprender la modernización institucional del Estado y las reformas estructurales de una economía corporativizada que pierde capacidad de crecer y competir y, por eso, hace difícil mantener el grado de cohesión social al que están acostumbrados.
En ambos casos es difícil entrever la política europea que proponen, en un momento histórico en el que el papel de Francia tiene pleno sentido incardinada en la construcción de la Unión Europea, con su dimensión política, para pesar en el concierto internacional. Sola, la República seguirá chapoteando en la malaise.
El campo de batalla se sitúa entre modernizadores y bonapartistas, más aún que entre izquierda y derecha. Ésa sería la oportunidad de Ségolène si atrae los votos de Bayrou.
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