16 sept 2007

Enrique Krauze: 60 años (no es nada)


Larga vida al liberal Enrique Krauze (México DF, 16 de septiembre del 1947- )
Que cumpla 100 años ¡Felicidades!
Textos publicados en el suplemento cultural Angel de Reforma, 16/09/2007;
Regreso a la Generación de 1915/Enrique KrauzeReforma, 16/09/2007:
El 24 de mayo de 1972, el historiador publicó en La Cultura en México, suplemento de Simpre!, su primer artículo, que hoy se reproduce.
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En una página lúcida y cruel sobre Antonio Caso, Jorge Cuesta describió la impresión que había recibido al asistir por primera vez a una clase del maestro.
"El entusiasmo pedagógico era algo que no había encontrado todavía en mi vida escolar. La exaltación de sus gestos y de su voz sólo consiguió atemorizarme. Yo pretendía, ingenuamente, que la filosofía era un ejercicio intelectual esforzado pero tranquilo. Su exuberancia excedía mi poder".


En 1922, cuando la escena ocurría, Cuesta tenía 19 años; acababa de llegar de Córdoba, donde había vivido la Revolución desde las trincheras seguras de la infancia y la primera adolescencia. Era la edad, antes que nada, lo que le impedía entender al hombre que vociferaba filosofía en el estrado. Caso no había podido ser el reposado erudito y humanista que Cuesta exigía, para ello habría tenido que vivir en el exilio como sus amigos Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. La tormenta revolucionaria de 1915 había trasminado la poca vida intelectual de la Ciudad de México dejando paso, principalmente, a dos válvulas de escape: el exilio interno, la ironía de quien contempla "el triste espectáculo del mundo", o el arranque místico del caudillo cultural, dispuesto a defender con la palabra el castillo de la cultura. Julio Torri, Carlos Díaz Dufoo hijo, Antonio Castro Leal y otros antiguos ateneístas, siguieron el primer camino que algo tenía de suicidio intelectual. Antonio Caso pasó de los libros a la acción y tomó el segundo.
Entusiasmo pedagógico, exaltación, exuberancia, habían sido disposiciones normales, y no gestos, en aquella pequeña comunidad académica de 1915 que seguía al caudillo Caso y que no se componía de más de 30 a 50 miembros. La irregularidad y la provisionalidad rodeaban a esos jóvenes de clase media que habían decidido estudiar en plena revolución; los alumnos doblaban cursos, presentaban exámenes al vapor, mientras a unas cuantas cuadras de San Ildefonso, tronaban los pequeños cañones que empleaban las distintas facciones revolucionarias para apoderarse de la ciudad. En estas circunstancias, Antonio Caso predicaba a sus alumnos y devotos, a la luz de pálidas velas, la vida de los grandes cristianos de la historia; incitaba a sus oyentes a ingresar a la vida activa igualando con ella al pensamiento; predicaba el desinterés y la caridad; no había tiempo de investigar filosofía, ni siquiera de enseñarla pausadamente, había que blandirla.
La Gran Guerra, simultánea a la Revolución Constitucionalista, cortó casi por completo el habitual suministro de importaciones -materiales y espirituales- europeas. El efecto inmediato en esa pequeña cofradía de cultos fue desviar el interés del "problema del hombre" al más amplio y reducido "problema de México". 1915 fue el año de ascenso de los "batallones rojos", el de la primera ley de restitución y dotación de tierras (6 de enero); entonces aparecieron las primeras discusiones sobre la necesidad de reclamar todo cuanto fuese de México, comenzando por el petróleo. En el ámbito artístico, México parecía recobrarse en las canciones criollas de Manuel M. Ponce, las telas de Saturnino Herrán o los poemas de Ramón López Velarde, en los que sólo se leía una nueva visión provinciana.
En los jóvenes devotos de Antonio Caso, la exaltación mística se fundía con las promesas revolucionarias para formar las corrientes de actitud más encontradas. Todos eran socialistas sentimentales y tolstoianos, presumían de antiintelectualistas, desinteresados y nacionalistas; en sus discursos juveniles se anuncia a los caudillos del porvenir y se venera al pueblo; contradictoriamente también, se declara el culto de la acción y del misterioso acontecimiento que habría de purificar al País. La Revolución los había sorprendido sin esquemas o teorías, no sólo para anticiparla, sino para entenderla.
La exaltación permanecería como un rasgo casi biológico en todos ellos, como un "estado mental de lucha", de acuerdo con la fórmula de uno de sus actores más sensibles, Manuel Gómez Morín. Pero fue precisamente en Gómez Morín y en su compañero Vicente Lombardo Toledano, en quienes todos aquellos sentimientos y rebeldías indeterminadas hallaron mejor tierra para germinar. Había que ver la defensa vehemente de la Universidad que ambos hicieron en las calles y en el Congreso de la Unión hacia 1917, sintiéndose depositarios de la antorcha cultural que venía de Justo Sierra y los ateneístas; sus compañeros, Alberto Vázquez del Mercado y Antonio Castro Leal, mayores y más cercanos a la tradición humanista de Henríquez Ureña que a la predicante de Caso, eran un poco más críticos y escépticos; Narciso Bassols y Miguel Palacios Macedo, más jóvenes, derivan su inquietud a formas concretas de acción política; Daniel Cosío Villegas, todavía más joven, permanecía según fórmula de Gómez Morín "sistemático y lejano".
En 1918, Gómez Morín y Lombardo Toledano comienzan a dar una solución práctica a sus inquietudes. El peso de la historia familiar sería decisivo. Gómez Morín, hijo único y único apoyo de su madre viuda, había escalado con esfuerzos y con el impulso de su madre cada una de sus posiciones; no había desdeñado ningún trabajo, desde corrector de pruebas hasta maestro de tropa; en algún momento, cuando sintió que sus proyectos de servicio público se cimbraban, consideró seriamente la alternativa de convertirse en bailarín profesional. El caso de Lombardo Toledano, tan intenso emocionalmente como el de Gómez Morín, era en cierta forma paralelo y contrario; la fascinante historia de su abuelo, un inmigrante italiano fundador de fortunas y de una gran familia que conoce un ascenso, tan súbito, como su crepúsculo en los años de la Revolución; gran parte de la lucha posterior de Lombardo y de sus actividades se originaron en esa lucha genealógica que presenció y vivió; de allí emanaban las dos principales vertientes de su actitud, la voluntad de poder y el afán de componer -con palabra, después de conocer a Caso- un mundo malo.
Ambos eran nietos de inmigrantes; ambos, devotos de Caso, traían historias familiares de tensión y desequilibrio a cuestas, en 1919 ingresan a El Heraldo de México, diario de oposición del que era dueño el general Salvador Alvarado. Gómez Morín se pregunta en sus editoriales por el valor de las instituciones y como el constructor de ciudades que contempla el páramo en donde habrá de trabajar, propone reformas al código comercial, penal, civil, a la legislación bancaria y hacendaria; para el asunto del día, el de la aplicación del artículo 27 constitucional al caso del petróleo, Gómez Morín se aleja tanto de la visión litúrgico-jacobina que defiende posiciones abstractas, como de la visión juridicista, a cambio de una visión enteramente práctica, técnica como él comenzó a llamarla. Apuntaba desde entonces un ingeniero social.
Lombardo Toledano, hijo predilecto de Antonio Caso, hereda del maestro la clase de Ética, es el primer graduado como profesor de filosofía; los problemas técnicos no parecen interesarle; en lugar de libros sobre la cuestión de la tierra, Lombardo revisa los escritos de la educadora nórdica Ellen Kie, como secretario de la Universidad Popular impulsa las conferencias a públicos obreros y sueña con ver multiplicada esa institución en todas las ciudades. Sus artículos en El Heraldo reiterativamente tratan de la educación popular, un proyecto no lejano al de Justo Sierra.
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Las revoluciones nos parecen odiosas o deseables de acuerdo con la concordancia entre sus principios y los nuestros. Pero tienen todas una virtud inherente a su ímpetu, la de lanzar a la superficie de la acción y la responsabilidad a los verdaderos jóvenes. Hombres con mentalidad fresca, con ojos para lo nuevo y sorprendente. La revolución de Agua Prieta llamó a Vasconcelos al ministerio de Educación y colocó a la planilla mayor de aquella juventud del 1915, entre la cual destacaban los llamados "Siete Sabios", en los puestos públicos más encumbrados. "Para poder gobernar hay que saberse rodear" es frase atribuida a Obregón y por ello Adolfo de la Huerta se preciaba de haber escogido únicamente a los jóvenes más limpios, a los "recién desempacados".
Pocos casos hay en la historia de México en los que el intelectual se integra a un régimen con tal fe y entusiasmo y a una edad tan temprana. Gómez Morín, por ejemplo, es Subsecretario de Hacienda en 1921, a los 23 años, y Agente Financiero de México en Nueva York a los 24. Lombardo Toledano es Oficial Mayor de Gobierno del Distrito a los 26 y dos años después, gobernador provisional del estado de Puebla. La sola presencia de Vasconcelos en Educación y el retorno de la plana mayor del Ateneo, parecían pruebas suficientes para hacerlos pensar que el intelectual podía y debía hacer una obra de beneficio colectivo.
Un intelectual de los 70 difícilmente podría entender aquello que esos hombres proyectaban hacer. Adocenado, retirado por decenios de todo poder real, arielista, el intelectual de los 70 mira con incredulidad los proyectos nacionales de aquellos otros intelectuales de la acción. A finales de 1921, Manuel Gómez Morín envía desde Nueva York, consejos y planes de construcción a gobernadores, amigos, diputados, ministros y el propio Presidente. Un desbordamiento de imaginación de quien, en la Agencia Financiera y a los 24 años, tenía que defender los intereses de México nada menos que con los banqueros y petroleros más poderosos de la tierra: fundación de bancos refaccionarios, sistemas de irrigación, nueva legislación agraria, un banco único de emisión, formas de publicidad educativa, maneras de convertir la labor apostólica vasconceliana en una organización. En México, Lombardo Toledano seguía actuando con la palabra, escribía folletos contraevangelizadores para convencer al pueblo de que el reparto de la tierra no se oponía a los mandatos de la Iglesia; escribe también una Ética y un breviario de Derecho Público con el objeto de educar a gobernados y gobernantes. Uno pretende cimentar la construcción del buen poder, del reino de la felicidad que la Revolución tenía prometido; el otro predicar su inminente llegada, el aplastamiento del error y el triunfo de la fe. Lombardo es entonces un ávido lector de los Evangelios, Gómez Morín de las novedades organizativas de los soviets.
Hacer y fundar son sinónimos. Octavio Paz lo vio al hablar de Vasconcelos en un capítulo de El laberinto de la soledad. Exhausta y vacía no sólo de cuadros administrativos sino académicos, la Revolución los seduce y llama también, para encargárselos. En 1923, Gómez Morín es Director de Jurisprudencia y Lombardo, de la Preparatoria. La labor docente no la entienden como un quehacer intrínsecamente intelectual, sino como una cruzada moral, una nueva oportunidad de hacer mejores ciudadanos, dispuestos a hacer un país mejor. Gómez Morín introduce nuevas carreras para educar hacedores; Lombardo, nuevas cátedras para educar educadores. Vasconcelos es el gran abanderado; después de su proyecto, todo intento prometeico les parecería posible.
Demasiado suaves, demasiado cándidos e incorruptibles, demasiado jóvenes en un país donde la violencia no esperaba a ser la última ratio del Estado. Secretamente, el demonio del servicio público les había cerrado vías de realización personal e intelectual que generaciones anteriores y siguientes transitarían: no escriben, no fundan cenáculos y revistas, no ejercen la crítica pública, odian la burocracia y la iniciativa privada por lo que ambas tienen de oscuras y anónimas. Gómez Morín y Lombardo, igual que el resto de jóvenes de 1915, han nacido en un foro nacional, han tomado en serio la Revolución; México no les parecía ya el cuerno de la abundancia; había que improvisar, fundar y trabajar para salvarlo.
La política que en 1923 separa a los poderosos juega con los destinos frágiles de muchos de estos jóvenes. Miguel Palacios Macedo, por ejemplo, se suma a la revuelta delahuertista, trabaja en ella como encargado de la Hacienda Pública y, al cabo de la derrota, sale exiliado a París donde permanecería cuatro años. Vázquez del Mercado desciende de una subsecretaría a la sima de una Diputación Federal por el estado de Guerrero. Sólo Vicente Lombardo Toledano y Manuel Gómez Morín se sostienen cada uno en su respectivo emplazamiento.
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Durante el periodo presidencial de Plutarco Elías Calles se consolidó el Estado mexicano tal y como ahora lo conocemos. Uno de los capítulos centrales de esa ofensiva estatal fue el económico y dentro de éste, el papel de eminencia gris correspondió a Manuel Gómez Morín: la creación y dirección del Banco de México, del Banco de Crédito Agrícola, nuevas leyes bancarias y fiscales, proyectos de seguro social y crédito popular, convenciones fiscales. Una obra de aliento similar a la de Vasconcelos en educación. Paralelamente a esa labor, Gómez Morín desarrolla una vertiente apostólica que traía ya desde los años estudiantiles. Una intensa correspondencia con su amigo y crítico Palacios Macedo y con José Vasconcelos, los dos grandes exiliados, lo convence poco a poco de la insuficiencia de la técnica. En su folleto titulado 1915 invoca la unión de una generación que no tiene eco. Técnica y apostolado habían sido sus motivos como Liga de Educación Política de Ortega y Gasset, pero la política tenía muy ocupadas a las gentes para integrar grupos cívicos de presión moral. En apuntes inéditos y en su correspondencia -que es algo similar a una respiración moral- Gómez Morín deja testimonio de su visión de los problemas del País y su personal utopía para resolverlos.
En 1927, a los 30 años, enfermo, Gómez Morín viaja a Europa, donde pasa largas temporadas con los dos exiliados. El aislamiento mexicano que por años había ponderado como motor de un sentido de autonomía, comienza a parecerle una infame manipulación patriotera; no es ya la indefinición, la falta de claridad en los programas revolucionarios, la superficialidad y la falta de técnica, los que le parecían problemas urgentes de México; en 1927 pensaba más en la corrupción, el peculado, la traición y, sobre todo, la violencia. Gómez Morín carece de la contextura moral para seguir adelante desde su emplazamiento técnico; Vasconcelos y Palacios Macedo habrían dicho que Gómez Morín había esperado demasiado de un país envilecido. El técnico que no puede fundar el buen poder resuelve ser político.

Krauze: La historia personal/Fernando García Ramírez*, entrevista
Reforma, 16/09/2007;
Enrique Krauze confiesa que el pasado, la crítica del poder y el hacer algo por México son las tres pasiones que lo mueven a la acción. Hoy que celebra seis décadas de vida y a unos días de cumplir 25 años como analista político, el historiador mexicano narra en entrevista su travesía por la cultura.
-Tu primer libro de historia fue una biografía colectiva, Los caudillos culturales en la Revolución Mexicana, ¿cuándo decidiste orientar tu vocación de historiador hacia la biografía?
-Nunca lo hice de manera muy consciente. Creo que gravité de manera casi natural hacia la biografía. De chico escribí algunos esbozos biográficos de personajes de la historia judía. El primer texto largo que escribí fue una especie de biografía de mi abuelo. Veneraba a mis abuelos, y cuando éstos murieron, empecé a buscar abuelos virtuales en la historia nacional. Siempre he tenido esa visión de las cosas: no puedo ver los grupos en conjunto, sino a las personas como individuos.
-Has hecho tuya una frase de Juan de Mairena: los individuos no se suman. Esa defensa del individuo, bastante singular en la cultura hispánica y mexicana en lo particular, subyace a tu necesidad de descifrar personalidades. Somos dados a las historias corporativas, a las historias de masas. La familia, y no el individuo, está en la base de nuestra sociedad. ¿Qué te dice esa matriz colectiva de la cultura hispánica y de la cultura mexicana?
-Mi querido Richard Morse, gran historiador y amigo entrañable, veía en la cultura hispánica la propensión a un Nosotros, que nos daba una convivialidad y un calor humano que no existe en otras culturas. Es verdad, nos hemos ido muy lejos en ese extremo y hemos olvidado al individuo. Hemos caído en la mitología de creer, por ejemplo, que los sindicatos por principio defienden mejor a los trabajadores que los trabajadores mismos. Hay que volver a equilibrar: el péndulo debe oscilar. Debemos volver a poner la mirada en la defensa de los derechos individuales. Se ha hecho en cierta medida: en la democracia cuentan los votos individuales. Estamos también aprendiendo a ejercer nuestra mejor tradición jurídica, como el derecho de amparo, que es un derecho individual. La Revolución mexicana contaminó esta tradición con la justicia social, y ésta terminó por ser la justicia tal como la decretaba el Presidente.
-Has dicho que Daniel Cosío Villegas, a quien le dedicaste tu segundo libro, era un "liberal de museo". ¿Cómo fue como maestro, cómo aceptó que escribieras su biografía?
-Yo quería escribir sobre los intelectuales en la Revolución, porque me preocupaba el tema de la relación entre los intelectuales y el poder —tema delicado en los años posteriores al 68. Cosío Villegas me sugirió, una mañana a principios de los años 70, en sus oficinas en la Torre Latinoamericana, estudiar a su propia generación, la de 1915. De manera natural empecé a entrevistarlo a él, en 1970. Grabábamos todos los miércoles a las 4:30 en su casa. Llegué a grabar más de 35 entrevistas, que aún conservo. Terminada la investigación, escribí mi tesis, que llamé Los Siete sobre México. Fueron Gabriel Zaid y Luis González los que, al leerla, me hicieron ver que de ella se desprendían tres libros: un libro sobre los Siete Sabios, otro libro sobre Cosío Villegas y un tercero sobre la reconstrucción económica de México en la época de Calles. Así nacieron mis tres primeros libros.
Don Daniel murió el 10 de marzo de 1976. Había sido presidente de los sinodales en mi examen profesional, como doctor en Historia en el Colegio de México. Sabía que Siglo XXI iba a publicar los Caudillos culturales..., desgraciadamente para mí, no alcanzó a ver el libro. No obstante, pocos días antes de morir, pudo leer dos capítulos de la biografía que había escrito sobre él. Esto ocurrió en su cubículo de El Colegio de México; me dijo: "Los he leído, pero, la verdad, no tengo la menor idea de si este libro que usted está haciendo tenga el menor interés para el lector...".
-Hasta entonces habías estudiado a los intelectuales, ¿en qué momento y por qué decidiste biografiar a los hombres de la pala y el fusil y dejar de lado a los hombres de la pluma?
-Conocí a Miguel de la Madrid en 1981. Me comentó que le había gustado la entrevista que hice a Isaiah Berlin sobre la vigencia del liberalismo y me preguntó si me interesaba hacer algunos documentales sobre los personajes de la historia mexicana. Había estado yo en Inglaterra, donde había aquilatado el valor de los documentales para la divulgación de la historia, y le dije que sí.
Me apliqué entonces a estudiar a los personajes de la Revolución. El proceso de estudiar las biografías de esos ocho personajes me llevó cuatro años y medio. Basado en fuentes primarias muy específicas y muy cruciales, y en una amplia gama de fuentes secundarias y de entrevistas, fui avanzando de personaje en personaje. Mientras estaba escribiendo los ensayos, que luego reuniría en Biografía del poder, Jaime Kuri y Alberto Isaac se pusieron a trabajar en los guiones para televisión. Esos libros los publiqué cuando cumplí 40 años. Me gustó mucho escribirlos por lo que comprendí del País, porque me había inclinado por la historia intelectual y necesitaba conocer la otra cara, la cara más oscura de la historia: la cara del poder.
-El maniqueísmo que se vivió y sufrió durante el siglo 19 mexicano pervive de algún modo en nuestro siglo 21, bajo diferentes etiquetas. Esa dicotomía excluyente muestra, según tu interpretación, que no hemos logrado reconciliarnos con nuestro pasado. Por eso el País vive en la mentira. ¿En qué términos puede alcanzarse esa reconciliación de los opuestos?
-He ido avanzando más en esa convicción. Quizá por razón de la matriz teológica-política de México o por la actitud de la Iglesia en el siglo 19, hubo una gran oposición a los embriones del liberalismo católico. Todos los liberales de la Reforma, salvo Ignacio Ramírez, eran católicos, creyentes y practicantes. Sin embargo, la enorme mayoría se opuso de tal modo a esa corriente que se volvió imposible el diálogo. Más adelante, cuando llegaron los liberales al poder, desterraron del escenario público e histórico a los conservadores.
Esa actitud de negarse y desterrarse mutuamente la continuamos a lo largo del siglo 20 y creo que hoy todavía pervive. Al cerrar las posibilidades de un liberalismo católico, nos cerramos a las posibilidades de la tolerancia, de la conversación.
Esto es algo en lo que ha insistido mucho Gabriel Zaid. Yo he retomado ese tema porque estoy convencido de que tiene razón. Así como también me interesa la tesis desarrollada por Octavio Paz, de la reconciliación con nuestros pasados —el indígena y el español—, con los fantasmas de Cuauhtémoc y Cortés. Yo pienso en la reconciliación de pasados más recientes, en la reconciliación entre conservadores y liberales. Ese debate está pendiente en el siglo 21. Sin un debate así, el País no va a poder construir una democracia sólida.
-¿Estás listo para escribir la vida de José Vasconcelos, el único genio mexicano, según Octavio Paz?, ¿nos puedes adelantar algo de ese trabajo?, ¿por qué Vasconcelos?
- Escribir el Vasconcelos es mi utopía personal. Octavio Paz siempre me impulsó a escribir esa biografía. A lo largo de 25 años, he ido reuniendo muchos materiales. Espero terminar en los próximos meses un par de libros que tengo en el fogón, y luego meterme de lleno en la vida de Vasconcelos.
Lo admiro menos ahora: soy más escéptico. Lo encuentro más complejo y más simple. Más complejo por la variedad de cosas que hizo en su vida y más simple porque siento que lo dominaba un apetito de poder que ahora me parece un poco repugnante. Pero sí, con esa biografía tengo una cita con el destino.
-¿Cómo y por qué te iniciaste como comentarista político?
-El origen de esto se encuentra en 1968. Participé en el movimiento, no como líder, pero sí como militante activo y entusiasta. Isabel Turrent y yo fuimos a las manifestaciones, ambos inmensamente esperanzados en un futuro de libertad para México. Detestábamos al gobierno de Díaz Ordaz y todo lo que fuera autoritarismo. Más concretamente, el primer texto político que escribí fue contra López Portillo: "El timón y la tormenta", inmediatamente después de la nacionalización de la banca.
Al escuchar el discurso de López Portillo me avergoncé y preocupé, porque en él veía expresado el momento más alto del populismo mexicano, y pensé que tendría, como en efecto tuvo, consecuencias terribles. Mi generación aplaudió ese acto.
A contracorriente, yo lo reprobé y repudié. Escribí ese ensayo en unos cuantos días y lo publiqué en Vuelta en octubre de 1982. A partir de entonces no me detuve. Un año después escribiría "Por una democracia sin adjetivos", que apareció también en Vuelta, en enero de 1984. A ese par de artículos siguieron muchos otros. En estos días justamente cumplo 25 años de crítico del poder, por ponerlo así.
-Como observador crítico de la política, ¿desde qué perspectiva escribes?, ¿lo haces como historiador, como intelectual?
México es un país casi teológico, dogmático en extremo, dominado más que por ideas, por pasiones ideológicas. En México se habla de los principios como en el siglo 19 se hablaba de los dogmas. No se discuten los problemas ni se les busca soluciones concretas. Quiero pensar en lo que escribo como una combinación de un historiador liberal y un ingeniero. Alguien que ve que las cosas pueden hacerse y que encuentra descorazonadores los rasgos que conforman nuestra vida política, como la retórica, la pasión, la confusión, la pasión sorda, los intereses oscuros, la simple tontería.
-Llevas casi 25 años hablando de la izquierda moderna que México necesita, ¿cómo ha sido tu diálogo con la izquierda?
-Ha sido una relación muy conflictiva. En principio porque nunca me he considerado de derecha. Nieto de un socialista judío, ¿cómo podría simpatizar con las corrientes de la derecha mexicana? Tampoco soy un liberal económico a ultranza: el Estado debe tener un papel regulador. Pero es en la derecha donde, para polemizar conmigo, me han querido colocar. Mi polémica con la izquierda tiene su origen en un ensayo que escribí en 1981 acerca de un libro, ¿La historia para qué?, que reunía las opiniones sobre esa disciplina de todos mis amigos de izquierda y algunos maestros.
Ellos tuvieron la bondad, digamos, de excluirme de ese libro, por lo que reaccioné contra el ninguneo, para expresar mi posición sobre ideas que me parecían respetables, pero con las que no estaba de acuerdo. La polémica inició en ese entonces y ha continuado hasta ahora.
Sigo creyendo que si México no logra tener una izquierda moderna, democrática, liberal, dialogante y respetuosa, que entienda la vida empresarial y la necesidad de la tolerancia, no vamos a poder transitar a un estadio superior histórico, porque la fuerza cultural de esa izquierda —en la academia y el periodismo— es tal que si ella no quiere que el País cambie, el País no va a cambiar. Cada vez que me topo con el dogmatismo, la intolerancia, el nacionalismo mal entendido, la absoluta suficiencia de los obispos que se enfrentaron contra el liberalismo en el siglo 19, me parece que estoy oyendo a los actuales obispos, los laicos de la izquierda mexicana. Es el mismo discurso.
El enemigo a vencer de la Iglesia del 19 fue el liberalismo, así como el enemigo de la izquierda del siglo 20 y 21 sigue siendo el liberalismo. En ciertos ámbitos, la izquierda —en el tema social, en el tema sexual— es claramente abierta y tolerante, no así en lo político y en lo económico. Una izquierda como la que encarna Andrés Manuel López Obrador es una izquierda antiliberal. Sin embargo, no me puedo quejar, ni erigirme en algo que no soy, simplemente me gustaría entablar ese diálogo porque, repito, sin esa izquierda moderna el País no se va a modernizar.
-Quiero terminar esta entrevista preguntándote algo sobre lo que hemos hablado durante muchos años, ¿por qué haces lo que haces, qué es lo que mueve a la acción a Enrique Krauze?
-Hay, por un lado, una pasión por el pasado que tiene que ver con el amor y la piedad con los que se fueron, un amor que me imbuyeron mis abuelos y bisabuelos, que lo único que hacían era voltear hacia el pasado para recordar un mundo que había sido brutalmente suprimido. Por otro lado, me ha interesado hacer la crítica del poder porque creo que de ahí proviene el mal en que vivimos. No podemos renunciar al poder, pero hay que criticarlo cuando menos. La convicción de todo liberal es limitar y criticar al poder, pero no destruir el poder. No creo en las revoluciones, ni en la destrucción y la violencia.
Me habría gustado que México hubiera sido un país más de reformas que de revolución. Un tercer factor tiene que ver con mi faceta de empresario. De niño veía a mi padre ganarse el dinero de manera independiente, lo veía construir cosas. Nunca consideré la posibilidad de tener un puesto, ni ser burócrata, siempre me pensé como un empresario independiente. Luego, Gabriel Zaid y Alejandro Rossi, que se dieron cuenta de que tenía esa habilidad, me llevaron a Vuelta y ahí me desempeñé como empresario cultural, esto es, como alguien que quiere servir haciendo obras culturales. Creo en la cultura libre.
Siempre he preferido trabajar para el público aunque esto en la academia se vea con recelo. Me apasiona la posibilidad de poner en manos del gran público documentales y otros productos culturales que le ayuden a recobrar su pasado. Me parece que es una labor no solamente legítima sino muy importante en México. En esencia, me mueven tres pasiones: pasión por el pasado, pasión por hacer la crítica del poder y pasión por hacer algo por México.
Quizá todo se reduzca a algo tan sencillo como eso: hacer algo por México.
*Fernando García Ramírez, crítico, es coordinador de Lupa Ciudadana.
De historiadores empresarios/Gabriel Zaid**Reforma, 16/09/2007;
Hay quienes hacen cosas admirables en el papel vocacional que escogieron, y quienes hacen algo más: inventar su papel en la vida
Por recomendación de Salvador Elizondo, descubrí la buena prosa de Lucas Alamán, con sorpresa. No la esperaba de un personaje público notable, que había estudiado ingeniería, había sido empresario y se había puesto a estudiar la historia de México, para entender en qué país vivía y mejorarlo. Parecida sorpresa me llevé descubriendo la buena prosa de Enrique Krauze, también ingeniero, historiador y empresario. Hay quienes hacen cosas admirables en el papel vocacional que escogieron, y quienes hacen algo más: inventar su papel en la vida, contra la corriente de "lo que debe ser un historiador" o lo que "debe ser un ingeniero".
Krauze habló de "caudillos culturales" para referirse al papel histórico de Vicente Lombardo Toledano, Manuel Gómez Morín y otros hombres de libros, que fueron más allá de los libros para crear un país mejor; empeño en el cual tuvieron que inventar su propia vida, nada convencional. Así también Daniel Cosío Villegas (una generación después) y Lucas Alamán (un siglo antes), lograron la unidad de su vida creadora en lo que externamente parecían figuras incompatibles. Como hombres de libros y de iniciativas prácticas, todos comprendieron la importancia del desarrollo cultural y casi todos actuaron como "empresarios culturales", figura desgraciadamente escasa en México, aunque tiene antecedentes ilustres. De esos historiadores empresarios viene el linaje intelectual de Enrique Krauze, que ojalá perdure en las nuevas generaciones.
Don Lucas vivió muchísimo, para su época: 81 años siempre activos. Lo correspondiente hoy serían cuando menos 100, deseables para su "tataranieto", que apenas ha cumplido 60 de una vida sumamente fructífera.
**Escritor y crítico mexicano
Buenos días, Sr. Krauze/Alejandro Rossi***
Reforma, 16/09/2007;
Es autor de libros excelentes de historia de las ideas, un género que había caído en desuso y que ha revivido entre nosotros Alejandro Rossi.
Más que la erudición del joven historiador, me impresionó —hace decenas de años— el entusiasmo de Enrique Krauze por, digamos, el "universo cultural", no se me ocurre otro modo de llamarlo. Quiero decir que el entusiasmo no se refería sólo a la historia y a las dos o tres materias que con justicia podríamos añadir. No, era otra cosa: una suerte de exaltación ante la vida intelectual. ¿La vida intelectual? Sí, el mundo de las palabras y de las ideas y el de sus encarnaciones materiales: los libros, las revistas, los periódicos, pero también las discusiones públicas y privadas. Había un intenso deseo de pertenecer a esa comunidad y lo exigía con una sinceridad inocente que me desarmaba.
Treinta años después, a sus 60 cumplidos, puedo decir que lo ha logrado con creces. Ocupa un lugar destacadísimo en nuestra trama cultural, es autor de libros excelentes de historia de las ideas, un género que había caído en desuso y que Krauze ha revivido entre nosotros; dirige una revista clave y una editorial que a la vez que publica las Obras Completas de Cosío Villegas y de Luis González también atiende a los emblemas del gusto popular: Sara García o María Félix. No oculta sus preferencias políticas y las defiende con claridad y firmeza, sin los contorsionismos habituales de quienes se refugian en los "matices" para quedar bien con Dios y con el diablo.
Doy fe, pues, que a sus 60 años persiste ese entusiasmo benéfico. El tiempo pasa y nos arregla o desarregla la figura al ritmo del capricho y del azar. Cuando conocí a Enrique Krauze parecía uno de esos mocetones israelitas (que encontré en las tierras altas de Galilea) de cuello abierto, una mezcla de agricultores y soldados. Era la época en que Enrique Krauze me preguntaba sin descanso acerca de libros y autores, Borges, Paz, Boswell, Spinoza, Orwell, Popper, Connolly y 100 más. Hoy es él quien me regala ediciones antiguas del Dr. Johnson y sus modales se han suavizado y luce ahora trajes de corte irreprochable y me consta su aprecio por los tintos de marca. Representa al autor-empresario, casi una invención sociológica en México, aunque en este momento de su madurez se asemeja más a un académico de alguna universidad elegante, de los que tienen conexiones con todos, las editoriales, la Banca y el Gobierno. Pero lo que de verdad importa es que el viejo fervor no se haya atenuado y sea aún el que defina las múltiples actividades.
Enrique sabe que la amistad es un vaivén de acuerdos y desacuerdos que se sostiene por la tolerancia y la creencia en la humanidad del otro. Desde ese territorio privilegiado, celebro hoy sus 60 años.
***Escritor, Premio Villaurrutia 2006

Krauze, el retratista/Christopher Domínguez Michael****Si algo ha hecho Krauze a lo largo de su obra es retratar con bondad e inteligencia a los héroes, a los antihéroes y a los caudillos culturales
En Sobre la aventura, Georg Simmel dice que el retrato (y se refiere al retrato en la pintura) es obra plena del Renacimiento, pues es un género que supera la oposición entre cuerpo y alma. La unidad que ofrece el retrato, asegura el sociólogo alemán, sólo se vuelve del todo patente cuando Spinoza piensa, de manera conjunta, en la corporalidad y el espíritu, la sustancia y el movimiento, el ser y el destino. Tanto si se cuenta la modernidad desde el Renacimiento como si se le apareja con la Ilustración y la Revolución francesa, pocos géneros tan cabalmente modernos como el retrato histórico y literario. Es cosa de ver el índice de la Anthologie du Portrait (1996), uno de los libros póstumos de Cioran: el género gravita entre el Gran Siglo y 1789, del aforismo al cadalso y de la guillotina al liberalismo.
El género lo inventaron los franceses y, sin embargo, no me sorprende que un anglófilo como Enrique Krauze haya publicado Retratos personales (Tusquets), un libro que coincide con los 60 años del historiador mexicano. Me llama la atención constatar que el biógrafo no haya utilizado previamente la palabra "retrato" en la portada de sus libros, porque si algo ha hecho Krauze a lo largo de su obra es retratar con bondad e inteligencia a los héroes, a los antihéroes y a los caudillos culturales: de Díaz y Madero a Zapata y Carranza, a los hombres de 1915 (y entre ellos, en primera fila, Daniel Cosío Villegas), a Octavio Paz, entre otros Mexicanos eminentes (1999), como tituló un libro previo.
Retratos personales, que reúne piezas escritas a lo largo del nuevo siglo, es una galería que destaca por la benevolencia con la que Krauze se refiere a villanos de fama sulfurosa como Emilio Azcárraga Milmo, nuestro last Tycoon, o al centenario jefe sindical Fidel Velázquez, que a lo largo de la entrevista que le concedió a Krauze se quita, quizá por primera vez, los lentes oscuros. Esa bondad (insisto con la palabra) del retratista proviene de la regla de cálculo utilizada para medir a aquellas personas que en principio son incomprensibles para un intelectual.
La inteligencia le permite, a su vez, mantener vivo el hogar del afecto, como se lee en el texto dedicado a Julio Scherer, el ruso. En esa cuerda afectiva Krauze sabe ser, también, letal, como lo es en el párrafo en que censura a Elena Poniatowska: "soldadera literaria de oído maravilloso y de una simplicidad intelectual inmune a la desilusión y a la experiencia". La destreza, en un biógrafo, lo expone. Casi siempre un retrato es una aproximación al autorretrato y Krauze mismo va apareciendo en Retratos personales: el joven empresario que salva la fábrica familiar, el ingeniero que se convierte en uno de los historiadores más leídos, el subdirector de Vuelta y el creador de Letras Libres, el nieto mexicano de un socialista judío que se transforma en un apasionado liberal en un país como México, donde hay muchos demócratas, pero poquísimos liberales.
Krauze recupera, en Retratos personales, viejos ensayos (alguna vez fueron artículos) que se leen muy bien en tanto que retratos, como ocurre con los consagrados a sus colegas historiadores, a Edmundo O'Gorman, uno de sus maestros, o a Jean Meyer, el francés que se volvió mexicano reconstruyendo el erial armenio de la Cristiada.
Retratos personales también ofrece varios de los mejores textos que ha escrito, como el dedicado al pintor Juan Soriano, persona (y personaje) tan diferente a Krauze que el contraste torna más perfecto el retrato. Otra pieza notable es la reseña retratística dedicada a la escritora y periodista británica Rebecca West, quien vino a México por primera vez a los 74 años y descifró apenas dos o tres líneas de nuestra mano que quizá sean las esenciales. El resto de los retratos los irá desvelando el lector: José Luis Martínez en su biblioteca, Rosa Verduzco entre los huérfanos, Alejandro Rossi y Gabriel Zaid en Vuelta, el anarquista Ricardo Mestre en el Café La Habana, don Luis H. Álvarez en huelga de hambre, Ralph Roeder en su suicidio o Carlos Castillo Peraza desplomándose ante la tierra prometida.
El trasfondo, en Krauze, es plutarquiano y su vena nace en Lytton Strachey, pero quien lea Retratos personales descubrirá, aquí y allá, el temple necesario como para situar al retratista en la familia de los moralistas.
El lector encontrará, también, mucha historia en esta obra, es decir, a la mirada que se despliega sobre el terreno para señalar "la presencia del pasado" entre nosotros, parafraseando otro de sus libros. Krauze es un historiador y es un moralista porque su obsesión es el futuro de nuestro pasado, lo cual no es una premisa obvia ni algo que le ocurra por naturaleza a todos los historiadores y a todos los moralistas.
Ese vínculo entre historiar y crear define a Krauze y le permite colmar su propio ideal de empresario cultural: el pasado debe estar para servirnos. La historia no es una metafísica sino una lección práctica, y el retrato, modernísimo e hipercrítico, siempre aspira a una ejemplaridad cuya divisa, es, en Enrique Krauze, la misma que en aquellos de sus maestros más queridos: Ducit amor patriae.
****Crítico literario y consejero editorial de El Ángel

Intelectual público/Pete Hamill******Krauze me ha enseñado que las personas buenas pueden discrepar, si el desacuerdo está a un nivel elevado y respetuoso, y seguir siendo amigas
Conocí a Enrique Krauze antes de conocernos en persona. Como un estadounidense en deuda permanente con México por la forma en que moldeó mi vida, intenté mantenerme en contacto desde la distancia, o en visitas sumamente infrecuentes. Ahí estaba Krauze, en Vuelta. Ahí estaba en televisión, hablando con inteligencia y humor, en un tono moderado. Ahí estaba: el más útil de los seres humanos, un intelectual público. En 1997, se publicó la edición en inglés de México: Biografía del poder. Fue el mismo año en que, finalmente, actué con base en mi creencia de que necesitaba tanto las consonantes de mi Nueva York natal como las vocales de mi muy querido México.
En una casa que acababa de rentar en Cuernavaca, inmediatamente leí la nueva obra, con un creciente sentido de mi propia ignorancia y de gratitud por lo que Krauze me estaba enseñando. Entonces le escribí lo que sólo podría definirse como la carta de un admirador. Enrique envió una carta en respuesta. Nos conocimos. Nos hicimos amigos rápidamente. Hemos cenado y platicado en Nueva York, en Cuernavaca y en la Ciudad de México. Abarcamos una amplia variedad de temas: el crecimiento de la democracia en México, la erosión de ciertas libertades en mi propio país tras el 11 de septiembre, la necesidad de una historia basada en hechos, no en teorías paranoicas. He despotricado en su presencia sobre las estupideces inhumanas de la campaña de la derecha estadounidense contra los inmigrantes mexicanos. Una vez le dije que no me gustó su ataque a Carlos Fuentes. Sin embargo, también hemos platicado sobre las habilidades del Ratón Macías y Toluco López en la época de oro del boxeo mexicano. Y de la religión laica del futbol. Y si el Santo era mejor que Blue Demon. Krauze me ha enseñado lo que también le ha enseñado a México: que las personas buenas pueden discrepar, si el desacuerdo está a un nivel elevado y respetuoso, y seguir siendo amigas.
En sus columnas para periódicos, sus documentales para televisión, en las páginas de Letras Libres y en sus libros, continuará enseñándonos a todos. Atesoro su amistad, otro de los muchos regalos que he recibido de México. Enrique tiene ahora 60 años y lo mejor de su obra, sin duda, está por venir.
******Escritor y periodista estadounidense Traducción: REFORMA/ Alicia Gómez Peña
Espejos entre la amistad y la semejanza/Adolfo Castañón, ensayista y crítico mexicanoReforma, 6-Sep-2007, pag. 5
En enero de 1998, en Village Voice, una de las librerías inglesas y usamericanas de París, me encontré un libro de Isaiah Berlin: The Proper Study of Mankind, en cuya portada un doble de Enrique Krauze me miraba con luz risueña e irónica en los ojos. Atesoré el descubrimiento de esa semejanza como un secreto que le confiaba sólo a ciertos amigos y, durante algunas semanas, tuve el libro de Berlin sobre mi mesa de trabajo para tener presente a Enrique Krauze, a quien conocí en cierta casa de la calle de Leonardo da Vinci donde la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz, sentó sus reales durante cierto tiempo. Yo nunca conocí personalmente a Isaiah Berlin, pero tengo muchos libros suyos en varios idiomas.
Pero ¿quién era?, ¿quién es Enrique Krauze?, ¿de dónde viene?, ¿quiénes han sido sus maestros?, ¿quiénes son sus amigos?, ¿a dónde va siempre con tanta prisa? [la pregunta la hace, caro lector, otro conejo -en mi caso de Indias- apresurado], ¿cuáles han sido sus lecturas?, ¿cómo explicar que en su persona convivan un editor, un animador cultural, un historiador, un escritor, un empresario, un organizador de congresos, un deportista, un snob, un dandy, un profesional de la ingeniería y -gulp- de la contabilidad, un político, un esgrimista y un polemista, un asiduo a esos lugares peligrosos que son los espacios del poder y del poder mediático?
No es fácil responder estas preguntas cuya respuesta entraña una concepción consistente de lo que un lector del sociólogo y teórico de la arquitectura Robert Ezra Park llamaría ecología urbana, en este caso, de la ciudad literaria. Pero, más allá del análisis político y conceptual, más allá de los ejes competitivos, conflictivos y consensuales que implica una figura poderosa y en consecuencia central como la de Enrique Krauze, ¿quién puede ser este inventor de territorios nuevos en las letras tanto como en el mercado (de las ideas)?, ¿es un creador?, ¿es un mediador?, ¿una suerte de don Juan de la opinión pública presente y por venir, cuya eficiencia se puede medir en función de su capacidad para decepcionar y salir de las zonas de transición hacia otros territorios conceptuales y afectivos? ¿Es Enrique Krauze uno o bien se encubre bajo esa identidad singular un haz de piezas críticas que, como los elementos del juego infantil conocido como meccano, sirven para armar distintos objetos, distintos sujetos, distintas máquinas?
Enrique Krauze nació el 16 de septiembre de 1947 en la Ciudad de México, hace 60 años, bajo el signo astrológico de Virgo y en el horóscopo chino bajo el emblema del jabalí. Pasa ahora del ciclo jupiterino al gobernado por el melancólico Saturno. Asocio el emblema de la Virgen con la creatividad intelectual; al Jabalí, con el gusto por la vida y el olfato para practicar un arte del bien y del buen vivir. Proviene de una familia de emigrados que llegaron aquí en los alrededores de la guerra. Sabemos que estudió ingeniería -como el poeta y pensador Gabriel Zaid- y que se recibió en esa disciplina; también sabemos que realizó un posgrado en El Colegio de México, donde pasó varios años y de donde proviene su libro Caudillos culturales de la Revolución Mexicana, escrito bajo la tutela de Daniel Cosío Villegas.
El encuentro con este notable escritor, historiador, empresario, político, polemista y editor sería tan definitivo para Krauze como el encuentro con el historiador Luis González y González, quien llamó a don Daniel "Caballero Águila". Un poco más tarde, conocería a Octavio Paz -"Caballero Tigre" lo llamaría yo-, quien también ejercería sobre el joven ingeniero-historiador su poderoso y magnético ascendente. El autor y editor, escritor y coordinador de la Historia Moderna de México es una de las influencias que moldearán la arcilla que luego vidriará en Krauze el fuego de la experiencia pública y polémica. Otra voz influyente en la formación de Krauze es, como ya he dicho, la del historiador Luis González y González, voz que ha guiado, junto con la de Moisés González Navarro a Enrique Krauze y a no pocos estudiosos por los laberintos de la historia. En el firmamento intelectual de Enrique Krauze identifico cuatro presencias tutelares claves: Daniel Cosío Villegas y Luis González y González; Octavio Paz y Gabriel Zaid. Estos nombres son como puertas que se abren a otras: a mis ojos, junto a Octavio Paz aparecería Alejandro Rossi; junto a Luis González y González afloraría la silueta de Moisés González Navarro; junto a la figura de Gabriel Zaid encadenaría yo la de David Brading, la de Mario Vargas Llosa y la del anarquista catalán Ricardo Mestre.
Arrojo estos nombres para intentar tejer una red capaz de apresar a este amigo que se ha destacado en la escena literaria y política como una cifra ardiente y apasionada, pero también calculadora y capaz de contemplar el mundo como quien lo viera desde una estrella -y a veces desde un meteoro. Siempre, siempre me ha interesado lo que hace y lo que deja de hacer, sus lecturas, sus amigos y aliados, sus enemigos y adversarios, que han sido, en no pocos casos, compartidos. Tiene Krauze una vertiente filosófica que pocos conocen. Un día, cuando andaba yo intentando traducir un libro sobre Baruch Spinoza que publicaría el Fondo de Cultura Económica: Por un Spinoza radical de Paul Wienpahl, me encontré con Enrique y descubrí que era un conocedor aceptable de la obra del filósofo hebreo-holandés. Descubrí que era aficionado a coleccionar, al igual que yo, libros diversos sobre este pensador y que, en fin, para decirlo todo, era uno de los raros mexicanos que conocían el Speculum Spinozanum 1677-1977 de Sieg-fried Hessing (Editado por Siegfried Hessing. Con prefacio de Huston Smith, Londres: Routledge, 1977).
¿De dónde había escarbado el cristal de Spinoza, nuestro inquieto amigo?, ¿de sus conversaciones con Alejandro Rossi o con Gabriel Zaid o más bien con Hugo Hiriart, esa especie de hermano mayor, ese galante Galaor que ha acompañado a Enrique en tantas batallas?
Isaiah Berlin dividía a los creadores intelectuales entre erizos y zorras. Según esa tipología, Enrique Krauze pertenecería a esta última categoría en virtud de su astucia y habilidad y aún de su afición por la cacería polémica. Fue seguramente esta sagacidad una de las cosas que lo llevaron a hacerse amigo de Octavio Paz, figura en quien, sobra decirlo, convivían cómodamente la zorra y el erizo. De esa amistad, Krauze ha dejado constancia en un ensayo donde el historiador y el biógrafo van al encuentro del poeta-pensador. El ensayo se encuentra recogido en uno de los libros más instructivos y elegantes que haya yo leído y que, por cierto, me tocó comprar en la misma librería, Village Voice. Se trata de The Company They Kept. Writers on Unforgettable Friendships (con prefacio de Robert B. Silvers, editado por Robert B. Silvers y Barbara Epstein, Nueva York Review Books, 2006, 298 pp.). Ahí figura, por cierto, el ensayo que Joseph Brodsky dedicó a su amistad con Isaiah Berlin, donde aquel habla de que la idea de pluralidad del ruso sólo es un reflejo de la omnisciencia del pensador. La pluralidad, lo plural en la historia y en las ideas es el motivo que recorre ese certero ensayo sobre la vida y la obra de Octavio Paz. Acaso sea precisamente ese acicate lo que fija y mueve a ser a la par transparente y misterioso (¿pero no es misteriosa la transparencia?) al escritor e historiador Enrique Krauze.

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