La felicidad en un mundo hecho trizas/Timothy Garthon Ash, historiador británico y profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en EL PAÍS (http://www.elpais.com/), 04/01/09;
¿Feliz año nuevo? Están de broma. El año 2009 empezará con un gemido y luego irá a peor. Millones de personas han perdido ya su trabajo en todo el mundo por la primera verdadera crisis globalizada del capitalismo. Decenas de millones más lo perderán pronto. Los que tengamos la suerte de seguir trabajando nos sentiremos más pobres e inseguros. Para celebrar su Premio Nobel de Economía, Paul Krugman nos anuncia meses de “infierno económico”. Gracias, Paul, y feliz año nuevo para ti también.
Los problemas económicos exacerbarán las tensiones políticas. Pero los rumores de la muerte del capitalismo son exagerados. No creo que 2009 sea para el capitalismo lo que 1989 fue para el comunismo. Quizá el 1 de enero de 2010 me tenga que tragar mis palabras. La predicción es un juego de idiotas (en el almanaque de predicciones de The Economist, The World in 2009, el director tiene una pequeña columna muy divertida titulada “A propósito de 2008: Perdón”).
Sin embargo, ahora que empieza este año, no veo ningún competidor estructural en el horizonte, como había -o parecía haber- en los tiempos del comunismo soviético antes de 1989. El modelo de socialismo de Hugo Chávez depende de que los capitalistas compren su petróleo, y, si alguien está pensando en el modelo norcoreano, necesita que le vea un médico.
No obstante, si las ideas sobre el tipo de capitalismo de libre mercado -a veces llamado “neoliberal”- que parece haber triunfado desde 1989 no se reexaminan en este vigésimo aniversario, es que algo funciona muy mal. En primer lugar, como es evidente, está el equilibrio entre Estado y mercado, público y privado, la mano visible y la invisible. Ya antes de la crisis del pasado mes de septiembre, Barack Obama estaba tratando de orientar a sus compatriotas hacia la idea de que la intervención del Gobierno no siempre es una cosa mala. Los meses sucesivos han visto un giro espectacular hacia la atribución de un papel mayor al Estado, normalmente a base de medidas de desesperada improvisación gubernamental (como en el Londres de Gordon Brown), con la legitimación ideológica del keynesianismo, y a veces (como en el Washington de George Bush) como desesperacionismo puro y simple.
Hasta qué punto ese giro es temporal y cuánto resistirá es algo que no podremos saber este año. Aunque la tendencia actual es mayoritariamente a reforzar la mano visible del Gobierno, quizá no llegue hasta el fondo. Un importante reformista económico chino me dijo hace poco que la crisis financiera asiática de hace diez años sirvió de catalizador de más reformas hacia el mercado en la economía de su país, y es posible que con ésta ocurra lo mismo.
Si no se equivoca, podríamos incluso imaginar una especie de convergencia mundial en una variedad de economía social de mercado al estilo europeo, a la que Estados Unidos y China se aproximarían desde extremos distintos. Pero es importante subrayar las palabras “una variedad de”. Dentro de la propia Europa, existen enormes variaciones en la mezcla de Estado y mercado y en la forma de organizar dicha mezcla. Lo que sirve para un pequeño país del norte puede no servir para uno grande del sur. No existe una fórmula universal. Lo que importa es qué es útil para cada uno.
Una segunda revisión que hay que hacer en 2009 es qué hace falta para tener un crecimiento sostenible, verde, de bajas emisiones de carbono, con el fin de evitar el inminente punto de no retorno en el calentamiento global. Hay que discutir cuánto y qué tipo de crecimiento. Una vez más, Obama está tratando de descubrir las posibilidades creadas por la crisis y orientando parte de sus estímulos fiscales keynesianos hacia la inversión en energías alternativas. Sin embargo, en conjunto, éste parece un mal año para la lucha contra el calentamiento.
Para avanzar hacia una economía sostenible y de bajas emisiones es necesario que las empresas y los gobiernos paguen los costes inmediatos de unos beneficios a largo plazo. Cuando las empresas y los gobiernos se encuentran contra las cuerdas, suelen hacer lo contrario.
Seguramente, lo máximo a lo que podemos aspirar es a que nuestros dirigentes eviten el nacionalismo económico de los años treinta, con su sálvese quien pueda. Para ello habrá que modificar lo que esperan de ellos los votantes y los accionistas. Mientras nosotros, el pueblo, nos guiemos en nuestras decisiones financieras y políticas por el beneficio económico a corto y medio plazo, no podremos culpar a nuestros líderes que intenten darnos lo que les pedimos.
Una tercera toma de conciencia fundamental, pues, es la que debemos hacer al revisar las pautas por las que nos guiamos. ¿Cuánto más dinero, cuántas más cosas necesitamos? ¿Es lo mismo tener suficiente que tener demasiado? (No, dicen los anunciantes al unísono). ¿Podríamos arreglárnoslas con menos? ¿Qué es lo verdaderamente importante para usted? ¿Qué contribuye más a su felicidad individual?
Lo crean o no, existe ya todo un subcampo académico de estudios sobre la felicidad. El economista Richard Layard ha escrito un interesante libro llamado Happiness: Lessons from a New Science (Felicidad: lecciones de una nueva ciencia). ¿Es a lo que se refería Nietz-sche al hablar de la gaya ciencia? Un estudioso holandés, Ruut Veenhoven, ha creado una base de datos mundial de la felicidad, con clasificaciones nacionales. Sus resultados aparecieron en una página web de California bajo el título “Canadá derrota a Estados Unidos en el índice mundial de la felicidad”. Por lo visto, ha aparecido otra clasificación, con un “mapa mundial de la felicidad”, en la Universidad británica de Leicester. Dinamarca ocupa el primer puesto en ambas. Existe incluso una publicación, el Journal of Happiness Studies (el editor debe de reírse mucho cuando va al banco). Se piense lo que se piense sobre el valor real de este tema -perdón, ciencia-, pueden pasar un buen rato si buscan páginas sobre ello en Internet y tratan de averiguar cuánto es inventado.
Pero, en serio, estas decisiones dependen, en parte, de los ciudadanos de clase media en los países ricos. Es evidente que el planeta no puede sostener a 6.700 millones de personas que vivan como lo hace la clase media actual en Norteamérica y Europa occidental, ni mucho menos los 9.000 millones previstos para mediados de siglo. O excluimos a una gran parte de la humanidad de los beneficios de la prosperidad, o nuestra forma de vida tiene que cambiar.
El lema con el que casi todos nuestros líderes políticos y económicos comienzan 2009 es “recuperar el crecimiento económico, cueste lo que cueste”. Como la tripulación de un velero en una tormenta, sólo quieren mantenerlo a flote y avanzar en alguna dirección, la que sea. Sin embargo, incluso cuando estemos en lo peor de la tormenta, que todavía no ha llegado, debemos mirar con atención el rumbo que estamos emprendiendo.
Para eso son necesarios líderes de primera categoría, pero también unos ciudadanos que exijan unos líderes así. ¿Me alegraría personalmente de tener que hacer los cambios de modo de vida que serían necesarios? Casi seguro que no. Pero, al menos, me gustaría saber cuáles serían.
Los problemas económicos exacerbarán las tensiones políticas. Pero los rumores de la muerte del capitalismo son exagerados. No creo que 2009 sea para el capitalismo lo que 1989 fue para el comunismo. Quizá el 1 de enero de 2010 me tenga que tragar mis palabras. La predicción es un juego de idiotas (en el almanaque de predicciones de The Economist, The World in 2009, el director tiene una pequeña columna muy divertida titulada “A propósito de 2008: Perdón”).
Sin embargo, ahora que empieza este año, no veo ningún competidor estructural en el horizonte, como había -o parecía haber- en los tiempos del comunismo soviético antes de 1989. El modelo de socialismo de Hugo Chávez depende de que los capitalistas compren su petróleo, y, si alguien está pensando en el modelo norcoreano, necesita que le vea un médico.
No obstante, si las ideas sobre el tipo de capitalismo de libre mercado -a veces llamado “neoliberal”- que parece haber triunfado desde 1989 no se reexaminan en este vigésimo aniversario, es que algo funciona muy mal. En primer lugar, como es evidente, está el equilibrio entre Estado y mercado, público y privado, la mano visible y la invisible. Ya antes de la crisis del pasado mes de septiembre, Barack Obama estaba tratando de orientar a sus compatriotas hacia la idea de que la intervención del Gobierno no siempre es una cosa mala. Los meses sucesivos han visto un giro espectacular hacia la atribución de un papel mayor al Estado, normalmente a base de medidas de desesperada improvisación gubernamental (como en el Londres de Gordon Brown), con la legitimación ideológica del keynesianismo, y a veces (como en el Washington de George Bush) como desesperacionismo puro y simple.
Hasta qué punto ese giro es temporal y cuánto resistirá es algo que no podremos saber este año. Aunque la tendencia actual es mayoritariamente a reforzar la mano visible del Gobierno, quizá no llegue hasta el fondo. Un importante reformista económico chino me dijo hace poco que la crisis financiera asiática de hace diez años sirvió de catalizador de más reformas hacia el mercado en la economía de su país, y es posible que con ésta ocurra lo mismo.
Si no se equivoca, podríamos incluso imaginar una especie de convergencia mundial en una variedad de economía social de mercado al estilo europeo, a la que Estados Unidos y China se aproximarían desde extremos distintos. Pero es importante subrayar las palabras “una variedad de”. Dentro de la propia Europa, existen enormes variaciones en la mezcla de Estado y mercado y en la forma de organizar dicha mezcla. Lo que sirve para un pequeño país del norte puede no servir para uno grande del sur. No existe una fórmula universal. Lo que importa es qué es útil para cada uno.
Una segunda revisión que hay que hacer en 2009 es qué hace falta para tener un crecimiento sostenible, verde, de bajas emisiones de carbono, con el fin de evitar el inminente punto de no retorno en el calentamiento global. Hay que discutir cuánto y qué tipo de crecimiento. Una vez más, Obama está tratando de descubrir las posibilidades creadas por la crisis y orientando parte de sus estímulos fiscales keynesianos hacia la inversión en energías alternativas. Sin embargo, en conjunto, éste parece un mal año para la lucha contra el calentamiento.
Para avanzar hacia una economía sostenible y de bajas emisiones es necesario que las empresas y los gobiernos paguen los costes inmediatos de unos beneficios a largo plazo. Cuando las empresas y los gobiernos se encuentran contra las cuerdas, suelen hacer lo contrario.
Seguramente, lo máximo a lo que podemos aspirar es a que nuestros dirigentes eviten el nacionalismo económico de los años treinta, con su sálvese quien pueda. Para ello habrá que modificar lo que esperan de ellos los votantes y los accionistas. Mientras nosotros, el pueblo, nos guiemos en nuestras decisiones financieras y políticas por el beneficio económico a corto y medio plazo, no podremos culpar a nuestros líderes que intenten darnos lo que les pedimos.
Una tercera toma de conciencia fundamental, pues, es la que debemos hacer al revisar las pautas por las que nos guiamos. ¿Cuánto más dinero, cuántas más cosas necesitamos? ¿Es lo mismo tener suficiente que tener demasiado? (No, dicen los anunciantes al unísono). ¿Podríamos arreglárnoslas con menos? ¿Qué es lo verdaderamente importante para usted? ¿Qué contribuye más a su felicidad individual?
Lo crean o no, existe ya todo un subcampo académico de estudios sobre la felicidad. El economista Richard Layard ha escrito un interesante libro llamado Happiness: Lessons from a New Science (Felicidad: lecciones de una nueva ciencia). ¿Es a lo que se refería Nietz-sche al hablar de la gaya ciencia? Un estudioso holandés, Ruut Veenhoven, ha creado una base de datos mundial de la felicidad, con clasificaciones nacionales. Sus resultados aparecieron en una página web de California bajo el título “Canadá derrota a Estados Unidos en el índice mundial de la felicidad”. Por lo visto, ha aparecido otra clasificación, con un “mapa mundial de la felicidad”, en la Universidad británica de Leicester. Dinamarca ocupa el primer puesto en ambas. Existe incluso una publicación, el Journal of Happiness Studies (el editor debe de reírse mucho cuando va al banco). Se piense lo que se piense sobre el valor real de este tema -perdón, ciencia-, pueden pasar un buen rato si buscan páginas sobre ello en Internet y tratan de averiguar cuánto es inventado.
Pero, en serio, estas decisiones dependen, en parte, de los ciudadanos de clase media en los países ricos. Es evidente que el planeta no puede sostener a 6.700 millones de personas que vivan como lo hace la clase media actual en Norteamérica y Europa occidental, ni mucho menos los 9.000 millones previstos para mediados de siglo. O excluimos a una gran parte de la humanidad de los beneficios de la prosperidad, o nuestra forma de vida tiene que cambiar.
El lema con el que casi todos nuestros líderes políticos y económicos comienzan 2009 es “recuperar el crecimiento económico, cueste lo que cueste”. Como la tripulación de un velero en una tormenta, sólo quieren mantenerlo a flote y avanzar en alguna dirección, la que sea. Sin embargo, incluso cuando estemos en lo peor de la tormenta, que todavía no ha llegado, debemos mirar con atención el rumbo que estamos emprendiendo.
Para eso son necesarios líderes de primera categoría, pero también unos ciudadanos que exijan unos líderes así. ¿Me alegraría personalmente de tener que hacer los cambios de modo de vida que serían necesarios? Casi seguro que no. Pero, al menos, me gustaría saber cuáles serían.
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