Capitalismo y confianza/Gabriel Jackson, historiador estadounidense.
Publicado en El País (www.elpais.com); 4 de enero de 2009;
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Confieso que de adolescente tenía sentimientos muy encontrados respecto al sistema capitalista. Soñaba con profesiones como la de profesor de humanidades o músico de orquesta, que nunca me reportarían un puesto en la Bolsa, y mientras recorría las calles de Nueva York veía a hombres-anuncio de unos diez años más que yo que, proclamando que eran “Doctor en Física por el Instituto de Tecnología de Massachusetts” o “Doctor en Economía por Harvard”, vendían manzanas. Pero también tenía un tío que, sin haber estudiado en la universidad, se había montado una buena papelería, se había comprado una bonita casa estucada en las afueras y, a lo largo del tiempo, más que perder había ganado en sus inversiones en Bolsa.
Para complicar un poco más mis sentimientos, yo admiraba mucho a los grupos de jóvenes comunistas que ayudaban a las familias a volver a los pisos de los que la policía acababa de desalojarlas por no pagar el alquiler. Sin embargo, la razón principal de que no me hiciera comunista fue la repugnancia que en agosto de 1936 me causó el juicio por “traición” contra los “viejos bolcheviques”, que después de “confesar” que habían conspirado para matar a Stalin, fueron ejecutados por orden de éste.
Durante toda mi vida adulta nunca he estudiado economía de manera sistemática, pero, como historiador de la Europa contemporánea, y por razones tanto profesionales como personales, sí que seguí atentamente la competencia político-económica entre el capitalismo democrático occidental y el comunismo de cuño soviético.
Durante la grave depresión de la década de 1930, pareció bastante posible que el comunismo, gracias a su centralización económica, supuestamente racional, pudiera realmente tener más éxito que el capitalismo. Sin embargo, desde finales de los cuarenta hasta la deliberada disolución del imperio soviético, entre 1989-1991, fue quedando cada vez más claro que una economía capitalista democrática, descentralizada y de mercados relativamente libres era bastante más productiva y proporcionaba mucha más calidad de vida que el modelo comunista soviético.
Al mismo tiempo, también era cierto que el mundo capitalista, debido a la Gran Depresión de los años treinta y también a la existencia del mundo soviético como modelo alternativo, había desarrollado el “Estado del bienestar”, para que sus clases trabajadoras, tanto industriales como del sector terciario, no cayeran en la tentación de optar por la seguridad económica, la asistencia sanitaria universal y la ausencia de desempleo que aparentemente proporcionaban los regímenes comunistas.
La desaparición del comunismo soviético y europeo-oriental, junto a la transformación simultánea de la China comunista, que pasó de una fracasada utopía maoísta a una exitosa combinación de economía capitalista y control autoritario de la política y la cultura, han liberado a los conservadores occidentales (sobre todo en los países anglosajones) de la inquietud que suscitaba una posible alternativa al capitalismo de libre mercado.
En general, las ventajas sociales y culturales del Estado del bienestar fueron aumentando y consolidándose paulatinamente desde finales de la década de 1940 hasta la de 1980. Sin embargo, al desaparecer el rival económico que representaba el comunismo y con el desarrollo industrial de gran parte de Asia y de Latinoamérica, el proceso de globalización que, dominado por el capitalismo, se inició en los años ochenta, comenzó a reducir las ventajas del Estado del bienestar.
Ahora, en medio de las alarmantes experiencias de nuestro siglo XXI: empezando con los escándalos contables de Enron y Arthur Andersen, y siguiendo a ritmo acelerado con las hipotecas basura, las bonificaciones de cien millones de dólares para altos cargos cuyas empresas poco después perdían la mitad o más de su valor en Bolsa, y las diversas bancarrotas y rescates con dinero público de bancos y sectores industriales supuestamente de primera fila, he tratado realmente de instruirme en las necesidades y fallos de la economía actual.
Si simplificamos un poco, pero no mucho, el lubricante fundamental que precisa cualquier transacción con efectos negociables, tarjetas de crédito, valores, obligaciones, depósitos derivados o titularizaciones es la confianza de todos los implicados en la operación.
En el caso de los productos de escritorio de mi tío, la confianza dependía simplemente de su patente calidad y de que sus precios y métodos de facturación fueran justos y fiables. Pero en un ambiente empresarial complejo, centrado en materias primas diversas y caras, y en propiedades inmobiliarias también costosas, que precisan de varios niveles de licencias públicas, y del servicio de abogados, ingenieros e investigadores científicos especializados, los procesos deben conllevar una confianza total en la integridad de las personas. No pueden quedar en manos de vendedores zalameros o de corredores formados en universidades de élite, que recuerdo que en los años ochenta predicaban: “La codicia es buena”.
Quienes arriesgan su capital merecen obtener un porcentaje mayor de beneficios que el que obtendrían invirtiendo en bonos del Tesoro garantizados, pero el conjunto del sector financiero debe regularse para que la codicia, el error y el engaño humanos no conduzcan una y otra vez a crisis como la de los años treinta y la actual. Y lo que recuerdo que viví de muchacho, y lo que ahora veo reproducirse, es que la pérdida de confianza paraliza a todo el mundo, y hace que nadie se gaste un céntimo, salvo que sea para cubrir las necesidades cotidianas.
Durante el New Deal estadounidense de Franklin Roosevelt, en las sociedades socialdemócratas desarrolladas de Escandinavia, y en los Estados de bienestar de Europa Occidental posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se daba por entendido que cualquier institución que gestionara grandes cantidades de dinero tenía que estar regulada por funcionarios responsables.
También se daba por hecho que para que el flujo de dinero sirviera para incrementar la prosperidad del conjunto de la sociedad, la gente debía tener un salario decente y poder opinar sobre sus condiciones laborales, y también contar con una asistencia sanitaria y una pensión de jubilación que le dieran confianza a la hora de gastar su dinero. En términos económicos, las décadas que median entre 1950 y 1980 fueron las mejores de la historia para los habitantes del entorno capitalista democrático. Pero el presidente Ronald Reagan, Margaret Thatcher y, en general, los teóricos del conservadurismo económico, comenzaron a postular que “el Gobierno es el problema, no la solución”, y que la regulación de los bancos y los mercados de valores obstaculizaba el creativo desarrollo económico.
La existencia de bastantes ineficiencias y errores en los servicios públicos concedió cierta verosimilitud a esas ideas, y los fallos de la regulación se agudizaron, por el sencillo expediente de nombrar a reguladores que no creían realmente en las normas que supuestamente debían hacer cumplir.
A mis 88 años, mis deseos para el Año Nuevo son que la gente ambiciosa y enérgica limite su apetito de pura y simple riqueza, y que todos los Gobiernos democráticos, de derecha, centro o izquierda, reconozcan que la prosperidad económica depende absolutamente de la confianza, y que ésta depende de virtudes tan anticuadas como la honestidad y la moderación
Para complicar un poco más mis sentimientos, yo admiraba mucho a los grupos de jóvenes comunistas que ayudaban a las familias a volver a los pisos de los que la policía acababa de desalojarlas por no pagar el alquiler. Sin embargo, la razón principal de que no me hiciera comunista fue la repugnancia que en agosto de 1936 me causó el juicio por “traición” contra los “viejos bolcheviques”, que después de “confesar” que habían conspirado para matar a Stalin, fueron ejecutados por orden de éste.
Durante toda mi vida adulta nunca he estudiado economía de manera sistemática, pero, como historiador de la Europa contemporánea, y por razones tanto profesionales como personales, sí que seguí atentamente la competencia político-económica entre el capitalismo democrático occidental y el comunismo de cuño soviético.
Durante la grave depresión de la década de 1930, pareció bastante posible que el comunismo, gracias a su centralización económica, supuestamente racional, pudiera realmente tener más éxito que el capitalismo. Sin embargo, desde finales de los cuarenta hasta la deliberada disolución del imperio soviético, entre 1989-1991, fue quedando cada vez más claro que una economía capitalista democrática, descentralizada y de mercados relativamente libres era bastante más productiva y proporcionaba mucha más calidad de vida que el modelo comunista soviético.
Al mismo tiempo, también era cierto que el mundo capitalista, debido a la Gran Depresión de los años treinta y también a la existencia del mundo soviético como modelo alternativo, había desarrollado el “Estado del bienestar”, para que sus clases trabajadoras, tanto industriales como del sector terciario, no cayeran en la tentación de optar por la seguridad económica, la asistencia sanitaria universal y la ausencia de desempleo que aparentemente proporcionaban los regímenes comunistas.
La desaparición del comunismo soviético y europeo-oriental, junto a la transformación simultánea de la China comunista, que pasó de una fracasada utopía maoísta a una exitosa combinación de economía capitalista y control autoritario de la política y la cultura, han liberado a los conservadores occidentales (sobre todo en los países anglosajones) de la inquietud que suscitaba una posible alternativa al capitalismo de libre mercado.
En general, las ventajas sociales y culturales del Estado del bienestar fueron aumentando y consolidándose paulatinamente desde finales de la década de 1940 hasta la de 1980. Sin embargo, al desaparecer el rival económico que representaba el comunismo y con el desarrollo industrial de gran parte de Asia y de Latinoamérica, el proceso de globalización que, dominado por el capitalismo, se inició en los años ochenta, comenzó a reducir las ventajas del Estado del bienestar.
Ahora, en medio de las alarmantes experiencias de nuestro siglo XXI: empezando con los escándalos contables de Enron y Arthur Andersen, y siguiendo a ritmo acelerado con las hipotecas basura, las bonificaciones de cien millones de dólares para altos cargos cuyas empresas poco después perdían la mitad o más de su valor en Bolsa, y las diversas bancarrotas y rescates con dinero público de bancos y sectores industriales supuestamente de primera fila, he tratado realmente de instruirme en las necesidades y fallos de la economía actual.
Si simplificamos un poco, pero no mucho, el lubricante fundamental que precisa cualquier transacción con efectos negociables, tarjetas de crédito, valores, obligaciones, depósitos derivados o titularizaciones es la confianza de todos los implicados en la operación.
En el caso de los productos de escritorio de mi tío, la confianza dependía simplemente de su patente calidad y de que sus precios y métodos de facturación fueran justos y fiables. Pero en un ambiente empresarial complejo, centrado en materias primas diversas y caras, y en propiedades inmobiliarias también costosas, que precisan de varios niveles de licencias públicas, y del servicio de abogados, ingenieros e investigadores científicos especializados, los procesos deben conllevar una confianza total en la integridad de las personas. No pueden quedar en manos de vendedores zalameros o de corredores formados en universidades de élite, que recuerdo que en los años ochenta predicaban: “La codicia es buena”.
Quienes arriesgan su capital merecen obtener un porcentaje mayor de beneficios que el que obtendrían invirtiendo en bonos del Tesoro garantizados, pero el conjunto del sector financiero debe regularse para que la codicia, el error y el engaño humanos no conduzcan una y otra vez a crisis como la de los años treinta y la actual. Y lo que recuerdo que viví de muchacho, y lo que ahora veo reproducirse, es que la pérdida de confianza paraliza a todo el mundo, y hace que nadie se gaste un céntimo, salvo que sea para cubrir las necesidades cotidianas.
Durante el New Deal estadounidense de Franklin Roosevelt, en las sociedades socialdemócratas desarrolladas de Escandinavia, y en los Estados de bienestar de Europa Occidental posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se daba por entendido que cualquier institución que gestionara grandes cantidades de dinero tenía que estar regulada por funcionarios responsables.
También se daba por hecho que para que el flujo de dinero sirviera para incrementar la prosperidad del conjunto de la sociedad, la gente debía tener un salario decente y poder opinar sobre sus condiciones laborales, y también contar con una asistencia sanitaria y una pensión de jubilación que le dieran confianza a la hora de gastar su dinero. En términos económicos, las décadas que median entre 1950 y 1980 fueron las mejores de la historia para los habitantes del entorno capitalista democrático. Pero el presidente Ronald Reagan, Margaret Thatcher y, en general, los teóricos del conservadurismo económico, comenzaron a postular que “el Gobierno es el problema, no la solución”, y que la regulación de los bancos y los mercados de valores obstaculizaba el creativo desarrollo económico.
La existencia de bastantes ineficiencias y errores en los servicios públicos concedió cierta verosimilitud a esas ideas, y los fallos de la regulación se agudizaron, por el sencillo expediente de nombrar a reguladores que no creían realmente en las normas que supuestamente debían hacer cumplir.
A mis 88 años, mis deseos para el Año Nuevo son que la gente ambiciosa y enérgica limite su apetito de pura y simple riqueza, y que todos los Gobiernos democráticos, de derecha, centro o izquierda, reconozcan que la prosperidad económica depende absolutamente de la confianza, y que ésta depende de virtudes tan anticuadas como la honestidad y la moderación
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