¿Tiene Obama un plan?/Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes de la Universidad de Alicante, colaborador de Bakeaz y autor de Siria contemporánea, Madrid, 2009
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 17/05/09;
Las próximas fechas serán determinantes para el futuro de Palestina. Barack Obama recibirá en la Casa Blanca tanto al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, como al presidente palestino, Mahmud Abbas, con los que valorará la posibilidad de resucitar el moribundo proceso de paz. En las últimas semanas, el mandatario estadounidense ha remarcado su compromiso con la fórmula de dos Estados -uno israelí y otro palestino- que convivan en paz y con seguridad. También el responsable del Consejo de Seguridad Nacional, el general James Jones, ha advertido ante el AIPAC, la cara más visible del lobby pro-israelí en Washington, que EE UU no permitirá a Israel seguir construyendo asentamientos sobre los territorios palestinos. La nueva actitud norteamericana es acorde con las promesas realizadas durante la campaña presidencial, cuando Obama abogó por «el retorno de la diplomacia» a Oriente Medio.Estos primeros movimientos han cogido desprevenido al nuevo Gobierno israelí, formado por una heterogénea coalición de partidos de corte ultranacionalista y ultraortodoxo, partidarios de la profundización de la colonización para dar la puntilla definitiva al proyecto nacional palestino. El reciente anuncio de que el Ejecutivo israelí construirá 73.000 nuevas unidades familiares sobre la Cisjordania ocupada, así como los planes para desarrollar la zona E-1 (un proyecto que completaría el cerco a Jerusalén Este por su franco oriental) y proseguir la construcción del muro, muestran la voluntad de Netanyahu de acelerar, aún más si cabe, la política de hechos consumados, lo que representa una flagrante violación del Derecho Internacional.
Como ha destacado un reciente informe del Ministerio de Defensa israelí, casi una cuarta parte del territorio palestino queda dentro de los límites de los asentamientos (a los que ha de sumarse otra cuarta parte catalogada como zona militar y, por ello, cerrada a los palestinos), hecho que supone un obstáculo infranqueable para la aparición de un Estado viable. La instalación de cientos de miles de colonos en los Territorios Ocupados no representa un mero ‘obstáculo’ para la paz, como es descrita por EE UU, sino que implica la renuncia a la solución de los dos Estados, dado que trunca la continuidad territorial de un eventual Estado palestino, cada vez más fragmentado por centenares de asentamientos, carreteras de circunvalación, controles militares y muros de hormigón.
Benjamín Netanyahu, el nuevo primer ministro, es un acérrimo defensor del Gran Israel y se opone frontalmente a la creación de un Estado palestino. Suya fue la estrategia puesta en marcha en 1996 para desacreditar internacionalmente a la Autoridad Palestina y aislar a su presidente Yasir Arafat. El principal beneficiado de dicha política no fue otro que Hamás, que supo atraer hacia sus filas a los descontentos con el proceso de paz. No sería de extrañar que, en el corto plazo, Netanyahu opte por tratar de cuestionar la legitimidad de Fatah y de su presidente Mahmud Abbas, recurriendo al ya conocido «no tenemos interlocutores con los que negociar». En un horizonte cercano tampoco debería descartarse que el primer ministro israelí autorice un nuevo ataque contra la Franja de Gaza para dar un nuevo escarmiento a Hamás, tal y como reclaman varios miembros de su gabinete, lo que serviría de cortina humo para proseguir su política anexionista en Cisjordania. Tal posibilidad aceleraría la descomposición de Fatah y reafirmaría a Hamás, partidaria de congelar indefinidamente las negociaciones con Israel antes que alcanzar un compromiso perjudicial para los intereses palestinos.
El único actor internacional capaz de evitar que se cumpla este escenario es precisamente EE UU, el principal aliado de Israel, habida cuenta que la UE, a pesar de ser su principal socio comercial, no parece dispuesta a replantearse sus privilegiadas relaciones con el Estado hebreo a pesar de sus constantes violaciones de los derechos humanos palestinos. De hecho, no sería la primera vez que un presidente norteamericano se enfrenta a los dirigentes israelíes. En 1956, Dwight Eisenhower presionó a David Ben Gurion para que las tropas israelíes se retirasen de la Franja de Gaza, ocupada en el curso de la guerra de Suez. En 1991 George Bush congeló una serie de préstamos para obligar a Isaac Shamir a acudir a la Conferencia de Paz de Madrid y tomar parte en el proceso de paz de Oriente Medio. Si quiere evitar un nuevo estallido de violencia en la región, Obama debe dejar claro a Israel que debe renunciar de una vez por todas a su sueño de erigir el Gran Israel sobre los despojos de la Palestina ocupada.
En lo que respecta al frente palestino, el presidente estadounidense debe defender la creación de un Estado con continuidad territorial, con los menores retoques posibles a las fronteras del 5 de junio de 1967 y siempre que se produzca un intercambio de tierras parejo entre ambos Estados. Una medida que sería bien recibida por la calle palestina sería el levantamiento del veto de Washington a la creación de un gobierno de unidad nacional en el que, además de Fatah y Hamás, participen otras formaciones que representan las diferentes sensibilidades políticas de la población palestina. Este paso no sólo es imprescindible para la reconciliación entre las dos principales formaciones nacionalistas palestinas, sino también una condición indispensable para la firma de un eventual acuerdo de paz con Israel, ya que cualquier documento que fuese únicamente rubricado por Fatah estaría irremediablemente condenado al fracaso.
Como ha destacado un reciente informe del Ministerio de Defensa israelí, casi una cuarta parte del territorio palestino queda dentro de los límites de los asentamientos (a los que ha de sumarse otra cuarta parte catalogada como zona militar y, por ello, cerrada a los palestinos), hecho que supone un obstáculo infranqueable para la aparición de un Estado viable. La instalación de cientos de miles de colonos en los Territorios Ocupados no representa un mero ‘obstáculo’ para la paz, como es descrita por EE UU, sino que implica la renuncia a la solución de los dos Estados, dado que trunca la continuidad territorial de un eventual Estado palestino, cada vez más fragmentado por centenares de asentamientos, carreteras de circunvalación, controles militares y muros de hormigón.
Benjamín Netanyahu, el nuevo primer ministro, es un acérrimo defensor del Gran Israel y se opone frontalmente a la creación de un Estado palestino. Suya fue la estrategia puesta en marcha en 1996 para desacreditar internacionalmente a la Autoridad Palestina y aislar a su presidente Yasir Arafat. El principal beneficiado de dicha política no fue otro que Hamás, que supo atraer hacia sus filas a los descontentos con el proceso de paz. No sería de extrañar que, en el corto plazo, Netanyahu opte por tratar de cuestionar la legitimidad de Fatah y de su presidente Mahmud Abbas, recurriendo al ya conocido «no tenemos interlocutores con los que negociar». En un horizonte cercano tampoco debería descartarse que el primer ministro israelí autorice un nuevo ataque contra la Franja de Gaza para dar un nuevo escarmiento a Hamás, tal y como reclaman varios miembros de su gabinete, lo que serviría de cortina humo para proseguir su política anexionista en Cisjordania. Tal posibilidad aceleraría la descomposición de Fatah y reafirmaría a Hamás, partidaria de congelar indefinidamente las negociaciones con Israel antes que alcanzar un compromiso perjudicial para los intereses palestinos.
El único actor internacional capaz de evitar que se cumpla este escenario es precisamente EE UU, el principal aliado de Israel, habida cuenta que la UE, a pesar de ser su principal socio comercial, no parece dispuesta a replantearse sus privilegiadas relaciones con el Estado hebreo a pesar de sus constantes violaciones de los derechos humanos palestinos. De hecho, no sería la primera vez que un presidente norteamericano se enfrenta a los dirigentes israelíes. En 1956, Dwight Eisenhower presionó a David Ben Gurion para que las tropas israelíes se retirasen de la Franja de Gaza, ocupada en el curso de la guerra de Suez. En 1991 George Bush congeló una serie de préstamos para obligar a Isaac Shamir a acudir a la Conferencia de Paz de Madrid y tomar parte en el proceso de paz de Oriente Medio. Si quiere evitar un nuevo estallido de violencia en la región, Obama debe dejar claro a Israel que debe renunciar de una vez por todas a su sueño de erigir el Gran Israel sobre los despojos de la Palestina ocupada.
En lo que respecta al frente palestino, el presidente estadounidense debe defender la creación de un Estado con continuidad territorial, con los menores retoques posibles a las fronteras del 5 de junio de 1967 y siempre que se produzca un intercambio de tierras parejo entre ambos Estados. Una medida que sería bien recibida por la calle palestina sería el levantamiento del veto de Washington a la creación de un gobierno de unidad nacional en el que, además de Fatah y Hamás, participen otras formaciones que representan las diferentes sensibilidades políticas de la población palestina. Este paso no sólo es imprescindible para la reconciliación entre las dos principales formaciones nacionalistas palestinas, sino también una condición indispensable para la firma de un eventual acuerdo de paz con Israel, ya que cualquier documento que fuese únicamente rubricado por Fatah estaría irremediablemente condenado al fracaso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario