Hussein, como el nieto del Profeta/Javier Valenzuela
Publicado en EL PAÍS, 18/05/09;
En el siglo XIV de la era cristiana, poseído por una sed voraz de conocimiento y aventura, Ibn Batuta salió de su ciudad natal de Tánger a los 22 años de edad para no regresar hasta pasadas más de dos décadas. En ese tiempo visitó innumerables ciudades, entre ellas Constantinopla, Jerusalén, Damasco, La Meca, Bagdad, Samarkanda, Delhi, Cantón, Adén, Mogadiscio y Tombuctú. Una de las reglas de sus viajes -conocidos en árabe como la rihla o periplo- fue no volver a lugares que ya había conocido… y la cumplió con una excepción: El Cairo. Allí se detuvo al menos en cinco ocasiones. “Aquélla no sólo era la ciudad más grande y rica de la época, y la capital del reino más poderoso, sino también el lugar donde se cruzaban las más transitadas rutas comerciales y de peregrinación, de norte a sur y de este a oeste”, recuerda Max Rodenbeck, cronista contemporáneo de la metrópolis egipcia. “El Cairo era el ombligo del mundo”.
Dejó de serlo hace mucho tiempo. Viajando en la dirección del sol, el ombligo del mundo se fue trasladando sucesivamente a Europa occidental, el norte de América y Asia oriental. Ahora, con casi 20 millones de habitantes cuyo principal afán es conseguir un plato diario de habas, El Cairo no está a la vanguardia de nada, ni tan siquiera es la capital indiscutible del mundo árabe como en la época de Nasser. Y sin embargo, la ciudad del Nilo, la Esfinge y las Pirámides es imprescindible a la hora de diagnosticar -e intentar remediar- muchas de las dolencias del mundo.
Hoy, lunes, Barack Hussein Obama se entrevista en Washington con Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel. Dadas las muy diferentes posiciones de ambos sobre Oriente Próximo, el encuentro promete ser duro. No obstante, no supone una novedad diplomática: los líderes de Estados Unidos e Israel se ven con frecuencia aquí o allí. Lo verdaderamente insólito ha sido el reciente anuncio de la Casa Blanca de que Obama viajará a Egipto a comienzos de junio y allí -aún no se sabe si en El Cairo u otro lugar- pronunciará ese “gran discurso al mundo musulmán” que prometió durante su campaña. Tras darle muchas vueltas al asunto (Turquía e Indonesia eran otras opciones), la diplomacia estadounidense ha terminado por dar en el clavo. Simbólica, espiritual y políticamente, la elección de Egipto es una obra maestra.
Para lo bueno y para lo malo. Egipto, con 80 millones de almas, es el país árabe más poblado y uno de los más poblados del mundo musulmán. También es un aliado de Estados Unidos -vive en gran medida de los miles de millones de dólares que le regala la superpotencia por firmar la paz con Israel en 1979-, pero no es un forofo de sus políticas para Oriente Próximo. Su presidente -Hosni Mubarak- discrepó de la desastrosa invasión de Irak y la mayoría de su pueblo tiene a Washington como un modelo de hipocresía tanto por predicar la democracia y sostener a autócratas, como el propio Mubarak, como por su indiferencia ante los sufrimientos de los palestinos.
Nadie podrá acusar a Obama de buscarse un escenario cómodo, servil o aséptico para su discurso. Al contrario, al viajar a Egipto entrará de lleno en el corazón de tres grandes problemas del mundo árabe y musulmán: la falta de democracia, el conflicto israelo-palestino y el vigor del islamismo político.
Con un Mubarak que gobierna desde hace casi 30 años y maniobra para que le suceda su hijo Gamal, con un estado de excepción vigente desde el asesinato de Sadat en 1981, con libertades de expresión, asociación y participación política muy restringidas, con la tortura como práctica corriente en comisarías y cárceles y con una clase dominante constituida por militares y empresarios corruptos, el de Egipto es uno de esos regímenes escleróticos y protegidos por Estados Unidos de los que tanto despotrican los demócratas árabes.
¿Cómo puede Obama hablar de democracia en su discurso egipcio sin perturbar a Mubarak, su anfitrión? En Washington, según las crónicas, son muy conscientes del embrollo. “Pero tendrá que hacerlo”, afirma el disidente egipcio Saad Edim Ibrahim. “El discurso de Obama no puede eludir la cuestión central de que no hay ninguna incompatibilidad insuperable entre la democracia y la religión del Corán”.
No es ésta la única mina que aguarda a Obama en Egipto. El presidente norteamericano, dicen los suyos, no se olvida del conflicto israelo-palestino, pese a que hoy mismo Netanyahu intentará desviar su atención hacia Irán. Aún más, el lanzamiento de su iniciativa de paz sería inminente, según numerosas fuentes. Los árabes y los musulmanes así lo esperan. Ninguna de las muchas cosas positivas que Obama está proponiendo sobre el deshielo con Irán, el apoyo a Turquía en su viaje hacia la democracia y Europa, la pacificación de Oriente Próximo, la estabilización de Afganistán y Pakistán o las nuevas formas de lucha contra el yihadismo, puede llegar a buen puerto si no efectúa un esfuerzo heroico para resolver -o, al menos, paliar- la tragedia palestina. Desde el levante al poniente, el dolor de los palestinos abrasa el corazón de los musulmanes.
En el Valle del Nilo, superpoblado y empobrecido pero tan paciente, vitalista y bienhumorado como siempre, Obama estará muy cerca de Gaza, cuyo feroz asedio por el Ejército israelí conmocionó al pueblo egipcio. ¿Qué dirá? Obama está a favor de la solución de los dos Estados en Tierra Santa; sus diplomáticos se afanan por resucitar el espíritu y las fórmulas de Oslo, Camp David y Taba, y los Estados árabes recuerdan que en 2002 aprobaron en Beirut una muy razonable oferta de paz a Israel. Pero el Gobierno del halcón Netanyahu y el ultra Lieberman está contra la creación de un Estado palestino en los territorios ocupados por Israel en 1967. Los palestinos, por su parte, están divididos entre el Fatah de Mahmud Abbas, mayoritario en Cisjordania, y los islamistas de Hamás, atrincherados en el gueto de Gaza. Y, sobre todo, ¿es posible construir un Estado palestino viable con un Jerusalén anexionado por Israel y una Cisjordania habitada por cientos de miles de colonos israelíes? ¿No sería el territorio cisjordano de esa hipotética entidad un archipiélago de bantustanes aislados por asentamientos y carreteras israelíes, muros de hormigón y controles de los soldados de Tsahal? ¿No es demasiado tarde para la fórmula de los dos Estados, como se temía Edward Said?
Ya en dos ocasiones Obama se ha dirigido a los musulmanes. En su primera entrevista televisada como presidente, a Al Arabiya, dijo: “Mi trabajo respecto al mundo musulmán es comunicarle que EE UU no es su enemigo”. Y en abril afirmó en Turquía: “Estados Unidos no está en guerra con el islam ni lo estará nunca”. No fueron mensajes fútiles. El antiamericanismo político, fuerte entre los musulmanes desde hace décadas por el apoyo incondicional de Washington a Israel, se disparó durante los años de Bush con Afganistán, Irak, Abu Ghraib y Guantánamo. La idea, tan cara a Bin Laden, de una “cruzada judeocristiana” contra el islam hizo su camino.
Lucidez y valentía son signos distintivos de la rihla de Obama, su periplo en busca de la coexistencia pacífica en Oriente Próximo de cristianos, judíos y musulmanes; occidentales, árabes, persas, turcos e israelíes. De mantener sus planes, cuando viaje a Egipto en junio, lo hará al mismísimo solar de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes, la abuela de todos los movimientos islamistas contemporáneos. En su seno se forjó el pensamiento de Sayyed Qutb, capital para Jomeini y para Al Qaeda, y también el modelo de piedad religiosa, activismo político y protección social que hace tan exitosos a grupos como Hezbolá y Hamás. Hoy, tolerados a ratos, perseguidos casi siempre, dirigidos por gente pragmática, opuestos al terrorismo, los Hermanos Musulmanes son la principal oposición al régimen egipcio, y las penurias causadas por la privatización de empresas públicas que lidera Gamal Mubarak, el hijo del faraón, le abonan aún más el terreno.
Pero Obama no planea dirigirse a los islamistas en su discurso en el que fue el ombligo del mundo. Quiere ir más allá: hablarles directamente a los cientos de millones de musulmanes de todo el planeta que, como indica la sura 2.256 del Corán, viven su fe sin pretender imponérsela a nadie. Ellos están predispuestos a creerle. Al fin y al cabo, su familia paterna es musulmana, su segundo nombre propio es Hussein, como el venerado nieto del profeta Mahoma, y ha probado que, al igual que la mayoría de los que conocen directamente el islam, no se deja guiar por prejuicios según los cuales esta religión sería más misógina, violenta o contradictoria con la democracia que cualquier otra de las monoteístas. Lo dijo él mismo en Turquía: “Muchos americanos tienen familiares musulmanes o han vivido en un país de mayoría musulmana. Lo sé porque soy uno de ellos”.
Dejó de serlo hace mucho tiempo. Viajando en la dirección del sol, el ombligo del mundo se fue trasladando sucesivamente a Europa occidental, el norte de América y Asia oriental. Ahora, con casi 20 millones de habitantes cuyo principal afán es conseguir un plato diario de habas, El Cairo no está a la vanguardia de nada, ni tan siquiera es la capital indiscutible del mundo árabe como en la época de Nasser. Y sin embargo, la ciudad del Nilo, la Esfinge y las Pirámides es imprescindible a la hora de diagnosticar -e intentar remediar- muchas de las dolencias del mundo.
Hoy, lunes, Barack Hussein Obama se entrevista en Washington con Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Israel. Dadas las muy diferentes posiciones de ambos sobre Oriente Próximo, el encuentro promete ser duro. No obstante, no supone una novedad diplomática: los líderes de Estados Unidos e Israel se ven con frecuencia aquí o allí. Lo verdaderamente insólito ha sido el reciente anuncio de la Casa Blanca de que Obama viajará a Egipto a comienzos de junio y allí -aún no se sabe si en El Cairo u otro lugar- pronunciará ese “gran discurso al mundo musulmán” que prometió durante su campaña. Tras darle muchas vueltas al asunto (Turquía e Indonesia eran otras opciones), la diplomacia estadounidense ha terminado por dar en el clavo. Simbólica, espiritual y políticamente, la elección de Egipto es una obra maestra.
Para lo bueno y para lo malo. Egipto, con 80 millones de almas, es el país árabe más poblado y uno de los más poblados del mundo musulmán. También es un aliado de Estados Unidos -vive en gran medida de los miles de millones de dólares que le regala la superpotencia por firmar la paz con Israel en 1979-, pero no es un forofo de sus políticas para Oriente Próximo. Su presidente -Hosni Mubarak- discrepó de la desastrosa invasión de Irak y la mayoría de su pueblo tiene a Washington como un modelo de hipocresía tanto por predicar la democracia y sostener a autócratas, como el propio Mubarak, como por su indiferencia ante los sufrimientos de los palestinos.
Nadie podrá acusar a Obama de buscarse un escenario cómodo, servil o aséptico para su discurso. Al contrario, al viajar a Egipto entrará de lleno en el corazón de tres grandes problemas del mundo árabe y musulmán: la falta de democracia, el conflicto israelo-palestino y el vigor del islamismo político.
Con un Mubarak que gobierna desde hace casi 30 años y maniobra para que le suceda su hijo Gamal, con un estado de excepción vigente desde el asesinato de Sadat en 1981, con libertades de expresión, asociación y participación política muy restringidas, con la tortura como práctica corriente en comisarías y cárceles y con una clase dominante constituida por militares y empresarios corruptos, el de Egipto es uno de esos regímenes escleróticos y protegidos por Estados Unidos de los que tanto despotrican los demócratas árabes.
¿Cómo puede Obama hablar de democracia en su discurso egipcio sin perturbar a Mubarak, su anfitrión? En Washington, según las crónicas, son muy conscientes del embrollo. “Pero tendrá que hacerlo”, afirma el disidente egipcio Saad Edim Ibrahim. “El discurso de Obama no puede eludir la cuestión central de que no hay ninguna incompatibilidad insuperable entre la democracia y la religión del Corán”.
No es ésta la única mina que aguarda a Obama en Egipto. El presidente norteamericano, dicen los suyos, no se olvida del conflicto israelo-palestino, pese a que hoy mismo Netanyahu intentará desviar su atención hacia Irán. Aún más, el lanzamiento de su iniciativa de paz sería inminente, según numerosas fuentes. Los árabes y los musulmanes así lo esperan. Ninguna de las muchas cosas positivas que Obama está proponiendo sobre el deshielo con Irán, el apoyo a Turquía en su viaje hacia la democracia y Europa, la pacificación de Oriente Próximo, la estabilización de Afganistán y Pakistán o las nuevas formas de lucha contra el yihadismo, puede llegar a buen puerto si no efectúa un esfuerzo heroico para resolver -o, al menos, paliar- la tragedia palestina. Desde el levante al poniente, el dolor de los palestinos abrasa el corazón de los musulmanes.
En el Valle del Nilo, superpoblado y empobrecido pero tan paciente, vitalista y bienhumorado como siempre, Obama estará muy cerca de Gaza, cuyo feroz asedio por el Ejército israelí conmocionó al pueblo egipcio. ¿Qué dirá? Obama está a favor de la solución de los dos Estados en Tierra Santa; sus diplomáticos se afanan por resucitar el espíritu y las fórmulas de Oslo, Camp David y Taba, y los Estados árabes recuerdan que en 2002 aprobaron en Beirut una muy razonable oferta de paz a Israel. Pero el Gobierno del halcón Netanyahu y el ultra Lieberman está contra la creación de un Estado palestino en los territorios ocupados por Israel en 1967. Los palestinos, por su parte, están divididos entre el Fatah de Mahmud Abbas, mayoritario en Cisjordania, y los islamistas de Hamás, atrincherados en el gueto de Gaza. Y, sobre todo, ¿es posible construir un Estado palestino viable con un Jerusalén anexionado por Israel y una Cisjordania habitada por cientos de miles de colonos israelíes? ¿No sería el territorio cisjordano de esa hipotética entidad un archipiélago de bantustanes aislados por asentamientos y carreteras israelíes, muros de hormigón y controles de los soldados de Tsahal? ¿No es demasiado tarde para la fórmula de los dos Estados, como se temía Edward Said?
Ya en dos ocasiones Obama se ha dirigido a los musulmanes. En su primera entrevista televisada como presidente, a Al Arabiya, dijo: “Mi trabajo respecto al mundo musulmán es comunicarle que EE UU no es su enemigo”. Y en abril afirmó en Turquía: “Estados Unidos no está en guerra con el islam ni lo estará nunca”. No fueron mensajes fútiles. El antiamericanismo político, fuerte entre los musulmanes desde hace décadas por el apoyo incondicional de Washington a Israel, se disparó durante los años de Bush con Afganistán, Irak, Abu Ghraib y Guantánamo. La idea, tan cara a Bin Laden, de una “cruzada judeocristiana” contra el islam hizo su camino.
Lucidez y valentía son signos distintivos de la rihla de Obama, su periplo en busca de la coexistencia pacífica en Oriente Próximo de cristianos, judíos y musulmanes; occidentales, árabes, persas, turcos e israelíes. De mantener sus planes, cuando viaje a Egipto en junio, lo hará al mismísimo solar de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes, la abuela de todos los movimientos islamistas contemporáneos. En su seno se forjó el pensamiento de Sayyed Qutb, capital para Jomeini y para Al Qaeda, y también el modelo de piedad religiosa, activismo político y protección social que hace tan exitosos a grupos como Hezbolá y Hamás. Hoy, tolerados a ratos, perseguidos casi siempre, dirigidos por gente pragmática, opuestos al terrorismo, los Hermanos Musulmanes son la principal oposición al régimen egipcio, y las penurias causadas por la privatización de empresas públicas que lidera Gamal Mubarak, el hijo del faraón, le abonan aún más el terreno.
Pero Obama no planea dirigirse a los islamistas en su discurso en el que fue el ombligo del mundo. Quiere ir más allá: hablarles directamente a los cientos de millones de musulmanes de todo el planeta que, como indica la sura 2.256 del Corán, viven su fe sin pretender imponérsela a nadie. Ellos están predispuestos a creerle. Al fin y al cabo, su familia paterna es musulmana, su segundo nombre propio es Hussein, como el venerado nieto del profeta Mahoma, y ha probado que, al igual que la mayoría de los que conocen directamente el islam, no se deja guiar por prejuicios según los cuales esta religión sería más misógina, violenta o contradictoria con la democracia que cualquier otra de las monoteístas. Lo dijo él mismo en Turquía: “Muchos americanos tienen familiares musulmanes o han vivido en un país de mayoría musulmana. Lo sé porque soy uno de ellos”.
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