Columna Estrictamente Personal /Raymundo Riva Palacio
Salinas
ejecentral.com.mx, 17/05/ 2009
¿Quién es realmente? ¿Un dinosaurio salvaje? ¿Un político florentino que nunca muere? ¿Una división Panzer enfundada en traje y con voz chillona? ¿La identidad real del chupacabras? ¿Quién es realmente Carlos Salinas?
Su nombre llena el imaginario colectivo mexicano. Cuando se para en el escenario, no existe nadie más sobre él. Generador de pasiones, desatador de odios, inspirador de pasiones mezquinas. Es todo eso y más. Un mexicano puede colocarle cualquier calificativo que le plazca antes o después del nombre, y encontrará mil razones que justifiquen su aprecio o repudio. Hasta decían que temblaba cuando llegaba a México, porque un par de veces coincidieron las noticias de su arribo con movimientos telúricos.
Dejó el poder hace 15 años, dos sexenios completos, el de Ernesto Zedillo y el de Vicente Fox, y la mitad del de Felipe Calderón, y sin embargo la aureola de poder lo acompaña, como si el poder fuera indivisible a su personalidad. Tanto, como lo polarizante de su persona. Con él no hay término medio. Enciende. Tiene defensores y vengadores.
Esta semana fue una de esas donde se probó que Carlos Salinas sigue enterrado por debajo de la epidermis mexicana. Primero el libro de Carlos Ahumada, “Derecho de Réplica”, donde confirma lo que parecía un lugar común, que Salinas fue el ingeniero de la carretera que buscaba llevar al precipicio a Andrés Manuel López Obrador. Cosa rara, de este superhombre político, nadie cuestionó su gran fracaso. López Obrador no cayó y, por poco, se hace de la Presidencia.
Después vino la entrevista de Carmen Aristegui en MVS radio con el ex presidente Miguel de la Madrid, quien lamentó haber dejado a Salinas como su sucesor, afirmó que su gobierno fue malo, sostuvo que la corrupción fue lo peor de todo, y que su hermano Raúl tuvo vínculos con el narcotráfico, como lo decía la fiscalía suiza. ¿A alguien le importó que no aportara prueba alguna? Cuatro meses antes declaró a El Financiero que había dejado a Salinas por su honestidad y que su gobierno había sido bueno. No pudo explicar porqué se había robado “la mitad” de la partida secreta porque, aclaró, es secreta. Menos aún recordó que la fiscalía suiza no pudo probar nada que el dinero de Raúl Salinas en sus bancos venía del narcotráfico, por lo que regresó su dinero a México que, por cierto, no pertenecía a los capos de la droga sino a cinco connotados empresarios mexicanos.
Aunque De la Madrid se retractó, de poco sirvió. Guadalupe Loaeza, la taquillera escritora, escribió en su artículo semanal en Reforma que aunque reculara en lo que había afirmado, ella se quedaba con sus dichos. O sea, qué importa la verdad. Lo que cuenta es la verosimilitud, ese fenómeno social cultural mexicano que se aplica a todos. Pero cuando se trata de Salinas, el efecto es viral. Salinas es la sangre que corre por nuestras venas; para unos es oxígeno, y para otros es leucemia.
Salinas le dijo una vez al entonces embajador de Estados Unidos en México, John D. Negroponte, que su principal ambición era pasar a la historia como el mejor presidente que jamás hubiera tenido el país. Se asumía como el gran modernizador de la patria, el que impulsó los relevos generacionales en el poder, el que reconstruyó la economía y nos llevó a todos a la mismísima puerta del Primer Mundo, pero se le olvidó darnos la llave.
Peor aún, le estalló la primera guerrilla posmoderna, le asesinaron primero a su candidato presidencial -y proyecto político personal-, Luis Donaldo Colosio -el principio del fin del viejo sistema político que arrancó también con un asesinato, el de Álvaro Obregón-, y luego a su cuñado, el siguiente presidente del proyecto salinista: José Francisco Ruiz Massieu. Sí quedó para siempre en la historia de México, pero no por las mejores razones. Pero, ¿realmente todo eso lo pudo convertir más en verdugo que en víctima? Por la evolución de las cosas, debería de haber sido al revés, pero no lo fue.
Y sin embargo, será un gran capítulo en la historia nacional, porque con él se rompió el viejo pacto político dentro del sistema, aquél de la regla no escrita: tú, el nuevo presidente, te consolidarás sobre las ruinas de mi gobierno, pero no tocarás a mi familia. Ese pacto mafioso se acabó en febrero de 1995, cuando para desviar la atención de la gran crisis económica de fin de siglo, el presidente Zedillo rompió la regla de oro y metió a la cárcel a Raúl. Carlos se puso en huelga de hambre en un barrio proletario de Monterrey, en una escena patética de infame memoria.
En todos estos años, le construyeron la imagen pública de corrupto y ladrón, le echaron en cara relaciones con el narcotráfico, le dibujaron en la cara el grafiti del peor presidente que hubiera tenido México, y todas esas cosas que De la Madrid, senil como lo que fue, un Jefe de Estado, pero suficientemente lúcido como mexicano ordinario que hace sobremesas, le estampó líricamente. Salinas no se podrá quitar este golpe, como tampoco ha podido hacer con ninguno otro, porque hasta ahora, este político florentino, tan inteligente y tan hábil, como dice la fama pública, sigue tratándonos como tontos.
Hasta ahora, Salinas no ha explicado de manera didáctica, contundente, sin soliloquios autocomplacientes, lo que realmente pasó en su sexenio, con su hermano Raúl, con la partida secreta, con Colosio, con Ruiz Massieu, con el EZLN, con lo que llamó “la nomenklatura priista”, y con tantos otros episodios de sus años en el poder público, y en el poder en la sombra. No ha aclarado el origen de los fondos que le permiten tener casas en México, Londres y La Habana, o cómo financia su eterno trotar por el mundo. No nos ha dicho qué es lo que realmente hace para que los priistas le rindan tributo y ellos y el resto le tengan respeto.
¿Quién es Carlos Salinas? No lo sabemos. ¿Lo sabrá él? Quién sabe. A lo mejor, tampoco se ha autoananalizado.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
Salinas
ejecentral.com.mx, 17/05/ 2009
¿Quién es realmente? ¿Un dinosaurio salvaje? ¿Un político florentino que nunca muere? ¿Una división Panzer enfundada en traje y con voz chillona? ¿La identidad real del chupacabras? ¿Quién es realmente Carlos Salinas?
Su nombre llena el imaginario colectivo mexicano. Cuando se para en el escenario, no existe nadie más sobre él. Generador de pasiones, desatador de odios, inspirador de pasiones mezquinas. Es todo eso y más. Un mexicano puede colocarle cualquier calificativo que le plazca antes o después del nombre, y encontrará mil razones que justifiquen su aprecio o repudio. Hasta decían que temblaba cuando llegaba a México, porque un par de veces coincidieron las noticias de su arribo con movimientos telúricos.
Dejó el poder hace 15 años, dos sexenios completos, el de Ernesto Zedillo y el de Vicente Fox, y la mitad del de Felipe Calderón, y sin embargo la aureola de poder lo acompaña, como si el poder fuera indivisible a su personalidad. Tanto, como lo polarizante de su persona. Con él no hay término medio. Enciende. Tiene defensores y vengadores.
Esta semana fue una de esas donde se probó que Carlos Salinas sigue enterrado por debajo de la epidermis mexicana. Primero el libro de Carlos Ahumada, “Derecho de Réplica”, donde confirma lo que parecía un lugar común, que Salinas fue el ingeniero de la carretera que buscaba llevar al precipicio a Andrés Manuel López Obrador. Cosa rara, de este superhombre político, nadie cuestionó su gran fracaso. López Obrador no cayó y, por poco, se hace de la Presidencia.
Después vino la entrevista de Carmen Aristegui en MVS radio con el ex presidente Miguel de la Madrid, quien lamentó haber dejado a Salinas como su sucesor, afirmó que su gobierno fue malo, sostuvo que la corrupción fue lo peor de todo, y que su hermano Raúl tuvo vínculos con el narcotráfico, como lo decía la fiscalía suiza. ¿A alguien le importó que no aportara prueba alguna? Cuatro meses antes declaró a El Financiero que había dejado a Salinas por su honestidad y que su gobierno había sido bueno. No pudo explicar porqué se había robado “la mitad” de la partida secreta porque, aclaró, es secreta. Menos aún recordó que la fiscalía suiza no pudo probar nada que el dinero de Raúl Salinas en sus bancos venía del narcotráfico, por lo que regresó su dinero a México que, por cierto, no pertenecía a los capos de la droga sino a cinco connotados empresarios mexicanos.
Aunque De la Madrid se retractó, de poco sirvió. Guadalupe Loaeza, la taquillera escritora, escribió en su artículo semanal en Reforma que aunque reculara en lo que había afirmado, ella se quedaba con sus dichos. O sea, qué importa la verdad. Lo que cuenta es la verosimilitud, ese fenómeno social cultural mexicano que se aplica a todos. Pero cuando se trata de Salinas, el efecto es viral. Salinas es la sangre que corre por nuestras venas; para unos es oxígeno, y para otros es leucemia.
Salinas le dijo una vez al entonces embajador de Estados Unidos en México, John D. Negroponte, que su principal ambición era pasar a la historia como el mejor presidente que jamás hubiera tenido el país. Se asumía como el gran modernizador de la patria, el que impulsó los relevos generacionales en el poder, el que reconstruyó la economía y nos llevó a todos a la mismísima puerta del Primer Mundo, pero se le olvidó darnos la llave.
Peor aún, le estalló la primera guerrilla posmoderna, le asesinaron primero a su candidato presidencial -y proyecto político personal-, Luis Donaldo Colosio -el principio del fin del viejo sistema político que arrancó también con un asesinato, el de Álvaro Obregón-, y luego a su cuñado, el siguiente presidente del proyecto salinista: José Francisco Ruiz Massieu. Sí quedó para siempre en la historia de México, pero no por las mejores razones. Pero, ¿realmente todo eso lo pudo convertir más en verdugo que en víctima? Por la evolución de las cosas, debería de haber sido al revés, pero no lo fue.
Y sin embargo, será un gran capítulo en la historia nacional, porque con él se rompió el viejo pacto político dentro del sistema, aquél de la regla no escrita: tú, el nuevo presidente, te consolidarás sobre las ruinas de mi gobierno, pero no tocarás a mi familia. Ese pacto mafioso se acabó en febrero de 1995, cuando para desviar la atención de la gran crisis económica de fin de siglo, el presidente Zedillo rompió la regla de oro y metió a la cárcel a Raúl. Carlos se puso en huelga de hambre en un barrio proletario de Monterrey, en una escena patética de infame memoria.
En todos estos años, le construyeron la imagen pública de corrupto y ladrón, le echaron en cara relaciones con el narcotráfico, le dibujaron en la cara el grafiti del peor presidente que hubiera tenido México, y todas esas cosas que De la Madrid, senil como lo que fue, un Jefe de Estado, pero suficientemente lúcido como mexicano ordinario que hace sobremesas, le estampó líricamente. Salinas no se podrá quitar este golpe, como tampoco ha podido hacer con ninguno otro, porque hasta ahora, este político florentino, tan inteligente y tan hábil, como dice la fama pública, sigue tratándonos como tontos.
Hasta ahora, Salinas no ha explicado de manera didáctica, contundente, sin soliloquios autocomplacientes, lo que realmente pasó en su sexenio, con su hermano Raúl, con la partida secreta, con Colosio, con Ruiz Massieu, con el EZLN, con lo que llamó “la nomenklatura priista”, y con tantos otros episodios de sus años en el poder público, y en el poder en la sombra. No ha aclarado el origen de los fondos que le permiten tener casas en México, Londres y La Habana, o cómo financia su eterno trotar por el mundo. No nos ha dicho qué es lo que realmente hace para que los priistas le rindan tributo y ellos y el resto le tengan respeto.
¿Quién es Carlos Salinas? No lo sabemos. ¿Lo sabrá él? Quién sabe. A lo mejor, tampoco se ha autoananalizado.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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